¿Resistirán los libros el embate de la tecnología digital? ¿Cambiará Internet el modo en que leemos? ¿Existirán los autores cuando cada uno decida el final de una novela según su voluntad? ¿Llegará el día en que cualquiera pueda reescribir la trama de La guerra y la paz con un mouse? El 1º de noviembre, con motivo de la reapertura de la milenaria Biblioteca, la ciudad egipcia de Alejandría tuvo como anfitrión a Umberto Eco, quien ofreció una conferencia en inglés durante la cual respondió a estos y otros interrogantes. Publicado por el semanario Al-Ahram, Radar reproduce el texto completo de esa charla en la que Eco desplegó su habitual claridad para exponer por qué el libro permanecerá tanto como las cucharas, los cuchillos y la idea de Dios.
Por Umberto Eco
Tenemos tres tipos de memoria. La primera es orgánica: es la memoria de carne y sangre queadministra nuestro cerebro. La segunda es mineral, y la humanidad la conoció bajo dos formas:hace miles de años era la memoria encarnada en las tabletas de arcilla y los obeliscos –algo muyhabitual en Egipto–, en los que se tallaban toda clase de escritos; sin embargo, este segundo tipocorresponde también a la memoria electrónica de las computadoras de hoy, que están hechas desilicio. Y hemos conocido otro tipo de memoria, la memoria vegetal, representada por los primerospapiros –también muy habituales en Egipto– y, después, por los libros, que se hacen con papel.Permítanme soslayar el hecho de que, en cierto momento, el pergamino de los primeros códicesfuera de origen orgánico, y que el primer papel estuviera hecho de tela y no de celulosa. Parasimplificar, permítanme designar al libro como memoria vegetal.En el pasado, éste fue un lugar dedicado a la conservación de los libros, como lo será también en elfuturo; es y será, pues, un templo de la memoria vegetal. Durante siglos, las bibliotecas fueron lamanera más importante de guardar nuestra sabiduría colectiva. Fueron y siguen siendo una especiede cerebro universal donde podemos recuperar lo que hemos olvidado y lo que todavía noconocemos. Si me permiten la metáfora, una biblioteca es la mejor imitación posible de una mentedivina, en la que todo el universo se ve y se comprende al mismo tiempo. Una persona capaz dealmacenar en su mente la información proporcionada por una gran biblioteca emularía, en ciertaforma, a la mente de Dios. Es decir, inventamos bibliotecas porque sabemos que carecemos depoderes divinos, pero hacemos todo lo posible por imitarlos.Construir, o mejor, reconstruir una de las bibliotecas más grandes del mundo puede sonar como undesafío o una provocación. A menudo, en artículos periodísticos o en papers académicos, ciertosautores se enfrentan con la nueva era de las computadoras e Internet, y hablan de la posible “muertede los libros”. Sin embargo, el hecho de que los libros puedan llegar a desaparecer –como losobeliscos o las tablas de arcilla de las civilizaciones antiguas– no sería una buena razón parasuprimir las bibliotecas. Por el contrario, deben sobrevivir como museos que conservan losdescubrimientos del pasado, de la misma manera que conservamos la piedra de Rosetta en unmuseo porque ya no estamos acostumbrados a tallar nuestros documentos en superficies minerales.Sin embargo, mis plegarias en favor de las bibliotecas serán un poco más optimistas.
Soy de los quetodavía creen que el libro impreso tiene futuro, y que cualquier temor respecto de su desaparición essólo un ejemplo más del terror milenarista que despiertan los finales de las cosas, entre ellas elmundo.He contestado en muchas entrevistas preguntas del tipo: “¿Los nuevos medios electrónicos volveránobsoletos los libros? ¿Internet atenta contra la literatura? ¿La nueva civilización hipertextualeliminará la noción de autoría?”. Ante semejantes interrogantes, y teniendo en cuenta el tonoaprensivo con el que los formulan, cualquiera que tenga una mente normal y bien equilibradapensará que el entrevistador se tranquilizaría si la respuesta fuera: “No, no, tranquilos, todo estábien”. Error. Si les dijéramos que no, que ni los libros ni la literatura ni la figura del escritor van adesaparecer, los entrevistadores entrarían en pánico. Porque si nadie muere, ¿cuál es entonces lanoticia? Publicar que murió un Premio Nobel es una flor de noticia; informar que goza de buenasalud no le interesa a nadie –salvo, supongo, al Premio Nobel mismo.Hoy quiero tratar de desmadejar una serie de temores. Aclarar nuestras ideas sobre estos problemastambién puede ayudarnos a entender mejor qué entendemos normalmente por “libro”, “texto”,“literatura”, “interpretación”, etcétera. De ese modo veremos cómo una pregunta tontapuedegenerar muchas respuestas sabias, y cómo ésa es, probablemente, la función cultural de lasentrevistas ingenuas.Comencemos por una historia que es egipcia, aunque la haya contado un griego. Según dice Platónen su Fedro, cuando Hermes –o Theut, el supuesto inventor de la escritura– le presentó su invención al faraón Thamus, recibió muchos elogios, porque esa técnica desconocida les permitiría a los sereshumanos recordar lo que de otro modo habrían olvidado. Pero el faraón Thamus no estaba del todocontento. “Mi experto Theut –le dijo–, la memoria es un gran don que debe vivir gracias alentrenamiento continuo. Con tu invención, las personas ya no se verán obligadas a ejercitarla.Recordarán las cosas, pero no por un esfuerzo interno sino por un dispositivo exterior.”Podemos entender la preocupación de Thamus. La escritura, como cualquier otra nueva invencióntecnológica, entumecería la misma facultad humana que fingía sustituir y reforzar. Era peligrosaporque disminuía las facultades de la mente y ofrecía a los seres humanos un alma petrificada, unacaricatura de la mente, una memoria mineral.El texto de Platón es por cierto irónico. Platón estaba desarrollando su polémica contra la escritura.Pero en su diálogo también fingía que el que pronunciaba el discurso era Sócrates, que nuncaescribió nada. Si hoy en día nadie comparte las preocupaciones de Thamus es por dos razones muysimples. En primer lugar, sabemos que los libros no hacen que otra persona piense en nuestro lugar;por el contrario, son máquinas que producen nuevos pensamientos. Sólo después de la invención dela escritura fue posible escribir esa obra maestra de la memoria espontánea que es En busca deltiempo perdido de Proust. En