El bestiario de Aberdeen
El Bestiario de Aberdeen apareció en Inglaterra durante el siglo XII; es una recopilación de distintos libros similares, principalmente el physiologus griego, además incluye capítulos del Génesis, como los primeros siete días de la creación. Los bestiarios eran compilaciones de todo tipos de animales, reales o imaginarios, acompañadas de una explicación moralizadora. Uno de los elementos más llamativos del Bestiario de Aberdeen son las ilustraciones, en las que los dibujantes dejaron volar libremente su imaginación.
Cuán interesante, entonces, descubrir que los pelícanos suelen matar a su cría y que, habiendo hecho esto, se abren un tajo en el costado y dejan que la sangre se derrame sobre el cadáver, lo que le devuelve la vida. Cuán interesante descubrir que el pelícano, aun con su tosca apariencia prehistórica, no es en modo alguno el más extraño de los pájaros. El murciélago, por ejemplo, es el único pájaro que posee dientes, y las abejas, que son los pájaros más pequeños, doblan en fertilidad a cualquier otro. El pavo real, conocido también por su andar despreocupado, tiene la cabeza de una serpiente. El martín pescador encuentra placer en la tristeza, la codorniz sufre de vértigo y los avestruces son hipócritas.
Pero acaso no se trate meramente de un hallazgo. Acaso uno salga en su búsqueda en un momento de penosa necesidad. Puede ser cuestión de vida o muerte saber que la sanguinaria es efectiva contra el veneno no menos que contra el engaño, o que los safiros permiten contener una hemorragia, a la vez que, en tanto uno practique la castidad, curan úlceras y migrañas y heridas en la lengua. Es sin duda importante saber que el medus, molido en una muela verde y mezclado con leche de mujer, cura la ceguera; que el azabache calma un zumbido en el oído, cura el malestar de estómago y ahuyenta víboras y demonios; o que la smaragdus es una piedra maravillosa, la cual, si se lleva con castidad, trae riqueza, y si se la lleva en el cuello, castamente o no, confiere una elocuencia persuasiva—pero no sólo eso, no, sino que además cura la fiebre hemiterciana y la epilepsia, aleja la tormenta y también la lujuria.
Pero en ocasiones se precisa otra clase de consuelo. Así, uno hará bien en recordar, de pie junto a la ventana en la oscura vigilia de la noche—mientras se confunden quizás el llamado del búho con el ulular procaz de un simio astuto y malvado—que los diamantes son eficaces contra el temor infundado, y que las perlas disponen para el sueño.
¿Y qué hay de los simios, en efecto? El Bestiario enseña que la esfinge es un tipo de simio, al igual que el sátiro, que es fácil de atrapar pero morirá en cautiverio porque sólo puede vivir bajo el cielo de Etiopía. Los sátiros poseen rostros hermosos, pero como a todos los simios, los inunda la tristeza cuando decrece la luna.
Cuando el león se siente mal, no tiene más que comer un simio, que lo cura.
Otro tipo de simio es el de cabeza de perro, animal particularmente feo y cuya presencia en la recámara femenina ha de ser desalentada, ya que, como es bien sabido, el hijo de mujer tiende a parecerse a lo que ella piense en la cumbre del ardor, y de haber un simio en la habitación, será en vano esperar que la presencia de su amante comporte una distracción suficientemente absorbente.
Pero haya o no simios en la recámara, todo hombre que se afana en trabajos para satisfacer a su impetuosa amante, o para al menos capturar su atención en medida tal que el vástago que carga lleve sus rasgos, debe recordar que para la mujer el centro del placer carnal es el ombligo.
Y todo el mundo, sí, todo el mundo debe tomar nota de los peligros de la sangre menstrual, que mata las cosechas, avinagra el vino, pone rabiosos a los perros y ablanda el alquitrán.
