¿Y el gran Ernesto Sabato, para cuándo?
La manía clasificatoria y (como habría dicho Borges) la superstición del sistema métrico decimal contribuyen a que, con cierta regularidad, nos veamos enfrentados a tomar en cuenta las 10, 50 o 100 mejores obras de la literatura, o a igual número de prestigiosas realizaciones científicas o tecnológicas, o a parecida cantidad de excelentes films o actores de Hollywood, Oscar o no mediante. Hay, para todo, un canon, según la optimista definición de Harold Bloom, una tabla de posiciones elaborada por críticos competentes que debería -decimos nosotros- acentuar su carácter democrático a medida que son más los que opinan. En el caso de Bloom, en su conocida obra El canon occidental , el crítico es él mismo, que con buenas y malas razones elige a los mejores escritores de Occidente, "un catálogo de libros preceptivos" formado por 26 autores, con claro predominio de la etnia anglosajona.
Las dificultades que ofrecen estas nóminas jerarquizadas quedaron expuestas recientemente. Bajo la convocatoria conjunta de la Biblioteca Nacional y del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti (ex ESMA), se presentó, a partir del 6 de octubre, una muestra con (lo que los organizadores estimaron como) los 200 libros que constituyen "un mapa" de la cultura argentina, con énfasis en la literatura y, en menor medida, en las ciencias sociales. La cifra elegida constituyó un homenaje al Bicentenario de la Revolución de Mayo. El proceso de selección fue encomendado a dos docenas de escritores, intelectuales y catedráticos universitarios, en su mayoría de reconocido prestigio. Curiosamente -y ésta es la primera grieta en el criterio de selección adoptado- entre los 200 títulos figuran libros de buena parte de estos "jurados". Es obvio que no hubo mala fe en este elegirse unos a otros, pero habría resultado más transparente la negativa reglamentaria a terminar perteneciendo a las dos categorías: seleccionadores y seleccionados.
La lista obtenida podrá gustar más o menos. También es inevitable que refleje determinada ideología, en este caso una mezcla de la atmósfera de Carta Abierta, del nacionalismo peronista y de ciertos cruces con la calle Puan. Nada de esto resulta inquietante. Preocupa y confunde la forma del armado, que aparentemente se construyó sobre la base de un mínimo de diez títulos pedidos a cada uno de los seleccionadores, con lo que se llegaría al absurdo de que, para llegar a doscientos, todos, o casi todos, deberían haber presentado títulos distintos, sin saber los que ofreció el vecino.
El resultado final puede haberse visto afectado por esta fragilidad metodológica. Reconozcamos, sin embargo, que escoger 200 libros puede ser más difícil que hacerlo con cinco, aunque la primera de las dos cifras parece capaz de englobar, sin vacilaciones, un archivo muy completo de la cultura argentina. Más allá de su facilidad o complejidad, consideramos incumplida la tarea. Hay nombres y títulos que quizá sobren, como ocurre con todas las listas, pero en cuanto a las omisiones, bien podría afirmarse, parafraseando a Macedonio Fernández: si falta uno más, no cabe.
Incluir dos "libros" de Eva Perón, que quizá los dictó, vaya y pase. Tiene poco sentido incorporar el Ferdydurke de Witold Gombrowicz, que pertenece, con derechos naturales, a la literatura polaca. Sería lo mismo que adjudicar casi todos los libros de Julio Cortázar a la literatura francesa. Merece aplauso, en cambio, la inclusión del Nunca más y, por ejemplo, del libro de Pilar Calveiro ( Poder y desaparición ) acerca de los campos de concentración de la última dictadura. Lo que resulta irresistible, aun con la carga de gusto y subjetividad que la empresa implica, es salvar del ninguneo a unos cuantos que faltan. Permítasenos el derecho de construir nuestro propio listado. Los lectores juzgarán.
Empecemos por la narrativa. Nada de nuestros clásicos Eduardo Wilde y Miguel Cané, ni de Benito Lynch, ni de Arturo Cancela. Ningún libro de Manuel Peyrou ( El estruendo de las rosas ), ni de Juan Filloy ( Op Oloop ), ni de Bernardo Verbitsky ( Un noviazgo ), ni de Roger Pla ( Los Robinsones ), ni de María Esther de Miguel ( La amante del restaurador ), ni de Marco Denevi ( Rosaura a las diez ), ni de Abel Posse ( Los perros del paraíso ), ni de Angélica Gorodischer ( Kalpa imperial ). Agreguemos: nada de Juan José Hernández ( El inocente ), ni de Tomás Eloy Martínez ( Santa Evita ), ni de Alberto Laiseca ( Los Sorias ), ni de Hebe Uhart ( Relatos completos ), ni de Marcos Aguinis ( La cruz invertida ), ni de Liliana Heker ( Zona de clivaje ), ni de Rodolfo Rabanal ( El apartado ), ni de Jorge Asís ( Flores robadas en los jardines de Quilmes ), ni de Alicia Steimberg ( Músicos y relojeros ), ni de Mempo Giardinelli ( Santo oficio de la memoria ), ni de Elvio Gandolfo ( Ferrocarriles argentinos ), ni de Jorge Barón Biza ( El desierto y su semilla ). Nada del inclasificable Juan Rodolfo Wilcock ( El templo etrusco ).