segundo lugar, si en algún momento las personas necesitaron entrenar su memoria para recordar cosas, después de la invención de la escritura tuvieron que entrenarlatambién para recordar libros. Desafío y perfección de la memoria son los libros, que nunca lanarcotizan. Sin embargo, el faraón expresaba un miedo que siempre reaparece: el de que undescubrimiento tecnológico pueda asesinar algo que consideramos precioso y fructífero.Utilicé el verbo “asesinar” a propósito, porque, más o menos catorce siglos después, en su novelahistórica Nuestra Señora de París, Victor Hugo narró la historia de un sacerdote, Claude Frollo, queobservaba con tristeza las torres de su catedral. La historia de Nuestra Señora de París transcurre enel siglo XV, después de la invención de la imprenta. Antes, los manuscritos quedaban reservados auna restringida elite de personas que sabían leer y escribir, y lo único que se les enseñaba a lasmasas eran las historias de la Biblia, la vida de Cristo y de los santos, los principios morales, y hastahechos de la historia nacional o nociones elementales de geografía y ciencias naturales (lanaturaleza de los pueblos desconocidos, las virtudes de determinadas hierbas o piedras): todo esteconocimiento era proporcionado por las catedrales con su sistema de imágenes. Una catedralmedieval era como un programa de TV permanente, siempre repetido, que se supone le decía a lagente todo lo que les era imprescindible para la vida diaria y la salvación eterna.Ahora bien: Frollo tiene en su mesa un libro impreso y murmura ceci tuera cela (“esto matará aaquello”); en otras palabras: el libro matará a la catedral, el alfabeto matará a las imágenes.Alentando informaciones innecesarias, interpretaciones libres de las Escrituras y curiosidadesinsanas, el libro distraerá a las personas de sus valores más importantes.
En los años sesenta,Marshall McLuhan publicó La galaxia Gutenberg, el libro en el que anunciaba que el modo linealde pensamiento, apoyado en la invención de la imprenta, estaba a punto de ser reemplazado por unmodo de percepción y entendimiento más global que se valdría de imágenes de TV u otras clases dedispositivos electrónicos. Puede que McLuhan no, pero muchos de sus lectores pusieron un dedosobre la pantalla de la TV ydespués sobre un libro y dijeron: “Esto matará a aquello”. Si siguieraentre nosotros, McLuhan habría sido el primero en escribir algo así como El imperio Gutenbergcontraataca. Ciertamente, una computadora es un instrumento con el cual se pueden producir yeditar imágenes; y las instrucciones, ciertamente, se imparten mediante iconos; pero es igualmentecierto que la computadora se ha convertido en un instrumento alfabético antes que otra cosa. Por lapantalla de una computadora desfilan palabras y líneas, y para utilizarla hay que saber leer yescribir.¿Hay diferencias entre la primera galaxia Gutenberg y la segunda? Muchas. La primera de todas:sólo los hoy arqueológicos procesadores de textos de comienzos de los ochenta proporcionaban unacomunicación escrita lineal. Hoy las computadoras no son lineales; ofrecen una estructurahipertextual. Curiosamente, la computadora nació como una máquina de Turing, capaz de hacer unsolo paso a la vez, y de hecho, en las profundidades de la máquina, el lenguaje todavía opera de esemodo, mediante una lógica binaria, de cero-uno, cero-uno. Sin embargo, el rendimiento de la máquina ya no es lineal: es una explosión de proyectiles semióticos. Su modelo no es tanto unalínea recta sino una verdadera galaxia, donde todos pueden trazar conexiones inesperadas entredistintas estrellas hasta formar nuevas imágenes celestiales en cualquier nuevo punto de lanavegación.Sin embargo, es exactamente en este punto donde debemos empezar a deshilvanar la madeja,porque por estructura hipertextual solemos entender dos fenómenos muy diferentes. Primerotenemos el hipertexto textual. En un libro tradicional debemos leer de izquierda a derecha (o dederecha a izquierda, o de arriba a abajo, según las culturas), de un modo lineal. Podemos saltearnospáginas; llegados a la página 300, podemos volver a chequear o releer algo en la página 10. Peroeso implica un trabajo físico. Por el contrario, un texto hipertextual es una red multidimensional oun laberinto en los que cada punto o nodo puede potencialmente conectarse con cualquier otronodo. En segundo lugar tenemos el hipertexto sistémico. La Web es la Gran Madre de Todos losHipertextos, una biblioteca mundial donde podemos, o podremos a corto plazo, reunir todos loslibros que deseemos. La Web es el sistema general de todos los hipertextos existentes.Esta diferencia entre texto y sistema es enormemente importante. Por ahora déjenme terminar con lamás ingenua de las preguntas que suelen hacernos, una pregunta donde la diferencia a la quealudimos no se advierte con total claridad. Pero respondiéndola podremos clarificar otra posterior.La pregunta ingenua es: “Los disquetes hipertextuales, Internet o los sistemas multimedia,¿volverán obsoleto al libro?”. Y así llegamos al último capítulo de la historia de esto-matará-a-aquello. Pero aun esta pregunta es confusa, puesto que puede ser formulada de dos manerasdistintas: a) ¿Desaparecerán los libros en tanto objetos físicos?; y (b) ¿Desaparecerán los libros entanto objetos virtuales?Déjenme contestar primero la primera. Aun después de la invención de la imprenta, los libros nuncafueron el único medio de adquirir información. También había pinturas, imágenes popularesimpresas, enseñanzas orales, etcétera. El libro sólo demostró ser el instrumento más convenientepara transmitir información. Hay dos clases de libros: para leer y para consultar. En los primeros, elmodo normal de lectura es el que yo llamaría “estilo novela policial”. Empezamos por la primerapágina, en la que el autor dice que ha ocurrido un crimen, seguimos el derrotero hasta el final ydescubrimos que el culpable es el mayordomo. Fin del libro y fin de la experiencia de su lectura.Luego están los libros para consultar, como las enciclopedias y los manuales. Las enciclopediasfueron concebidas para ser consultadas, nuncapara ser leídas de la primera a la última página.Generalmente tomamos un volumen de una enciclopedia para saber o recordar cuándo murióNapoleón, o cuál es la fórmula química del ácido sulfúrico. Los eruditos usan las enciclopedias demanera más sofisticada.
