Invitado al Congreso en Córdoba, el traductor español es uno de los más destacados en lengua alemana, especialmente de Thomas Bernhard y de Günter Grass.
Una infancia en Marruecos, en un enclave español al norte del Sáhara, sobre el Atlántico, en el que su padre hacía carrera militar. “¿Es esa la verdadera África? Mi motivo central es mucho más la nostalgia de un paraíso perdido, una nostalgia que comenzó cuando aún vivía en el paraíso. Sabía que crecer era suicida, pero suicidarme era lo único que me hubiera impedido crecer y no tenía intención de hacerlo”, se plantea Miguel Sáenz en su seductora evocación autobiográfica Territorio, acompañada de fotografías y delicados dibujos suyos en lápiz, tinta y acuarela. Haber estado desplazado idílicamente durante sus primeros veinte años acaso fuera la instrucción ideal para una vida de traductor.
Más tarde, Sáenz estudió y ejerció el Derecho, algo que posiblemente lo aclimató para la escritura litigante de Thomas Bernhard. Sáenz es otro de los pocos casos de traductor devenido biógrafo (de quien adoraba lugares de España como Madrid y Mallorca). Aunque en castellano su nombre es inseparable del de Bernhard –que, como Sáenz, solo cortejó el suicidio– no ha sido traductor de un solo autor –como quien dice “autor de un solo libro”– y ha trasplantado numerosas obras de Günter Grass y otras de Brecht, Broch, Handke, Kafka, Joseph Roth, Schnitzler y Sebald.
“La realización es al fin y al cabo la destrucción de la realización”, leemos en Bernhard, frase que podría aplicarse a toda traducción catastrófica. A veces es más fácil evaluar la calidad de una traducción que la de una novela, pero con Sáenz no solo se trata de que sea superior a los traductores de, digamos, un Houellebecq; es que Bernhard es muy superior a un Houellebecq (para limitarnos a enfrentarlo con otro lancero). En otra parte, Bernhard suelta: “Nos falta la máxima atención, la atención suprema que se debe exigir pero de la que no disponemos”. Vale imaginar que incluso este contrera incurable habría admitido que Miguel Sáenz no estaba entre sus blancos.
–Muchos lo consideran como un traductor ideal. ¿Un traductor ideal traduce como habría que hacerlo: como si no necesitara el dinero?
–Alguna vez he dicho que el amor y la traducción literaria son cosas que no se deberían hacer por dinero, pero eso es solo una frase. El traductor tiene que vivir de algún modo. Yo no soy, en absoluto, un traductor ideal, pero he tenido la enorme suerte de poder compaginar esa traducción (la peor pagada del mundo) con la traducción para organismos internacionales (la mejor pagada). Traducir Derecho internacional para las Naciones Unidas no solo me enseñó a traducir (es decir, rigor y responsabilidad) sino que me permitió ganar lo suficiente para poder elegir los autores literarios y las obras que me gustaban. En cualquier caso, el traductor no necesita dinero solo para sobrevivir, sino también para comprar tiempo. Casi cualquier traducción sería mejor si el traductor hubiera podido dedicarle unos meses más.
–Sus versiones de Bernhard, años después de realizadas, muestran un castellano intacto, fresco, legible en todos los territorios de habla hispana. Cabe preguntarse por qué traductores españoles o latinoamericanos demasiado “localistas” no adoptaron su estilo de traducción.
–Me alegra mucho lo que me dice. Siempre he creído que, en contra de lo que se suele decir, una traducción no tiene por qué envejecer con más rapidez que el original. Al contrario: cada nueva traducción lo renueva y fortalece. En cuanto a otros traductores... No hay un estilo de traducir y cada uno tiene que encontrar su propia voz . Una traducción “localista” no tiene por qué ser mala, aunque pueda resultar inadecuada. Pero a veces puede ser absolutamente necesaria. Mi teoría es que traducir es –siempre– una labor creativa. Lo que ocurre es que, muchas veces, el lector no concede al traductor esa “suspensión voluntaria de la incredulidad” de la que con tanto éxito habló Coleridge. Sencillamente, hay que informar al lector de que está leyendo una traducción y de quién la ha hecho.
–¿No le da la impresión de que con sus traducciones de Bernhard usted inventó un castellano, por decirlo así? Del que se nutrieron, dichos sea de paso, Javier Marías y no pocos escritores españoles y latinoamericanos.
–Al traducir a Bernhard no inventé un nuevo castellano. Fue Bernhard quien, mediante mi traducción, hizo con el castellano lo que había hecho antes con el alemán, introducir un estilo nuevo. Esa fue la reacción de Ingeborg Bachmann cuando leyó por primera un texto alemán de Bernhard: “Es algo nuevo”.
–¿Qué consideración le merece la interminable tensión entre los castellanos paralelos que se dan en las traducciones de España y de este continente, y la influencia decisiva que estas variaciones producen en la recepción de las obras extranjeras?
–Me parece un problema totalmente falso. Hubo un tiempo en que mi O’Neill y hasta mi Lobo estepario fueron argentinos y mi Chesterton mexicano... Por no hablar de épocas de mi infancia en que me nutrí de Fúlmines y Paturuzúes tanto como de Freixas o Blascos (inolvidable Cuto). La importante influencia de Faulkner en muchos escritores españoles se debió a las traducciones argentinas.
