En el principio se creó el fin. Cualquier religión que se precie cuenta con un suceso en el que la vida de la comunidad desaparece de forma abrupta, violenta y muy espectacular. Este acontecimiento puede ya estar prefijado o ser provocado por la ira de los dioses, la estupidez de los seres humanos, y venir con una debacle ecológica o una gran guerra. Pueden darse todos los factores a la vez: tormentas de fuego, ángeles justicieros del espacio exterior, la tierra que se abre…
El apocalipsis es, con toda seguridad, la idea más popular de nuestra historia. Nos regodeamos, como las criaturas finitas y supersticiosas que somos, en soñar con acontecimientos truculentos que culminarán en la desaparición de nuestra especie. Triste consuelo a nuestra condición, pero que ha generado una cantidad inmensa de literatura y productos de entretenimiento —películas, cómics, televisión, música— para disfrutar padeciendo del fin mientras afrontamos nuestro propio final. Eso no quita para que mientras tanto pueda darse un apocalipsis de padre y muy señor mío, tal y como lo vieron los profetas de las religiones antiguas o lo han ido delineando los autores y autoras de la ciencia ficción.
Con el perfeccionamiento de las armas de destrucción masiva, más el destrozo medioambiental, todo ello unido a la deriva popular hacia la idiocia y el fanatismo, es muy probable que nosotros (o como mucho unas pocas generaciones más) asistamos por fin a la ansiada extinción, de la que (y esto también es una regla de oro) siempre tienen que sobrevivir unos pocos, aquellos que padecerán indecibles penalidades para volver a fundar la misma y alocada civilización, o morirán tras descubrir que en realidad se encuentran en el planeta de los simios.
Milenarismo ecológico
El fin de la humanidad, tal y como lo ha escrito la ciencia ficción, es un recurso fantástico. Además de imaginar finales espantosos a nuestra especie, con lo liberador y divertido que este ejercicio resulta, también ha servido para hacer crítica sobre los Gobiernos, su política armamentística, las consecuencias de las guerras, los peligros de la tecnología, así como para establecer dilemas y extraer conclusiones morales. Hace ya mucho tiempo que en estos relatos se sustituyó a los dioses por los científicos y, especialmente, se ha colocado a los productos tecnológicos como los desencadenantes del fin del mundo.
Tras libros de profecías y alarmas del milenarismo, los relatos apocalípticos modernos comenzaron con la primera Revolución Industrial, que dejó muy mal cuerpo en algunos autores. Las consecuencias de la mecanización, las columnas de humo sobre las ciudades y la lucha de clases dieron lugar a desagradables pesadillas sobre el futuro que se avecinaba. Por ejemplo, H. G. Wells describió una humanidad completamente aniquilada en La máquina del tiempo (1895), reducida a esclavos de una raza bestial, los morlocks. El viajero contemplaba el paisaje final, donde ya no había nada, solo criaturas primitivas y siniestras, en una ingenua metáfora sobre a dónde podría llegar el enfrentamiento entre ricos y pobres de no tomar rápidas medidas.
Las sociedades hiperdesarrolladas, en las cuales la destrucción del medio ambiente provoca una enorme escasez de recursos, son el escenario idóneo para llegar al acontecimiento fatal. Casi al mismo tiempo que las fantasías sobre un Armagedón, batalla termonuclear entre ejércitos o contra fuerzas de otros planetas que pulveriza a la raza humana, la literatura también desarrolló otras situaciones donde los seres humanos eran cancelados a causa de un inmenso desastre natural: el inevitable meteorito, una disfunción del Sol, los efectos de la radiación extraterrestre, una sucesión de catástrofes medioambientales, la propagación de virus… Cuando determinadas y muy poco afortunadas decisiones en relación con la agricultura eran capaces de acabar con el alimento o el agua, ya teníamos la debacle. A estos problemas, especialmente los últimos, que cada vez parecen menos ensoñaciones de fantasía, el escritor británico Brian Aldiss, gran erudito y ecologista, los etiquetó como cosy catastrophe (catástrofe acogedora): subgénero de fin del mundo no especialmente hiperviolento, como de clase media, donde los pocos supervivientes intentan reorganizarse como pueden para volver a tener una sociedad como la que han perdido, en contraposición a obras posapocalípticas de contenido durísimo, apenas soportable, como las recientes La carretera, de Cormac McCarthy (2006) o Hijos de hombres (1992), de P. D. James. Hay otras aproximaciones, como Memorias de una superviviente (1975), en la que Doris Lessing muestra un mundo terrible tras la catástrofe (que no se especifica), donde la protagonista intenta luchar contra el caos, dentro de una paradoja temporal y feminista.