Por ejemplo, si quiero saber si es posible que Napoleón conociera a Kant,tengo que tomar el volumen K y el volumen N de mi enciclopedia. Y descubriré que Napoleónnació en 1769 y murió en 1821, y que Kant nació en 1724 y murió en 1804, cuando Napoleón eraemperador. No es imposible, por lo tanto, que los dos se hayan visto alguna vez. Puede que paraconfirmarlo tenga que consultar una biografía de Kant, o de Napoleón, pero una pequeña biografíade Napoleón –que conoció a tanta gente– puede haber pasado por alto el encuentro con Kant,mientras que una biografía de Kant posiblemente registre su encuentro con Napoleón. En pocaspalabras: debo revisar los muchos libros de los muchos estantes de mi biblioteca y tomar notas paracomparar más adelante todos los datos que recogí. Todo eso me cuesta un doloroso esfuerzo físico.Con el hipertexto, sin embargo, puedo navegar a través de toda la red-enciclopedia. Y puedo hacer mi trabajo en unos pocos segundos o minutos.Los hipertextos volverán obsoletos, ciertamente, las enciclopedias y los manuales. Ayer nomás eraposible tener una enciclopedia entera en CD-ROM; hoy es posible disponer de ella en línea, con laventaja de que esto permite la remisión y la recuperación no lineal de la información. Todos losdiscos compactos, más la computadora, ocuparán un quinto del espacio ocupado por unaenciclopedia impresa. Un CD-ROM es más fácil de transportar que una enciclopedia impresa y esmás fácil de poner al día. En un futuro cercano, los estantes que las enciclopedias ocupan en mi casa–así como los metros y metros que ocupan en las bibliotecas públicas– podrán quedar libres, y nohabría mayores razones para protestar. Recordemos que para muchos, una enciclopedia multivolumen es un sueño imposible, y no solamente por el costo de los volúmenes sino por elcosto de las paredes en las que esos volúmenes deben instalarse.Sin embargo, ¿puede un disco hipertextual o la Web reemplazar a los libros que están hechos paraser leídos? Una vez más, tenemos que definir si la pregunta alude a los libros como objetos físicos ovirtuales. Una vez más, déjenme considerar primero el problema físico. Buenas noticias: los librosseguirán siendo imprescindibles, no solamente para la literatura sino para cualquier circunstancia enla que se necesite leer cuidadosamente, no sólo para recibir información sino también paraespecular sobre ella.
Leer una pantalla de computadora no es lo mismo que leer un libro. Piensen enel proceso de aprendizaje de un nuevo programa de computación. Generalmente el programa exhibeen la pantalla todas las instrucciones necesarias. Pero los usuarios, por lo general, prefieren leer lasinstrucciones impresas.Después de haberme pasado doce horas ante la computadora, mis ojos están como dos pelotas detenis y siento la necesidad de sentarme en mi confortable sillón y leer un diario, o quizás un buenpoema. Opino, por lo tanto, que las computadoras están difundiendo una nueva forma deinstrucción, pero son incapaces de satisfacer todas aquellas necesidades intelectuales queestimulan.Hasta ahora, los libros siguen encarnando el medio más económico, flexible y fácil de usar para eltransporte de información a bajo costo. La comunicación que provee la computadora corre delantede nosotros; los libros van a la par de nosotros, a nuestra misma velocidad. Si naufragamos en unaisla desierta, donde no hay posibilidad de conectar una computadora, el libro sigue siendo uninstrumento valioso. Aun si tuviéramos una computadora con batería solar, no nos sería fácil leer enla pantalla mientras descansamos en una hamaca. Los libros siguen siendo los mejores compañerosde naufragio. Los libros son de esa clase de instrumentos que, una vez inventados, no pudieron ser mejorados,simplemente porque son buenos. Como el martillo, el cuchillo, la cuchara o la tijera.Llegados a este punto podemos preguntarnos por la supervivencia de la figura del escritor y de laobra de arte como unidad orgánica. Y simplemente quiero informarles a ustedes que éstas ya sevieron amenazadas en el pasado.
El primer ejemplo es el del Commedia dell’arte italiana, en la que,sobre la base de un canovaccio –un resumen de la historia básica–, cada interpretación, según elhumor y la imaginación de los actores, era diferente de las demás, de modo que no podemosidentificar ninguna pieza de ningún autor individual que corresponda con Arlequino servidor de dospatrones, y en cambio sólo podemos registrar una serie ininterrumpida de interpretaciones, lamayoría de ellas definitivamente perdidas y cada una de ellas, por cierto, diferente.Otro ejemplo sería el de la improvisación en jazz. Podemos creer que alguna vez hubo unainterpretación arquetípica de Basin Street Blues y que sólo sobrevivió una sesión posterior, perosabemos que esto es falso. Hay tantos Basin Street Blues como interpretaciones hubo de la pieza, yen el futuro habrá muchos que aún no conocemos. Bastará con que dos o más intérpretes seencuentren y ensayen su versión personal e inventiva del tema original. Lo que quiero decir es queya nos hemos acostumbrado a la idea de ausencia de autoría en relación con el arte popular colectivo, en el que cada participante aporta lo suyo, a la manera de una historia sin fin muyjazzera.Pero es necesario señalar una diferencia entre la actividad de producir textos infinitos y la existenciade textos ya producidos, que pueden ser interpretados de infinidad de maneras, pero sonmaterialmente limitados. En nuestra cultura contemporánea aceptamos y evaluamos, de acuerdo conestándares diferentes, tanto una nueva interpretación de la Quinta Sinfonía de Beethoven como unanueva sesión jazzera del Basin Street Theme. En este sentido, no veo cómo el juego fascinante deproducir historias colectivas e infinitas a través de la red pueda privarnos de la literatura de autor ydel arte en general. Más bien nos encaminamos hacia una sociedad más liberada, en la que la librecreatividad coexistirá con la interpretación del conjunto de textos escritos. Me gusta que sea así.Pero no podemos decir que hayamos guardado el vino nuevo en odres viejos. Las dospotencialidades quedan abiertas para nosotros.El zapping televisivo es otro tipo de actividad que no tiene el menor vínculo con el consumo de unapelícula en el sentido tradicional. Es un artilugio hipertextual que nos permite inventar nuevos textos y no tiene nada que ver con nuestra capacidad de interpretar textos preexistentes. Tratédesesperadamente de encontrar un ejemplo de situación textual ilimitada y finita, pero me resultóimposible.
