«Nada es en esta vida tan universal y trascendente como la palabra. Dadme una palabra sabia, y el mundo será sabio...La palabra es el espíritu expresado, es la razón cumplida. No solo es signo, no solo es carácter, es el complemento del ser inteligente. Hablar es pensar y sentir. Y pensar y sentir es ser hombre. La palabra es el hombre».
Así dice en sus Sinónimos castellanos el filólogo español Roque Barcia, y a fe que tiene razón el hombre.
Lo que asombra, sin embargo, es que a juzgar por las cataratas de tonterías que a diario se dicen y oyen por radio y televisión, y el diluvio de disparates que se escriben y leen en diarios y revistas, sean legión los que en este mundo nuestro, irónicamente teniendo como oficio el periodismo o la literatura, no acaban aún de enterarse de un hecho moral tan grande como templo e indestructible como la justicia misma.
Hay, por ejemplo, entre los ilustres estudiosos de nuestra lengua y de todas las lenguas que niegan tal carácter, eminencia y prominencia a la palabra, o sea, que ésta encarna y representa al hombre como tal.
Uno de los lingüistas aludidos lo es el ilustre filólogo español Samuel Gili Gaya, quien, como oportunamente anotara el ya finado doctor Odón Betanzos Palacios, fundador-director de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) en su breve introducción a mi libro inédito Corrección de estilo —manual práctico del corrector de estilo— expone y defiende el criterio de que en efecto la palabra es el hombre, aunque, desde luego, no en el sentido común u ordinario de ordinario entendido.
En este sentido anota Odón: «Sigue (el autor de este libro) en especial a Roque Barcia, gramático sevillano…desplazado por las nuevas teorías del siglo XX, sobre todo por Gili Gaya. El primero con su pensamiento que lo formula como norma: ‘hablar es pensar’ y que ‘el que trasnorna lo que lo que hablo, trastorna lo que pienso’, y por tanto que soy hombre, según la célebre cuanto controversial y controvertida frase cartesiana que reza «Cogito, ergo sum», discretamente guardando la distancia entre el existir y el ser.
«Gili Gaya, por otro lado supone que la Filología del siglo XX ‘ha aprendido que solo una parte del lenguaje es racional y que en la vida de las lenguas intervienen en proporción mucho mayores la imaginación, los afectos, deseos y voliciones’».
Ahora bien: sea quien fuere el original autor de la polémica frase «la palabra es el hombre», (o de otras variantes, como la del «hombre es su palabra», atribuida al mexicano José Núñez Cotal (1907-1993), es hecho ciertísimo de que aun elevada su aclaración a los niveles de luz arrojada por Gili Gaya, en el sentido señalado por Odón Betanzos, la carga afectiva, volitiva e imaginativa no hace más que subrayar, acentuar y destacar lo que parece negarse o subestimarse: que la palabra es el hombre.
Por encima de todo, en efecto, el sentido de que «la palabra es el hombre» queda como realidad última inalterable e inmutable, si se la entiende con Barcia como el 'aliento interior, ese soplo vital, ese secreto espiritualismo que les da un pensamiento', sin los cuales «los idiomas serán oídos que no oyen, ojos que no ven, entendimientos que no entienden, lenguas que no hablan».
Dicho de otro modo, que harán de la palabra misma nada, que no vale nada, que nada significa.
Y es precisamente eso, es decir, el carácter inmutable e inalterable de la palabra —de su recto natural sentido—, lo que en el complejo proceso de hablar, y acaso en el mas complicado asunto de escribir, previene que por uno de esos «milagros del deseo», que diría Barcia, se diera a dos o más vocablos un mismo y único valor o significado, fenómeno este que horamala se traduciría en un extraño «ripio del alma», que como bien se sabe no tiene ripios.
En conclusión, pues: por cuanto el sentido o valor semántico de las voces se mantiene el mismo en todo momento, tiempo y lugar, el orador o el escritor las puede cargar de afectividad, volición, e imaginación personal, pero sin mutar en modo alguno su valor originario, de donde la primera acepción de una palabra de uso tan vulgar o común como pan, rosa o mesa, seguirá siendo el mismo no obstante la rica variedad de acepciones que se les dé, se les reconozca, o se les conceda.
Fuente: GUIDO FELIZ
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