–En una ocasión declaró que la de Alfred Döblin fue su traducción más cuidada. ¿Qué siente que hay en ella que no hay en las otras?
–Döblin –como demuestra su Berlin Alexanderplatz– fue un genio absoluto. Siempre me gusta decir que fue mejor que Joyce, pero no es por provocar. Su Berlin tiene una carga emotiva que no se puede desconocer. Es posible que alguna vez dijera que es mi traducción más cuidada. Pero también es verdad que, precisamente en Buenos Aires, la califiqué de fracaso. La he rehecho varias veces, pero mi inferioridad ante el espléndido berlinés de Döblin me resulta cada vez más evidente.
–La traición es un tema que reaparece en Bernhard. ¿Siente que en sus traducciones hay algún aspecto que pudo haber traicionado?
–No recuerdo cuándo habla Bernhard de traición. Pero solía acusar a sus traductores de cosas mucho más horribles. Sin embargo, su desconfianza hacia ellos me parece legítima. Si fuera autor y me tradujeran al coreano estaría aterrado. En cualquier caso, no tengo en absoluto la sensación de haber traicionado a Bernhard. al contrario: como todo autor, Bernhard acabó por repetirse y, en español, alguna vez traté de echarle una discretísima mano.
–La traición se ve sobre todo en Tala, pero también en Amras, en El malogrado… Lo que se nota claramente en sus traducciones es que no ha perdido de vista que la puntuación también se traduce (o en todo caso, debe transponerse). Con Bernhard es imprescindible para conservar su ritmo, su martilleo, su velocidad.
–Efectivamente, en Bernhard la puntuación es básica. El problema para mí ha sido, claro, que la puntuación española no es la alemana. Recuerdo una vez en que una correctora de pruebas me señaló que estaba “bernhardizando” demasiado a Bernhard. Tenía razón.
–Lo verdaderamente intraducible, dicho sea de paso, es un nombre o un topónimo, un apellido o una calle, un barrio, un río. A menudo, en Bernhard hay un efecto cómico en los nombres y un efecto tragicómico en los topónimos.
–Totalmente exacto, pero ocurre con otros autores. La solución es inventarse algo, aunque personalmente, si no lo encuentro con facilidad, prefiero dejar que se pierda.
–¿Le ha dado curiosidad comparar sus versiones con traductores de Bernhard a otros idiomas? Las versiones en inglés de David McLintock, por caso, o las de Ralph Manheim de Grass.
–He leído muchas veces traducciones de Bernhard a otros idiomas. Si tuviera que hacer una valoración general de las traducciones de Bernhard, diría que las mejores, con gran diferencia, son las italianas. Las francesas pueden ser buenas o terribles. Y los traductores anglosajones –excepto McLintock– son casi siempre horrorosos. Recuerdo estremecido una traducción norteamericana de Trastorno, llamada en inglés Gargoyles. Creo que, en gran parte, la falta de éxito de Bernhard en esos países se debe a sus traducciones. En cuanto a Grass... tuvo la inmensa suerte de que su Tambor de hojalata fuera traducido muy pronto al inglés, francés y español por tres gigantes de la traducción: Ralph Manheim, Jean Amsler y Carlos Gerhard.
–De paso, ¿cuáles han sido, en cualquier idioma, los traductores que más ha admirado?
–Pregunta difícil. Recuerdo siempre con admiración a Alfonso Reyes y a Borges (aunque no estoy muy seguro de que lo que hacía Borges fueran traducciones). Hoy tengo muchos amigos, comenzando por José Luis López Muñoz, que son magníficos. Podría tratar de citarlos a todos, pero siempre se me olvidaría alguno o alguna y por eso no lo hago.
–Fue conocida su amistad con Günter Grass. Para un traductor, ¿cuáles serían las ventajas y las desventajas de conocer personalmente al autor? Y a la inversa, para el autor de conocer personalmente al traductor...
–Vayamos por partes. Grass era para sus traductores un escritor absolutamente excepcional. Y creo que sus traducciones a distintos idiomas lo reflejan. Estaba dispuesto siempre a explicar sus obras, a leer en voz alta pasajes difíciles... pero sin inmiscuirse jamás en la libertad del traductor, al que animaba a crear su propio libro. La verdad es que mis experiencias con autores (con Salman Rushdie, por ejemplo) han sido muy satisfactorias... salvo quizá en el caso de Thomas Bernhard, al que no llegué a conocer personalmente. Sin embargo, hay muchos traductores que, probablemente con razón, evitan el contacto con el autor como la peste.
–¿De qué maneras diría que la traducción lo transformó como lector?
–En mi familia había muchos libros y todo el mundo leía mucho. Aprendí el francés en Tánger a los ocho años y desde entonces leí a los autores franceses en francés. Luego aprendí inglés leyendo Lo que el viento se llevó y pasé a leer en inglés, y mucho más tarde aprendí alemán leyendo (y traduciendo) El rodaballo de Grass... Sé que debería leer muchas más traducciones. Sigo creyendo, equivocadamente, que en una vida es posible leerlo todo.
Fuente: Revista Ñ
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