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Beya. Le viste la cara a Dios


beyaInspirada en La Bella Durmiente, la escritora y periodista Gabriela Cabezón Cámara urdió su nouvelle Le viste la cara a Dios. El libro, que nació digital y ahora tendrá su versión impresa, cuenta la historia una víctima de la trata sexual en el conurbano.

Difícil sentarse a escribir y esquivar los eufemismos. No queda otra que arrojarse al abismo de esa chica de treinta y pico de años, clase media baja, secuestrada, golpeada y violada, ablandada a más golpe y violacion, drogada y prostituida, una chica masacrada en vida, vaciada… Faltan palabras.

En 2010, la editorial Siguenleyendo.com convocó a Gabriela Cabezón Cámara, junto a otras cien promesas latinoamericanas, a reversionar un cuento clásico para lanzarlo en formato digital. La escritora y periodista de Clarín, venía de publicar La virgen cabeza, celebrada novela de amor villero entre una travesti y una lesbiana. Le tocó la Bella Durmiente, disparador de Le viste la cara a Dios, una historia minada de referencias al caso Marita Verón, pero que podría ser la historia de cualquiera de las miles -no se sabe cuántas- mujeres, adolescentes, nenas, víctimas de la trata en la Argentina. Una historia de todos los días.

El relato arranca a la velocidad de un operativo comando, Cabezón Cámara se monta a la segunda persona del singular argento –Vos- y galopa al ritmo de los octosílabos, armada con una metralleta verbal que, si se quiere, tiene algo del neobarroco de Perlongher, Lamborghini y compañía; pero que, sobre todo, responde a un realismo desesperado que llama a las cosas por su nombre: A la pija, pija y a la mierda, mierda.

Es la escritura o la vida, como el libro de Jorge Semprún, que Cabezón Cámara cita en su epitafio, y que narra los días del español en el campo de concentración nazi, un terreno infrahumano donde, víctimas y victimarios, son reducidos a bestias. Los primeros por sujeción, los segundos por condición propia. Donde no hay tiempo para el arte, a menos que uno se parta al medio.

En esa oscuridad, la chica ruega, no puede más, pide relevo existencial, que algo, o alguien, se la lleve. Pide bilocación, ese fenómeno místico en el cual una persona consigue situarse en dos lugares al mismo tiempo. Beya quiere irse. Cabezón Cámara escribe. Beya reacciona. Le cuenta lo que le pasa, le explica lo inexplicable, y eso ya es consuelo; o si es que acaso tomó su cuerpo, si está encarnada en ella, se habla a si misma, se reconoce, se construye. Bajo este designio las cosas tienen otra perspectiva. Parada sobre sus zapatos -taco aguja dominatrix- Beya entra al campo enemigo, toma sus armas y las usa con una destreza superlativa. Lo que era crónica desbordada resulta pulpa de ficción y gesta una criatura que avanza hacia un final memorable, y de alguna manera, educativo.

En definitiva, un cuento,  ahora editado en papel, por La isla de la luna: Un librito de tapa blanda y roja sangre, ilustrada con la imagen de una San Jorge, obra de la artista Mariela Scafati. Sí, es una figura femenina la que le da la estocada al dragón, por una vez no es macho el que viene a hacer justicia. Es cierto, esta lectura no garantiza un sueño con angelitos. El mal está ahí afuera, en los papelitos de colores que tapizan los teléfonos públicos del microcentro, en los carteles de neón de los puteríos ruteros. Y es más malo todavía porque está a la vista pero no se ve. Por lo menos en estas páginas, se la tienen jurada. 

Palabra de autor

Gabriela Cabezón Cámara nació en 1968 en Buenos Aires. Publicó La Virgen Cabeza (Eterna Cadencia, 2009) y Le viste la cara a Dios (Sigueleyendo, Barcelona, 2011 y La Isla de la Luna, Buenos Aires, 2012), texto que sirvió de punto de partida para la novela gráfica , que es por otra parte su primera, y encantada, incursión en el género. Todavía no vive de los libros, se desempeña como editora en la sección Cultura del diario Clarín.

En su primera novela, La Virgen Cabeza, Gabriela Cabezón Cámara relata la historia de amor entre Qüity, una cronista de policiales, y Cleopatra, una travesti que se comunica con la Virgen. Aquí relata cómo planeó la escritura de este viaje desorbitado por fuera de lo normal y lo esperable.


En tu novela presentás una familia muy funcional, llena de amor... y también bastante atípica...