De hecho, si tenemos un número infinito de elementos con los cuales interactuar, ¿por qué tendríamos que limitarnos a producir un universo finito? Se trata de un asunto teológico, de unaespecie de deporte cósmico en el que uno –o El Uno– podría establecer las condiciones de todaacción posible, pero en el que se prescribe una regla y de ese modo se limita, generándose ununiverso muy pequeño y simple. Permítanme, sin embargo, considerar otra posibilidad que enprimera instancia prometía un número infinito de posibilidades a partir de un número finito deelementos –como ocurre con un sistema semiótico–, pero que en realidad sólo ofrece una ilusión delibertad y creatividad.Gracias al hipertexto podemos obtener la ilusión de construir un texto hermético: un relato policialpuede adquirir una estructura que permita que sus lectores elijan cada uno su propia solución ydecidan al final si el culpable es el mayordomo, el obispo, el detective, el narrador, el autor o ellector. De ese modo pueden construir su novela personal. Esta idea no es nueva. Antes de lainvención de las computadoras, los poetas ynarradores soñaron con un texto totalmente abierto paraque los lectores pudieran recomponer de diversas maneras hasta el infinito. Ésa era la idea de LeLivre, según la predicó Mallarmé. Raymond Queneau también inventó un algoritmo combinatorioen virtud del cual era posible componer millones de poemas a partir de un conjunto finito de versos.A comienzos de los años sesenta, Max Saporta escribió y publicó una novela cuyas páginas podíanser desordenadas para componer diferentes historias, y Nanni Balestrini metió en una computadorauna lista inconexa de versos que la máquina combinó de diferentes maneras hasta producir diferentes poemas. Muchos músicos contemporáneos produjeron partituras musicales cuyaalteración permitía producir diferentes ejecuciones de las piezas.Todos estos textos físicamente desplazables dan la impresión de una libertad absoluta por parte dellector, pero es sólo una impresión, una ilusión de libertad. La maquinaria que permite producir untexto infinito con un número finito de elementos existe desde hace milenios: es el alfabeto. Con elnúmero limitado de letras de un alfabeto se pueden producir miles de millones de textos, y eso esexactamente lo que se ha hecho desde el viejo Homero hasta nuestros días. Por el contrario, untexto-estímulo que no nos provee letras o palabras sino secuencias preestablecidas de palabras o depáginas, no nos da la libertad de inventar lo que queramos. Sólo somos libres de desplazar fragmentos textuales preestablecidos en una cantidad razonablemente importante. Un móvil deCalder es fascinante, aunque no porque produzca un número infinito de movimientos posibles sinoporque admiramos en él la regla férrea impuesta por el artista: el móvil se mueve sólo como Calder lo quiso.El último límite de la textualidad libre es un texto que en su origen está cerrado, por ejemploCaperucita Roja o Las mil y una noches, y que yo, el lector, puedo modificar de acuerdo con misinclinaciones, hasta elaborar un segundo texto, que ya no es el mismo que el original pero cuyoautor soy yo mismo, aun cuando en este caso la afirmación de mi propia autoría sea un arma quedispara contra el concepto nítido y bien definido de autor. Internet está abierta a experimentos deesta naturaleza, y muchos de ellos pueden resultar hermosos y fructíferos. Nada nos impide escribir un relato en el cual Caperucita Roja devora al lobo. Nada nos impide reunir relatos diferentes enuna especie de rompecabezas narrativo. Pero esto no tiene nada que ver con la función real de loslibros y con sus encantos profundos.Un libro nos ofrece un texto abierto a múltiples interpretaciones, pero nos dice algo que no puedeser modificado. Supongamos que estamos leyendo La guerra y la paz de Tolstoi. Anhelamos condesesperación que Natasha rechace el cortejo de Anatoli, ese despreciable sinvergüenza; con lamisma desesperación anhelamos que el príncipe Andrei, que es una persona maravillosa, no semuera nunca, y que él y Natasha vivan juntos para siempre. Si tenemos La guerra y la paz en unCD-ROM hipertextual e interactivo, podremos reescribir nuestro propio relato; podríamos inventar innumerables La guerra y la paz, uno en el que Pierre Besujov consigue matar a Napoleón o, sipreferimos, uno en el que Napoleón derrota en toda la línea al general Kutusov. ¡Qué libertad!¡Cuánta excitación! ¡Cualquier Bouvard o Pécuchet puede llegar a ser Flaubert!