¿Existe en el mundo entero criatura más irritante y artera que la mujer? Tal vez no, pero acaso el hombre que noche tras noche decepciona a su amante, muy a pesar de la dedicación que presta a su ombligo, y se escurre cada noche fuera de la cama, abriéndose paso entre las burlas de los simios, para resguardarse en la niebla que rodea la galería, pueda reconfortarse al reflexionar que las cosas no son menos complejas en otras zonas del reino animal. No hay razón para envidiar a los elefantes, por ejemplo, que para concebir un hijo caminan juntos hasta las puertas del paraíso, donde la hembra debe convencer a su pareja de consumir el fruto de la mandrágora. A esto él se muestra reacio, naturalmente, y sin embargo hasta que no haya comido el fruto no podrá ella concebir. Cuando ella da luego a luz en un estanque, él monta guardia para protegerla de los dragones.
Los osos dan a luz un feto sin forma—de color blanco, sin ojos—que luego la madre esculpe con su boca.
Las panteras no dan a luz sino una sola vez en su vida, lo cual tal vez explica la disminución de su número.
Las abejas nacen de gusanos, los cuales nacen a su vez cuando uno apalea un becerro. Para producir avispones, alcanza con sustituir el becerro por un caballo, o por un asno para producir avispas.
El reino animal es ciertamente rico y variado, y no hay guía zoológica más completa que el Bestiario, donde uno aprende que si un león ha comido demasiado, se introduce las patas dentro de la boca y extrae parte de la comida, que las hienas viven en tumbas, que las víboras desprecian a un hombre vestido y temen al que va desnudo, y que si un castor presiente que un cazador lo persigue, se arrancará los testículos de un tarascón antes de arrojárselos en la cara, sabiendo que sus testículos son el objeto de deseo del cazador. De los testículos del castor se extraen medicamentos muy efectivos.
La mordida del spectaficus puede licuar a un hombre.
Un perro que toque la sombra de una hiena no volverá a ladrar.
Los lobos comen viento.
Pero ya basta, basta. Está muy bien detenerse a contemplar las bellezas y horrores de la naturaleza, pero cuando uno vuelve a hallarse otra vez solo y ocioso en el jardín, adornado de joyas y piedras, una decepción para el amante de uno, una decepción para uno mismo, la mirada fija en el cielo abrasador, ¿entonces qué? ¿Entonces qué?
El Bestiario no descuida la vida espiritual; ¿cómo podría? La lección del castor es muy clara: uno debe arrancarse los pecados y arrojárselos en la cara al diablo. Y en la hiena, que imita el sonido de un humano vomitando y devora al perro que se acerca a investigar, tenemos la cifra de aquellos hijos de Israel, que en la depravación del lujo adoraron ídolos. Los simios, los eternos simios, cuya parte trasera es repugnante, le enseñan a uno a temer al Diablo, y la comadreja, que concibe por la oreja y da a luz por la boca—salvo cuando concibe por la boca y da a luz por la oreja—representa a esas personas que oyen la palabra divina y sin embargo no le prestan atención.
En sentido estricto, el hombre viene de la tierra, y hacia la tierra va. No es de extrañar que uno llore en la ducha. Son variados los caminos que conducen al Infierno, y no hay piedra preciosa, sin importar qué tan castamente o sobre qué parte del cuerpo se la lleve, que garantice un lugar en el Cielo.
Los barcos navegan más despacio si transportan el pie derecho de una tortuga. El excremento del caladrius cura las cataratas. Los monjes ríen, siempre ríen. Debe mantenerse la imagen de Cristo delante de los ojos a toda hora, porque Cristo es un león. Deambula por la cima de las montañas y oculta con la cola el rastro de su divinidad. Cristo es una pantera. Es tranquilo y multicolor, y tres días después de alimentarse, se alza del sueño, da un fuerte grito, y emana de su boca un perfume dulzón. Cristo es una palmera, ya que tiene pelo y ha crecido hasta su altura máxima. Humíllate como el elefante, que carece de articulaciones en las rodillas. Mírate, como la paloma, con tu ojo izquierdo, y con el derecho contempla a Dios. Cristo es, después de todo, un pelícano girando desesperado bajo un cielo atormentado, ya que vive en soledad y carece de bolsa en el estómago donde guardar comida y así como mata a su cría con el pico, rechaza igualmente los actos y pensamientos que inspira el pecado.
Fuente: Buenos Aires Review
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