—Bueno, muchas familias como la de mi novela, formadas por mujeres biológicas y travestis, no hay. En este caso la familia no se constituye por un mandato sino por puro amor. Una chica heterosexual del conurbano que como única meta atina a casarse no está bueno, pero que a estos personajes, a quienes ni siquiera se les ocurrió que les pudiera suceder, de golpe les pase, lo deseen... eso es lindo, ¿no? El hijito, Kevin, con quien arman esta familia, no tiene lazo de sangre con sus madres. El gancho afectivo no tiene por qué estar determinado por la sangre, ni por el matrimonio heterosexual, como lo demuestran todas las personas del colectivo Glttbi que han adoptado hijos.

¿Qué implica contar una historia de amor entre una travesti y una lesbiana?

—Implica una declaración sobre la elección: no hay ningún mandato de cómo deben ser las sexualidades. Así como las mujeres no estamos obligadas a coger con hombres, las travestis tampoco. Me parece que todos podemos hacer lo que se nos dé la gana y que el abanico de posibilidades es muy amplio, incluso más de lo que tradicionalmente se reclama en el movimiento Glttbi, porque no hay ningún reclamo de parte de una pareja formada entre travestis y travestis lesbianas (que si bien sabemos de pocos casos, seguramente debe haber muchos más). Implica, entonces, desarmar una vez más la heteronormatividad.

Hay una escena muy impresionante: irrumpe en la autopista una chica a la que han prendido fuego y Qüity, la protagonista, decide una espontánea “eutanasia”. Toda la novela parece construida alrededor de cómo dar alivio al sufrimiento de los otros. ¿Eso te preocupa mucho?

—Es que el sufrimiento de los otros también es propio, si no, estás muy alienada. El caso particular de las mujeres esclavizadas en función de la prostitución me preocupa. Y que el Estado y la mayor parte de los organismos de derechos humanos no hagan nada es tremendo. En la novela, el personaje se va a vivir a una villa, donde hay lazos comunitarios y eso es necesario para la vida.

¿Hay una visión idealizada de la villa?

—La protagonista se ve completamente seducida por esos lazos y esa alegría de vivir sin miedo y confiando en el otro más inmediato. Más o menos tranquila, dentro de ciertos parámetros, claro. Pero es un personaje que no pierde conciencia de que si esa masa de excluidos se sustrae a su lugar en el funcionamiento de la economía del conurbano bonaerense, algo les va a pasar. Porque si los pibes chorros no roban, ocurren dos cosas: una es que las agencias de seguridad tienen menos trabajo y otra es que cuando la policía libera zonas lo hace para que roben estos chicos y me permito inferir, entonces, que alguna ganancia obtiene y la perdería. Los dealers también se ven perjudicados si los chicos dejan de consumir drogas. Y todos hacen menos caja si los excluidos se corren del lugar que ocupan en ese engranaje. La protagonista no pierde de vista que algo puede pasar. Ningún personaje lo ignora, salvo Cleopatra, la travesti, que tiene fe religiosa y cree que Dios la va a ayudar. Porque ella no tiene en cuenta que un dios que deja que torturen a su propio hijo no es un personaje para confiar mucho.

¿Qué lugar ocupa la Virgen en esta especie de religión casera que vas construyendo?

—La Virgen es un personaje muy lateral en la historia evangélica y en la historia bíblica. La Iglesia le empezó a rendir culto oficialmente unos siglos después de constituirse como tal. No forma parte de la Santísima Trinidad, no es Dios, sino un objeto suyo: su incubadora. No tiene voz, no dice nada en todos los evangelios, excepto alguna huevada, como el momento en que le pide a Cristo que les dé bola a ella y a sus otros hijos y él le responde que todos son sus hermanos en Dios, y prácticamente la ignora. Es una mujer sin voz en la historia de los Evangelios, y me parece que una mujer sin voz es una oprimida, y sin duda tiene que estar del lado de los oprimidos. Claro que la Virgen legitimada por la Iglesia es otra, es esposa y madre, es lo que para ellos debiera ser una mujer y por supuesto salta para defender a sus maridos: Dios, el Papa, el Espíritu Santo.

Paradójicamente, parecería que hay correspondencia entre la liturgia y el travestismo...