Soy de los quetodavía creen que el libro impreso tiene futuro, y que cualquier temor respecto de su desaparición essólo un ejemplo más del terror milenarista que despiertan los finales de las cosas, entre ellas elmundo.He contestado en muchas entrevistas preguntas del tipo: “¿Los nuevos medios electrónicos volveránobsoletos los libros? ¿Internet atenta contra la literatura? ¿La nueva civilización hipertextualeliminará la noción de autoría?”. Ante semejantes interrogantes, y teniendo en cuenta el tonoaprensivo con el que los formulan, cualquiera que tenga una mente normal y bien equilibradapensará que el entrevistador se tranquilizaría si la respuesta fuera: “No, no, tranquilos, todo estábien”. Error. Si les dijéramos que no, que ni los libros ni la literatura ni la figura del escritor van adesaparecer, los entrevistadores entrarían en pánico. Porque si nadie muere, ¿cuál es entonces lanoticia? Publicar que murió un Premio Nobel es una flor de noticia; informar que goza de buenasalud no le interesa a nadie –salvo, supongo, al Premio Nobel mismo.Hoy quiero tratar de desmadejar una serie de temores. Aclarar nuestras ideas sobre estos problemastambién puede ayudarnos a entender mejor qué entendemos normalmente por “libro”, “texto”,“literatura”, “interpretación”, etcétera. De ese modo veremos cómo una pregunta tontapuedegenerar muchas respuestas sabias, y cómo ésa es, probablemente, la función cultural de lasentrevistas ingenuas.Comencemos por una historia que es egipcia, aunque la haya contado un griego. Según dice Platónen su Fedro, cuando Hermes –o Theut, el supuesto inventor de la escritura– le presentó su invención al faraón Thamus, recibió muchos elogios, porque esa técnica desconocida les permitiría a los sereshumanos recordar lo que de otro modo habrían olvidado. Pero el faraón Thamus no estaba del todocontento. “Mi experto Theut –le dijo–, la memoria es un gran don que debe vivir gracias alentrenamiento continuo. Con tu invención, las personas ya no se verán obligadas a ejercitarla.Recordarán las cosas, pero no por un esfuerzo interno sino por un dispositivo exterior.”Podemos entender la preocupación de Thamus. La escritura, como cualquier otra nueva invencióntecnológica, entumecería la misma facultad humana que fingía sustituir y reforzar. Era peligrosaporque disminuía las facultades de la mente y ofrecía a los seres humanos un alma petrificada, unacaricatura de la mente, una memoria mineral.El texto de Platón es por cierto irónico. Platón estaba desarrollando su polémica contra la escritura.Pero en su diálogo también fingía que el que pronunciaba el discurso era Sócrates, que nuncaescribió nada. Si hoy en día nadie comparte las preocupaciones de Thamus es por dos razones muysimples. En primer lugar, sabemos que los libros no hacen que otra persona piense en nuestro lugar;por el contrario, son máquinas que producen nuevos pensamientos. Sólo después de la invención dela escritura fue posible escribir esa obra maestra de la memoria espontánea que es En busca deltiempo perdido de Proust. En segundo lugar, si en algún momento las personas necesitaron entrenar su memoria para recordar cosas, después de la invención de la escritura tuvieron que entrenarlatambién para recordar libros. Desafío y perfección de la memoria son los libros, que nunca lanarcotizan. Sin embargo, el faraón expresaba un miedo que siempre reaparece: el de que undescubrimiento tecnológico pueda asesinar algo que consideramos precioso y fructífero.Utilicé el verbo “asesinar” a propósito, porque, más o menos catorce siglos después, en su novelahistórica Nuestra Señora de París, Victor Hugo narró la historia de un sacerdote, Claude Frollo, queobservaba con tristeza las torres de su catedral. La historia de Nuestra Señora de París transcurre enel siglo XV, después de la invención de la imprenta. Antes, los manuscritos quedaban reservados auna restringida elite de personas que sabían leer y escribir, y lo único que se les enseñaba a lasmasas eran las historias de la Biblia, la vida de Cristo y de los santos, los principios morales, y hastahechos de la historia nacional o nociones elementales de geografía y ciencias naturales (lanaturaleza de los pueblos desconocidos, las virtudes de determinadas hierbas o piedras): todo esteconocimiento era proporcionado por las catedrales con su sistema de imágenes. Una catedralmedieval era como un programa de TV permanente, siempre repetido, que se supone le decía a lagente todo lo que les era imprescindible para la vida diaria y la salvación eterna.Ahora bien: Frollo tiene en su mesa un libro impreso y murmura ceci tuera cela (“esto matará aaquello”); en otras palabras: el libro matará a la catedral, el alfabeto matará a las imágenes.Alentando informaciones innecesarias, interpretaciones libres de las Escrituras y curiosidadesinsanas, el libro distraerá a las personas de sus valores más importantes.
En los años sesenta,Marshall McLuhan publicó La galaxia Gutenberg, el libro en el que anunciaba que el modo linealde pensamiento, apoyado en la invención de la imprenta, estaba a punto de ser reemplazado por unmodo de percepción y entendimiento más global que se valdría de imágenes de TV u otras clases dedispositivos electrónicos. Puede que McLuhan no, pero muchos de sus lectores pusieron un dedosobre la pantalla de la TV ydespués sobre un libro y dijeron: “Esto matará a aquello”. Si siguieraentre nosotros, McLuhan habría sido el primero en escribir algo así como El imperio Gutenbergcontraataca. Ciertamente, una computadora es un instrumento con el cual se pueden producir yeditar imágenes; y las instrucciones, ciertamente, se imparten mediante iconos; pero es igualmentecierto que la computadora se ha convertido en un instrumento alfabético antes que otra cosa. Por lapantalla de una computadora desfilan palabras y líneas, y para utilizarla hay que saber leer yescribir.