Por Esteban Moscardi
El origen de la filosofía es dialógico: desde la orquesta razonada de voces que encontramos en El banquete, de Platón, pasando por los escépticos Diálogos de muertos, de Luciano de Samósata, hasta las declaraciones públicas que dieron Habermas y Derrida después de los atentados a las Torres Gemelas, reunidas en el volumen La filosofía en una época de terror, los intercambios contrapuntísticos, verbales pero también epistolares, parecen el relámpago que aporta el shock de vida a la columna neurálgica del animal filosófico.
Bajtin sostuvo de manera insistente que eso que llamamos «monólogo», en verdad, jamás existió, es matemáticamente imposible: todo enunciado es contestatario. Por otro lado, y sobre todo en la tradición franco-alemana, la filosofía se ganó la fama de discurso espinoso, por su jerga achinada, repleta de barroquismos y oraciones prodigiosas en enrosques y ensimismamientos.
Ahora bien: una cosa parece excluir a la otra. La razón es sencilla: en una conversación siempre manda la voluntad de comunicar un mensaje. La escritura, en cambio, podría pensarse como un cable pelado en las aguas claras del habla. Quizás por eso es tan importante el problema de la voz: en su libro A la escucha, Jean-Luc Nancy insiste en que las metáforas que atraviesan la filosofía de punta a punta están organizadas en términos oculocentristas: figura e idea, teatro y teoría, espectáculo y especulación. Entre lo visual y lo conceptual hay un isomorfismo, dice Nancy: la forma, morphé, se piensa y se aprende en términos visuales. ¿La filosofía ha sustituido la escucha por el entendimiento? ¿El filósofo no será quien entiende pero no puede escuchar?
Se sabe: escuchar al otro es una tarea titánica. Por eso, las entrevistas y conversaciones entre filósofos son instancias clave: porque nos hacen escuchar una escucha, el ping-pong de un intercambio vertiginoso, difícil de seguir, pero a la vez contundente y conciso como una pelotita que rebota de acá para allá. Eso es lo que pasa cuando leemos La tradición alemana en filosofía (Mardulce, 2019), libro que reúne los diálogos entre Alain Badiou y Jean-Luc Nancy –que tuvieron lugar en 2016, en la Universidad de Berlín–: asistimos a una sacada de chispas intelectual entre dos de las figuras filosóficas más importantes de nuestro tiempo.
Como en Karate Kid –donde asistimos a la batalla hermenéutica sobre dos concepciones del karate: una yanqui, otra oriental– este libro nos pone como espectadores de la lucha de las interpretaciones: ante Hegel, Heidegger, Marx o Kant, Nancy y Badiou siempre opinan distinto, como si no existiera posibilidad de acuerdo o consenso, como si la política de la filosofía fuera siempre disensual. Rancière llamó a esto «el desacuerdo». Sentimos que cada vez que dicen «¡Estoy de acuerdo!» lo hacen por cortesía o concesión porque, de inmediato e invariablemente, siempre aparece un pero.
Hay algo genial en este libro: Badiou y Nancy bajan sus defensas en algunos momentos para filtrar impresiones y comentarios un poco banales, frívolos incluso, como en una charla de borrachos amigos. Para Badiou, por ejemplo, existen tres especies de filósofos –la categorización también podría aplicarse a la poesía–: los histéricos, los obsesivos y los paranoicos. La obsesión de Kant sería insoportable en la vida cotidiana, comenta Badiou al pasar. Y entonces se relaja: confiesa que podría pasar un verano con Hegel o Descartes «pero con Kant, ni pensarlo». Estas zonas en donde el pensamiento filosófico se mezcla con impresiones risibles y comentarios personales me parece lo más potente del libro. Ahí está la verdadera conversación, el verdadero intercambio: no entre ellos, sino con nosotros, porque dejan filtrar una zona casi íntima del pensamiento y hasta tonta e irrelevante pero que, sin embargo, ilumina cierto carácter, cierta singularidad personal, una postura real, un modo de leer y sentir excluido de sus respectivas obras (¿se lo imaginan a Badiou hablando de «un verano con Heidegger» en El ser y el acontecimiento?).
Este tipo de comentarios reaparecen cada tanto: para Nancy, por ejemplo, Kant escribe con la lengua de un canciller, la lengua escolástica del viejo latín, lo cual revela «un lado kistch». Hegel es, para Badiou, «un inmenso inventor, conceptual de manera intensa, efervescente, sorprendente, un poco jergal pero con genio». Lo que quiero decir es que, en este libro-conversación, no solo aparecen relecturas profundas de las obras de filósofos alemanes sino –y esto es lo que más me gusta y me interesa– impresiones, pareceres, sensaciones, abordajes más vagos, donde la argumentación no entra en juego. Eso vuelve, creo, más cercano, más familiar, el pensamiento hilvanado en el ping-pong verbal: muchas veces la idea de autor que nos hacemos de estas personas parecen figuras divinas, olímpicas, inalcanzables y venerables. Verlos charlar, en cambio, de alguna manera, le imprime una cuota de realidad a sus obras: porque acá piensan en vivo, dudan en directo, pronuncian sus manías intelectuales.
Aunque en un momento Nancy se pone la gorra y le comenta a Badiou: «Lo que me impresiona es que dices: “No me gusta Kant, me gusta Hegel”. Mientras que yo lo que digo de uno o de otro no es en principio una cuestión de afecto, es una recepción». La objeción es pertinente y a la vez injusta con el contexto: porque los gustos –esa zona injustificada, caprichosa como un antojo, la gastronomía del pensamiento– son lo expulsado de la obra, aquello que la obra no intelectualiza, lo que a fin de cuentas parecería no ser interesante. Y, sin embargo, resultan tan constitutivos como una tradición intelectual.
En este sentido, Badiou dice en un momento: «La grandeza de los filósofos se vería menos si uno “corrigiera”, si uno borrara, en sus obras, los innumerables trazos de contingencia». En palabras de Nancy: «cada filósofo es también un síntoma». Como tal, la filosofía está minada estructuralmente de fallas y, muchas veces, son las mismas fallas las que funcionan como materia inflamable del pensamiento crítico, lo que hace que un chispazo prenda, agarre, encienda el fuego de la caverna.
¿Cómo estaban vestidos? ¿Qué tomaban? ¿Quién y en qué punto levantó la voz? La vivacidad de la conversación moviliza estas inquietudes. Y también otras, como el interrogante por las grandes ausencias: nos quedamos con las ganas de que hablen o se explayen acerca de Wittgenstein, de Benjamin, de Freud, de Nietzsche, incluso de Einstein. Pero eso es lo que sucede con toda buena conversación: queremos que no termine nunca, que siga toda la noche, hasta que, sin que nos hayamos dado cuenta, ya sea de día.
Fuente: Eterna Cadencia
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