—¡La escena religiosa es tan barroca! ¿Viste los obispos cómo se visten? Como un arbolito de Navidad. Son locas con tradición y prosapia. Y yo no vi ninguna loca que saliera a la calle vestida como un obispo, con esos sombreritos bordados y esos chales dorados y violetas. El ejército también es así. No digo que las travestis tengan que ver con la Iglesia o los milicos, para nada, sino que lo que en una travesti está mal visto en un coronel, disfrazadísimo con sus medallitas y sus botitas lustradas y caminando de una manera tan pautada como una modela en una pasarela, es aceptado. Todo depende de quién lo haga. Los Cristos esos de las iglesias mexicanas, por ejemplo, que tienen pelucas y usan unos taparrabos bordadísimos de colores, son travestis. Los mexicanos tienen una afición al travestismo. Esa escultura que llaman El ángel es doradísima y tiene un par de tetas bastante grandes para ser un ángel: es una Niké (una Victoria griega).

La mezcla de culturas en tu novela, ¿puede pensarse también como una apuesta queer?

—Sí. La diferencia entre la alta y la baja cultura está disuelta. Esto puede considerarse como una apuesta de lo que una quisiera que sucediera con las identidades en la sociedad. Que se mezcle la travesti con el presidente de la nación, no en una relación prostibularia sino en una igualitaria, en un ámbito público, por ejemplo. Que cada uno se mezcle con lo que le dé las ganas de mezclarse.

¿Ves muy lejos ese momento?

—Sí y no, porque de hecho cada uno se mezcla con lo que se le da la gana de mezclarse, pero sigue habiendo un sistema de jerarquía muy marcado. Si bien hubo ciertas conquistas, como el caso de Loana trabajando en dependencias oficiales o logrando que se le reconozcan los nombres a las travestis, yo nunca vi a Cristina Kirchner, ni a su marido, en una reunión con una de ellas y mucho menos vería a todo el arco opositor en ese contexto. Imaginátela a Gabriela Michetti, que es tan católica. Es impensable. Para esa gente sí existen jerarquías, que de hecho las hay, claro, pero para ellos eso es algo que está bien. Ellos piensan que es así el mundo, que están arriba y que nosotros estamos todos abajo en diferentes escalones.

¿En qué lo ves, por ejemplo?

—No veo que se incluya a las travestis en los discursos oficiales como sujetos sociales con derechos que les deben ser garantizados. Estamos hablando que sí o no al matrimonio homosexual, eso también da cuenta de que nosotros tampoco estamos reconocidos como sujetos sociales. En un momento de elecciones me resulta muy curioso, y abominable, que no se hable de los excluidos de este sistema, que no haya propuestas de cómo incluirlos. ¿Qué pasa, vamos a seguir así?

El mundo que se crea en la novela hace pensar en un sistema igualitario donde, a la par que se acentúan, se disuelven las identidades...

—Sí, a la hora de organizar la villa, los personajes de la novela eligen rasgos nacionales, profesionales o de identidad sexual para agruparse en comisiones. Se reconocen por esas pequeñas diferencias dentro de la pertenencia general. En el caso de Cleopatra, que es claramente una travesti que ejerció la prostitución, que es pobre, que fue muy castigada por su padre, cuando se erige en líder ya no le importa a nadie que sea o no travesti. No es su rasgo principal. ¿Qué tiene del travestismo? La gracia, el humor, algunos gustos por determinada clase de ropa, pero lo preponderante en ella es que es una líder villera. No necesita decir “soy travesti”. Y no sólo es travesti sino también madre de familia. No padece discriminación, así que no tiene por qué defender su identidad sexual.

¿Cómo ves la cuestión de la visibilidad lésbica?

—Para mí tiene dos vectores. Uno es qué espacios nos dan los medios y el otro, qué hacemos nosotras. En los medios, de golpe, se copan y te dan espacios, pero qué hacemos nosotras es una cuestión política más interesante. Yo siento como una responsabilidad hacer visible mi lesbianismo. Una responsabilidad hacia las más jóvenes y hacia las que pueden estar viviendo en contextos muy duros en los que ser lesbiana es algo dificilísimo y tremendo, o hacia las que ocupan puestos de trabajos de las que pueden ser echadas por ser lesbianas. Para toda esta gente es bueno que socialmente se vaya instalando el hecho de que fulana de tal que hace tal cosa es lesbiana y fulana también... Y me parece que es lo mínimo que podemos hacer, con el trabajo que nos ha costado a todas. Y yo insisto: es una responsabilidad hacerlo y está bueno.


Fuente: Revista Ñ, Página 12.



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