¿Hay diferencias entre la primera galaxia Gutenberg y la segunda? Muchas. La primera de todas:sólo los hoy arqueológicos procesadores de textos de comienzos de los ochenta proporcionaban unacomunicación escrita lineal. Hoy las computadoras no son lineales; ofrecen una estructurahipertextual. Curiosamente, la computadora nació como una máquina de Turing, capaz de hacer unsolo paso a la vez, y de hecho, en las profundidades de la máquina, el lenguaje todavía opera de esemodo, mediante una lógica binaria, de cero-uno, cero-uno. Sin embargo, el rendimiento de la máquina ya no es lineal: es una explosión de proyectiles semióticos. Su modelo no es tanto unalínea recta sino una verdadera galaxia, donde todos pueden trazar conexiones inesperadas entredistintas estrellas hasta formar nuevas imágenes celestiales en cualquier nuevo punto de lanavegación.Sin embargo, es exactamente en este punto donde debemos empezar a deshilvanar la madeja,porque por estructura hipertextual solemos entender dos fenómenos muy diferentes. Primerotenemos el hipertexto textual. En un libro tradicional debemos leer de izquierda a derecha (o dederecha a izquierda, o de arriba a abajo, según las culturas), de un modo lineal. Podemos saltearnospáginas; llegados a la página 300, podemos volver a chequear o releer algo en la página 10. Peroeso implica un trabajo físico. Por el contrario, un texto hipertextual es una red multidimensional oun laberinto en los que cada punto o nodo puede potencialmente conectarse con cualquier otronodo. En segundo lugar tenemos el hipertexto sistémico. La Web es la Gran Madre de Todos losHipertextos, una biblioteca mundial donde podemos, o podremos a corto plazo, reunir todos loslibros que deseemos. La Web es el sistema general de todos los hipertextos existentes.Esta diferencia entre texto y sistema es enormemente importante. Por ahora déjenme terminar con lamás ingenua de las preguntas que suelen hacernos, una pregunta donde la diferencia a la quealudimos no se advierte con total claridad. Pero respondiéndola podremos clarificar otra posterior.La pregunta ingenua es: “Los disquetes hipertextuales, Internet o los sistemas multimedia,¿volverán obsoleto al libro?”. Y así llegamos al último capítulo de la historia de esto-matará-a-aquello. Pero aun esta pregunta es confusa, puesto que puede ser formulada de dos manerasdistintas: a) ¿Desaparecerán los libros en tanto objetos físicos?; y (b) ¿Desaparecerán los libros entanto objetos virtuales?Déjenme contestar primero la primera. Aun después de la invención de la imprenta, los libros nuncafueron el único medio de adquirir información. También había pinturas, imágenes popularesimpresas, enseñanzas orales, etcétera. El libro sólo demostró ser el instrumento más convenientepara transmitir información. Hay dos clases de libros: para leer y para consultar. En los primeros, elmodo normal de lectura es el que yo llamaría “estilo novela policial”. Empezamos por la primerapágina, en la que el autor dice que ha ocurrido un crimen, seguimos el derrotero hasta el final ydescubrimos que el culpable es el mayordomo. Fin del libro y fin de la experiencia de su lectura.Luego están los libros para consultar, como las enciclopedias y los manuales. Las enciclopediasfueron concebidas para ser consultadas, nuncapara ser leídas de la primera a la última página.Generalmente tomamos un volumen de una enciclopedia para saber o recordar cuándo murióNapoleón, o cuál es la fórmula química del ácido sulfúrico. Los eruditos usan las enciclopedias demanera más sofisticada.
Por ejemplo, si quiero saber si es posible que Napoleón conociera a Kant,tengo que tomar el volumen K y el volumen N de mi enciclopedia. Y descubriré que Napoleónnació en 1769 y murió en 1821, y que Kant nació en 1724 y murió en 1804, cuando Napoleón eraemperador. No es imposible, por lo tanto, que los dos se hayan visto alguna vez. Puede que paraconfirmarlo tenga que consultar una biografía de Kant, o de Napoleón, pero una pequeña biografíade Napoleón –que conoció a tanta gente– puede haber pasado por alto el encuentro con Kant,mientras que una biografía de Kant posiblemente registre su encuentro con Napoleón. En pocaspalabras: debo revisar los muchos libros de los muchos estantes de mi biblioteca y tomar notas paracomparar más adelante todos los datos que recogí. Todo eso me cuesta un doloroso esfuerzo físico.Con el hipertexto, sin embargo, puedo navegar a través de toda la red-enciclopedia. Y puedo hacer mi trabajo en unos pocos segundos o minutos.Los hipertextos volverán obsoletos, ciertamente, las enciclopedias y los manuales. Ayer nomás eraposible tener una enciclopedia entera en CD-ROM; hoy es posible disponer de ella en línea, con laventaja de que esto permite la remisión y la recuperación no lineal de la información. Todos losdiscos compactos, más la computadora, ocuparán un quinto del espacio ocupado por unaenciclopedia impresa. Un CD-ROM es más fácil de transportar que una enciclopedia impresa y esmás fácil de poner al día. En un futuro cercano, los estantes que las enciclopedias ocupan en mi casa–así como los metros y metros que ocupan en las bibliotecas públicas– podrán quedar libres, y nohabría mayores razones para protestar. Recordemos que para muchos, una enciclopedia multivolumen es un sueño imposible, y no solamente por el costo de los volúmenes sino por elcosto de las paredes en las que esos volúmenes deben instalarse.Sin embargo, ¿puede un disco hipertextual o la Web reemplazar a los libros que están hechos paraser leídos? Una vez más, tenemos que definir si la pregunta alude a los libros como objetos físicos ovirtuales. Una vez más, déjenme considerar primero el problema físico. Buenas noticias: los librosseguirán siendo imprescindibles, no solamente para la literatura sino para cualquier circunstancia enla que se necesite leer cuidadosamente, no sólo para recibir información sino también paraespecular sobre ella.
Leer una pantalla de computadora no es lo mismo que leer un libro. Piensen enel proceso de aprendizaje de un nuevo programa de computación. Generalmente el programa exhibeen la pantalla todas las instrucciones necesarias. Pero los usuarios, por lo general, prefieren leer lasinstrucciones impresas.Después de haberme pasado doce horas ante la computadora, mis ojos están como dos pelotas detenis y siento la necesidad de sentarme en mi confortable sillón y leer un diario, o quizás un buenpoema. Opino, por lo tanto, que las computadoras están difundiendo una nueva forma deinstrucción, pero son incapaces de satisfacer todas aquellas necesidades intelectuales queestimulan.Hasta ahora, los libros siguen encarnando el medio más económico, flexible y fácil de usar para eltransporte de información a bajo costo. La comunicación que provee la computadora corre delantede nosotros; los libros van a la par de nosotros, a nuestra misma velocidad. Si naufragamos en unaisla desierta, donde no hay posibilidad de conectar una computadora, el libro sigue siendo uninstrumento valioso. Aun si tuviéramos una computadora con batería solar, no nos sería fácil leer enla pantalla mientras descansamos en una hamaca. Los libros siguen siendo los mejores compañerosde naufragio. Los libros son de esa clase de instrumentos que, una vez inventados, no pudieron ser mejorados,simplemente porque son buenos. Como el martillo, el cuchillo, la cuchara o la tijera.Llegados a este punto podemos preguntarnos por la supervivencia de la figura del escritor y de laobra de arte como unidad orgánica. Y simplemente quiero informarles a ustedes que éstas ya sevieron amenazadas en el pasado.
