Por Pablo Sirvén La Nación Me convencí de que las palabras ya no valen nada cuando empecé a desear secretamente que alguna de mis hijas me llamase de una vez por todas "boludo". Esto no es producto de una locura circunstancial ni definitiva sino de una sorprendente y meditada constatación: hace algún tiempo noté que la gente de su generación ya no le otorgaba a ese vocablo el mismo sentido dramático y ofensivo que yo le había dado en buena parte de mi vida, puesto que lo habían despojado de su carga peyorativa para transformarlo casi en un amoroso sinónimo de "querido", a juzgar por cómo lo intercalaban en sus conversaciones con sus amistades más preciadas. La depreciación de las palabras fuertes no es un problema menor. De tanto insistir en ellas y de resignificar lo que originalmente querían decir, por su uso y abuso están perdiendo peso y ferocidad. Se trata de un pequeño drama cotidiano: nos estamos quedando sin malas palabras. Si los vocablos más ásperos se