Las catástrofes ecológicas, aunque no tan abruptas como las guerras contra los extraterrestres, también pueden acabar con toda la humanidad, dejando a un pequeño grupo obligado a sobrevivir en el planeta, cuyas condiciones han cambiado de forma monstruosa. De esta forma, el hombre se tiene que plantear su condición de ser y su manera de vivir en sociedad. La literatura británica nos ha ofrecido grandes libros de este subgénero.
El día de los trífidos, de John Wyndham (1951), es la novela que lo inaugura. Su esquema argumental se ha repetido en numerosos relatos y adaptaciones posteriores. Un tipo se despierta en el hospital convaleciente de una operación de la vista. Descubre que los habitantes de Londres han sido aniquilados (por unas extrañas luces) y los que quedan están, paradójicamente, ciegos. Como consecuencia del caos, se han escapado de unos laboratorios secretos (soviéticos, por supuesto) unos seres terribles, los trífidos, plantas carnívoras que caminan, matan y se alimentan de los humanos. Los supervivientes habrán de luchar contra estos bulbos gigantes y contra los que conservan la vista, que quieren reorganizar la sociedad en un sistema feudal y someter como sus vasallos a los ciegos. Además de la crítica contra la explotación sin medida de los recursos naturales, hay una clara intención política en esta literatura, como sucedía en La muerte de la hierba, de John Christopher (1956): la extinción de las cosechas da lugar a un régimen de terror en medio de la aparentemente tranquila sociedad británica.
Los últimos días, 2013. Fotografía: Morena Films / Antena 3 / Rebelion Terrestre / El Monje / Les Films du Lendemain / Canal + / TV3 / Wild Bunch.
El maestro J. G. Ballard llevaría al límite estas ideas. Sus cuatro primeros libros relatan increíbles situaciones derivadas de cataclismos ecológicos. En El mundo sumergido (1962), Londres está cubierto por el agua, tras derretirse los polos. Este hecho no se vive por parte de algunos supervivientes como una tragedia, sino como un punto de partida hacia la nueva evolución psicosocial. En El viento de la nada (1962), han sido unos vendavales los que han hecho caer todos los edificios de la civilización. El desastre es causado por un elemento diferente en La sequía (1965): la contaminación y los vertidos tóxicos han provocado el crecimiento de una especie de pantalla sobre los ríos que hace imposible la evaporación y la formación de lluvia, con lo que comienza el fin en un ambiente tan deprimente como cercano. Por último, El mundo de cristal (1966) aventura un paisaje inconcebible: en una región de África, la naturaleza y los seres vivos se están quedando congelados, como en una edad de hielo, pero solo restringida a esa zona, sin ninguna razón aparente. Todo permanece cristalizado, ante el asombro de los protagonistas, que quedan alucinados ante la contemplación del mundo detenido en el espacio y el tiempo.
El propio Brian Aldiss contribuyó a esta nueva ola de la ciencia ficción, con obras en las que desarrolla diversas hipótesis acerca de un futuro en el que las condiciones ambientales hayan transformado radicalmente al ser humano. En Invernáculo (1962), la Tierra ha dejado de rotar sobre sí misma y el Sol está a punto de apagarse. ¿Consecuencias? La mitad del planeta es un páramo helado y se encuentra en las tinieblas; la otra mitad es una jungla habitada por un árbol monstruoso que ha invadido todo el espacio y varias especies amenazantes de plantas y hongos. El ser humano es un ser verde e insignificante que, cómo no, emprenderá un viaje al lado oscuro.
Por último, un ejemplo de la ciencia ficción norteamericana con esta misma constante es una de las grandes novelas de George R. Stewart, La Tierra permanece (1951). Con muchas referencias bíblicas desde su título, la causa del fin del mundo ha sido aquí un virus que ha acabado con casi toda la humanidad. El protagonista, el memorable Isherwood Williams, tendrá que reconstruir la sociedad con ideas más humildes y respetuosas sobre el medio ambiente para convertirse en el nuevo padre fundador de la especie.