El primer ejemplo es el del Commedia dell’arte italiana, en la que,sobre la base de un canovaccio –un resumen de la historia básica–, cada interpretación, según elhumor y la imaginación de los actores, era diferente de las demás, de modo que no podemosidentificar ninguna pieza de ningún autor individual que corresponda con Arlequino servidor de dospatrones, y en cambio sólo podemos registrar una serie ininterrumpida de interpretaciones, lamayoría de ellas definitivamente perdidas y cada una de ellas, por cierto, diferente.Otro ejemplo sería el de la improvisación en jazz. Podemos creer que alguna vez hubo unainterpretación arquetípica de Basin Street Blues y que sólo sobrevivió una sesión posterior, perosabemos que esto es falso. Hay tantos Basin Street Blues como interpretaciones hubo de la pieza, yen el futuro habrá muchos que aún no conocemos. Bastará con que dos o más intérpretes seencuentren y ensayen su versión personal e inventiva del tema original. Lo que quiero decir es queya nos hemos acostumbrado a la idea de ausencia de autoría en relación con el arte popular colectivo, en el que cada participante aporta lo suyo, a la manera de una historia sin fin muyjazzera.Pero es necesario señalar una diferencia entre la actividad de producir textos infinitos y la existenciade textos ya producidos, que pueden ser interpretados de infinidad de maneras, pero sonmaterialmente limitados. En nuestra cultura contemporánea aceptamos y evaluamos, de acuerdo conestándares diferentes, tanto una nueva interpretación de la Quinta Sinfonía de Beethoven como unanueva sesión jazzera del Basin Street Theme. En este sentido, no veo cómo el juego fascinante deproducir historias colectivas e infinitas a través de la red pueda privarnos de la literatura de autor ydel arte en general. Más bien nos encaminamos hacia una sociedad más liberada, en la que la librecreatividad coexistirá con la interpretación del conjunto de textos escritos. Me gusta que sea así.Pero no podemos decir que hayamos guardado el vino nuevo en odres viejos. Las dospotencialidades quedan abiertas para nosotros.El zapping televisivo es otro tipo de actividad que no tiene el menor vínculo con el consumo de unapelícula en el sentido tradicional. Es un artilugio hipertextual que nos permite inventar nuevos textos y no tiene nada que ver con nuestra capacidad de interpretar textos preexistentes. Tratédesesperadamente de encontrar un ejemplo de situación textual ilimitada y finita, pero me resultóimposible.
De hecho, si tenemos un número infinito de elementos con los cuales interactuar, ¿por qué tendríamos que limitarnos a producir un universo finito? Se trata de un asunto teológico, de unaespecie de deporte cósmico en el que uno –o El Uno– podría establecer las condiciones de todaacción posible, pero en el que se prescribe una regla y de ese modo se limita, generándose ununiverso muy pequeño y simple. Permítanme, sin embargo, considerar otra posibilidad que enprimera instancia prometía un número infinito de posibilidades a partir de un número finito deelementos –como ocurre con un sistema semiótico–, pero que en realidad sólo ofrece una ilusión delibertad y creatividad.Gracias al hipertexto podemos obtener la ilusión de construir un texto hermético: un relato policialpuede adquirir una estructura que permita que sus lectores elijan cada uno su propia solución ydecidan al final si el culpable es el mayordomo, el obispo, el detective, el narrador, el autor o ellector. De ese modo pueden construir su novela personal. Esta idea no es nueva. Antes de lainvención de las computadoras, los poetas ynarradores soñaron con un texto totalmente abierto paraque los lectores pudieran recomponer de diversas maneras hasta el infinito. Ésa era la idea de LeLivre, según la predicó Mallarmé. Raymond Queneau también inventó un algoritmo combinatorioen virtud del cual era posible componer millones de poemas a partir de un conjunto finito de versos.A comienzos de los años sesenta, Max Saporta escribió y publicó una novela cuyas páginas podíanser desordenadas para componer diferentes historias, y Nanni Balestrini metió en una computadorauna lista inconexa de versos que la máquina combinó de diferentes maneras hasta producir diferentes poemas. Muchos músicos contemporáneos produjeron partituras musicales cuyaalteración permitía producir diferentes ejecuciones de las piezas.Todos estos textos físicamente desplazables dan la impresión de una libertad absoluta por parte dellector, pero es sólo una impresión, una ilusión de libertad. La maquinaria que permite producir untexto infinito con un número finito de elementos existe desde hace milenios: es el alfabeto. Con elnúmero limitado de letras de un alfabeto se pueden producir miles de millones de textos, y eso esexactamente lo que se ha hecho desde el viejo Homero hasta nuestros días. Por el contrario, untexto-estímulo que no nos provee letras o palabras sino secuencias preestablecidas de palabras o depáginas, no nos da la libertad de inventar lo que queramos. Sólo somos libres de desplazar fragmentos textuales preestablecidos en una cantidad razonablemente importante. Un móvil deCalder es fascinante, aunque no porque produzca un número infinito de movimientos posibles sinoporque admiramos en él la regla férrea impuesta por el artista: el móvil se mueve sólo como Calder lo quiso.El último límite de la textualidad libre es un texto que en su origen está cerrado, por ejemploCaperucita Roja o Las mil y una noches, y que yo, el lector, puedo modificar de acuerdo con misinclinaciones, hasta elaborar un segundo texto, que ya no es el mismo que el original pero cuyoautor soy yo mismo, aun cuando en este caso la afirmación de mi propia autoría sea un arma quedispara contra el concepto nítido y bien definido de autor. Internet está abierta a experimentos deesta naturaleza, y muchos de ellos pueden resultar hermosos y fructíferos. Nada nos impide escribir un relato en el cual Caperucita Roja devora al lobo. Nada nos impide reunir relatos diferentes enuna especie de rompecabezas narrativo. Pero esto no tiene nada que ver con la función real de loslibros y con sus encantos profundos.Un libro nos ofrece un texto abierto a múltiples interpretaciones, pero nos dice algo que no puedeser modificado. Supongamos que estamos leyendo La guerra y la paz de Tolstoi. Anhelamos condesesperación que Natasha rechace el cortejo de Anatoli, ese despreciable sinvergüenza; con lamisma desesperación anhelamos que el príncipe Andrei, que es una persona maravillosa, no semuera nunca, y que él y Natasha vivan juntos para siempre. Si tenemos La guerra y la paz en unCD-ROM hipertextual e interactivo, podremos reescribir nuestro propio relato; podríamos inventar innumerables La guerra y la paz, uno en el que Pierre Besujov consigue matar a Napoleón o, sipreferimos, uno en el que Napoleón derrota en toda la línea al general Kutusov. ¡Qué libertad!¡Cuánta excitación! ¡Cualquier Bouvard o Pécuchet puede llegar a ser Flaubert!