Está bien, en el género del cómic, haber incluido a Héctor Oesterheld. Pero ¿por qué omitir a Quino, que con su Mafalda y demás creaciones se ha convertido en uno de los más agudos críticos de nuestras clases medias, y a Roberto Fontanarrosa, que merece estar tanto por Boogie el Aceitoso e Inodoro Pereyra como por alguno de sus tomos de cuentos?
Seguramente es discutible incluir, en una selección de libros (si bien su índole y formato están hoy en permanente discusión) a expresiones ejemplares de otro medio de comunicación como la radio, pero cedemos a la tentación de mencionar, por lo menos, dos nombres, sabiendo que nos quedaremos cortos. Los dos tienen que ver no tanto con cierta impostación de la voz o con la inteligencia para preguntar y contestar, como con una inventiva verbal, un uso creativo del lenguaje, de nuestro español rioplatense, que los vincula con la literatura. Uno de ellos, Alejandro Dolina, ha publicado, además, buenos libros; la otra, Niní Marshall, es uno de nuestros genios por encima de cualquier forma o género.
Le llega el turno al teatro. Muy bien por la presencia de Armando Discépolo, aunque faltó Gregorio de Laferrère. Mal por la ausencia de tres auténticos maestros y renovadores de nuestra dramaturgia: Carlos Gorostiza, Roberto "Tito" Cossa y Ricardo Monti.
En poesía las cosas se ponen graves. Parecen no haber existido Almafuerte, Enrique Banchs, Conrado Nalé Roxlo (ni siquiera como Chamico tuvo lugar), Ricardo Molinari ni el Carlos Mastronardi de Luz de provincia .
No busquemos la Poesía vertical de Roberto Juarroz, porque no está. No busquemos a José Pedroni, a José Sebastián Tallon, a Alberto Girri, a Horacio Armani, a Mario Morales, a Edgar Bayley, a Francisco Madariaga, a Oscar Portela, a Diana Bellessi, a Arturo Carrera. Tampoco están. ¿Y una antología de letristas de tango? Con Homero Manzi, Celedonio Esteban Flores y Homero Expósito, entre otros. Hubiera estado bien. ¿Y los poetas del rock nacional? Reconozco mis pobres conocimientos en la materia, pero me atrevo a impulsar, por lo menos, a Luis Alberto Spinetta.
En el ensayo de interpretación nacional, no debía faltar Eduardo Mallea ( Historia de una pasión argentina ), y en el ensayo sobre filosofía y lenguaje echamos de menos a Santiago Kovadloff ( El silencio primordial ). Cierro esta nómina reivindicativa, este modesto desagravio, con Carlos Vega ( Danzas y canciones argentinas. Teorías e investigaciones ), Ana María Barrenechea ( La expresión de la irrealidad en la obra de Borges ), Félix Luna ( Soy Roca ), Adolfo Prieto ( La literatura autobiográfica argentina ) y esa obra única que son las Voces de Antonio Porchia. Manuel Gálvez figura, pero no con sus monumentales cuatro tomos de Recuerdos de la vida literaria . Perdón por los que olvido. Preferí no internarme en el espinoso territorio de los más jóvenes.
En la muestra de 200 títulos que nos permitimos comentar, en este vértigo de nombres y obras que de todos modos celebramos, aparecen autores con varios libros incluidos: por ejemplo, Jorge Luis Borges, con siete; Juan Bautista Alberdi, Roberto Arlt y Ricardo Piglia, con cuatro; Julio Cortázar, Esteban Echeverría, Juan Gelman, Ezequiel Martínez Estrada, Domingo Faustino Sarmiento, Juan José Saer y Rodolfo Walsh, con tres. Borges seguramente habría sido capaz de dar el ejemplo, sacrificando alguna de sus inclusiones, para que la muestra nos pareciera a todos más justa, mejor balanceada históricamente, y no tan expuesta a la coyuntura y a los intereses políticos.
Fuente: Luis Gregorich
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