Registros del holocausto nuclear
La literatura ha sido muy generosa con la bomba. Las historias del mundo arrasado por la guerra llegaron al cine, los cómics y los relatos cortos de las revistas de ciencia ficción. No solo durante los periodos de la guerra fría, tanto en los años cincuenta como en los ochenta: hasta hoy mismo se siguen publicando distopías sobre un planeta radiactivo, víctima de los dedos torpes de militares fanáticos y presidentes de peinados complicados. Entre los libros que no pueden faltar mencionaré Cuna de gato (1963), donde Kurt Vonnegut realiza una crónica muy negra y divertida sobre la amenaza de la bomba termonuclear en plena crisis de los misiles, aprovechando, como de costumbre, para criticar a todas las instituciones, iglesias incluidas. En un tono muchísimo más lúgubre se escribe La hora final (On the beach, 1957), de Nevil Shute, la trágica historia de los habitantes de Melbourne, que saben que les queda muy poco tiempo, pues se ha producido el cataclismo nuclear en el hemisferio norte y va bajando hasta ellos la nube radiactiva. Leigh Brackett publicó en 1955 The Long Tomorrow, una de las primeras y más interesantes novelas sobre la pesadilla posnuclear: en Estados Unidos, los pocos supervivientes se han organizado en torno a cerradas comunidades religiosas que tienen prohibida la tecnología, así como cualquier pretensión de reconstruir o recrear el pasado, con las consecuencias que todos estamos imaginando. Desde una óptica opuesta y completamente salvaje que prefigura el universo de Mad Max, Harlan Ellison sitúa en 2024 el punto de partida tras la hecatombe en Un muchacho y su perro (1969), las peripecias del adolescente Vic y su perro, Sangre, glorioso animal telépata, en un paisaje lleno de peligros, escasez y mundos subterráneos poblados por mujeres.
Cuando la humanidad termina con una nueva humanidad
La literatura no se ha quedado en el apocalipsis tradicional. El desarrollo de la robótica y la ingeniería genética ha sugerido nuevas opciones. El concepto de lo poshumano ha servido para imaginar una nueva serie de «¿Qué pasaría si el fin del mundo tal y como lo conocemos fuese en realidad que los humanos han dejado de ser tal y como en realidad los conocíamos?». Por supuesto, aquí las máquinas juegan un papel decisivo. Los temas clásicos se mezclan ahora con el feminismo, el transgénero y una visión satírica del universo a punto de extinguirse.
Entre las pioneras hay que mencionar una obra maestra: Más que humano, de Theodore Sturgeon (1953), relato sobre la evolución de seis jóvenes marginales que consiguen, mediante sus cualidades psíquicas, fundirse en un ser dotado de poderes increíbles. En la serie de novelas The Ship Who Sang (La nave que cantaba), la escritora Anne McCaffrey relató en 1969 las aventuras de la exploradora Helva, con no poca controversia, puesto que Helva es una cíborg, su cerebro está envuelto en una sofisticada envoltura artificial debido a una enfermedad de nacimiento. Más audaz si cabe es la trilogía de Octavia Butler, Xenogénesis (1987-1989). Los terrícolas supervivientes de la guerra nuclear reciben la visita de unos extraterrestres, los oankali, que son muy buenos y les ofrecen su ayuda para volver a dejar la Tierra habitable, pero a cambio deben crear con ellos una nueva raza, gracias a sus conocimientos genéticos. El conflicto está servido (los extraterrestres, por si no han leído las novelas, son un poco distintos en apariencia a los humanos), pero la autora ofrece el texto como reflexión sobre la convivencia entre las distintas especies y el odio xenófobo que mantenemos dentro de la nuestra. Si esta situación va a más (es un decir), el escenario más probable, aunque sin notas de romanticismo ni finales sublimes, será el que describió Clifford D. Simak en su gran colección de relatos Ciudad (1952): solo los perros (¡que hablan!) y los robots poblarán la Tierra.
Apocalipsis hispano
Antes de apretar el botón rojo, no puedo despedirme sin recordar que en pocos lugares como aquí lo tenemos tan fácil para escribir distopías sobre el fin de los tiempos. En 1974, el escritor catalán Manuel de Pedrolo publicó la estupenda y ya clásica Mecanoscrit del segon origen (Mecanoscrito del segundo origen), una descripción del fin de la humanidad por ataque extraterrestre del que sobrevive una pareja de adolescentes, Alba y Dídac, quienes tendrán que recomenzar el mundo desde lo que fue la cuna de la civilización occidental, el Mediterráneo.
Los autores Emilio Bueso y Jesús Cañadas son dos referentes de la ciencia ficción en español que piensa sobre el final de los tiempos en entornos muy reconocibles. El primero ha publicado varios relatos sobre zombis, cambios climáticos y pesadillas apocalípticas (Ahora intenta dormir, Valdemar, 2015). El segundo también vio editada su última novela en el mismo año y la misma editorial, la brutal Pronto será de noche. En ella, un suceso muy malo, pero que muy malo, ha lanzado a todo el mundo como loco a un atasco en la carretera, de la que nos tememos va a ser ciertamente difícil que salgan vivos para poder ver, como decía aquella antigua canción pop, el fin del mundo «en directo, por televisión».
Fuente: Grace Morales para Jot Down
Comentarios
Publicar un comentario
Esperamos tu comentario