Desgraciadamente, con un libro ya escrito, y cuyo destino está determinado por la voluntadrepresiva del autor, no podemos hacer nada de eso. Nos vemos obligados a aceptar el destino y aadmitir que somos incapaces de modificarlo. Una novela hipertextual e interactiva da rienda suelta anuestra libertad y creatividad, y espero que esta actividad inventiva sea implementada en lasescuelas del futuro. Pero con la novela La guerra y la paz, que ya está escrita en su forma definitiva,no podemosejercer las posibilidades ilimitadas de nuestra imaginación sino que nos enfrentamos alas severas leyes que gobiernan la vida y la muerte.De modo similar, Victor Hugo nos ofrece en Los miserables una hermosa descripción de la batallade Waterloo. Esta versión de Hugo es la opuesta de la de Stendhal. En su novela La cartuja deParma, Stendhal ve la batalla a través de los ojos del protagonista, que mira desde el interior delacontecimiento y no entiende su complejidad. Por el contrario, Hugo describe la batalla desde elpunto de vista de Dios y la sigue en cada detalle.
Así, con su perspectiva narrativa, domina toda laescena. Hugo sabe no sólo lo que sucedió sino también lo que podría haber ocurrido (aunque dehecho no ocurrió). Sabe que si Napoleón hubiera sabido que más allá de la cumbre del monte SaintJean había un acantilado, los coraceros del general Milhaud no habrían sido abatidos a los pies delejército inglés, pero la información del emperador era vaga o insuficiente. Hugo sabe que si elpastor que había guiado al general Von Bulow hubiera propuesto un itinerario diferente, el ejércitoprusiano no habría llegado a tiempo para provocar la derrota francesa.De hecho, en un juego de roles uno podría reescribir Waterloo de tal modo que Grouchy llegara atiempo con sus hombres para rescatar a Napoleón. Pero la belleza trágica del Waterloo de Hugoconsiste en que los lectores sienten que las cosas ocurren con independencia de sus deseos. Elencanto de la literatura trágica depende de que sintamos que los héroes podrían haber escapado asus destinos, pero no lo hicieron por sus debilidades, su orgullo o su ceguera.Además, Hugo nos advierte: “Un vértigo, un error, una derrota, una caída que dejó perpleja a toda laHistoria, ¿puede ser algo sin causa? No... la desaparición de ese gran hombre era necesaria para quellegara el nuevo siglo. Alguien, a quien no pueden hacérsele reparos, se ocupó de que el resultadodel acontecimiento fuera éste... Dios pasó por aquí, Dieu est passé”.Eso es lo que nos dice cada libro verdaderamente grande: que Dios pasó, y que pasó tanto para elcreyente como para el escéptico. Hay libros que no podemos reescribir porque su función esenseñarnos la necesidad; sólo respetándolos tal como son pueden hacernos más sabios. Su lecciónrepresiva es indispensable si queremos alcanzar un estadio más alto de libertad intelectual y moral.Es mi esperanza y mi deseo que la Bibliotheca Alexandrina continúe albergando este tipo de libros,para que nuevos lectores gocen de la experiencia intransferible de leerlos. Larga vida a este templode la memoria vegetal.
Así, con su perspectiva narrativa, domina toda laescena. Hugo sabe no sólo lo que sucedió sino también lo que podría haber ocurrido (aunque dehecho no ocurrió). Sabe que si Napoleón hubiera sabido que más allá de la cumbre del monte SaintJean había un acantilado, los coraceros del general Milhaud no habrían sido abatidos a los pies delejército inglés, pero la información del emperador era vaga o insuficiente. Hugo sabe que si elpastor que había guiado al general Von Bulow hubiera propuesto un itinerario diferente, el ejércitoprusiano no habría llegado a tiempo para provocar la derrota francesa.De hecho, en un juego de roles uno podría reescribir Waterloo de tal modo que Grouchy llegara atiempo con sus hombres para rescatar a Napoleón. Pero la belleza trágica del Waterloo de Hugoconsiste en que los lectores sienten que las cosas ocurren con independencia de sus deseos. Elencanto de la literatura trágica depende de que sintamos que los héroes podrían haber escapado asus destinos, pero no lo hicieron por sus debilidades, su orgullo o su ceguera.Además, Hugo nos advierte: “Un vértigo, un error, una derrota, una caída que dejó perpleja a toda laHistoria, ¿puede ser algo sin causa? No... la desaparición de ese gran hombre era necesaria para quellegara el nuevo siglo. Alguien, a quien no pueden hacérsele reparos, se ocupó de que el resultadodel acontecimiento fuera éste... Dios pasó por aquí, Dieu est passé”.Eso es lo que nos dice cada libro verdaderamente grande: que Dios pasó, y que pasó tanto para elcreyente como para el escéptico. Hay libros que no podemos reescribir porque su función esenseñarnos la necesidad; sólo respetándolos tal como son pueden hacernos más sabios. Su lecciónrepresiva es indispensable si queremos alcanzar un estadio más alto de libertad intelectual y moral.Es mi esperanza y mi deseo que la Bibliotheca Alexandrina continúe albergando este tipo de libros,para que nuevos lectores gocen de la experiencia intransferible de leerlos. Larga vida a este templode la memoria vegetal.
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