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Secretos en los libros

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Los chicos y los libros

¿Por qué debe leer un niño? ¿Qué ofrece el libro a los más chicos? ¿Es tan importante que lean? Michèle Petit, antropóloga de la lectura, ofrece algunas pistas para volver a pensar sobre el valor de la lectura en la infancia.

 “De niña, cuando veía a mi madre o a mi padre leer y perderse en alguna ensoñación, me preguntaba a dónde se habían ido. Tal vez para resolver ese misterio empecé a aventurarme en los libros. Y tal vez también a eso se debió que muchos años después me haya convertido en antropóloga de la lectura: mis preocupaciones infantiles se transformaron en temas de investigación”, dice Petit en el prólogo a Una infancia en el país de los libros (Editorial Océano). Si la vocación se forja en la primera infancia, el caso de Petit resulta paradigmático. Niña lectora, niña curiosa, niña exploradora: de sus gustos, placeres y terrores infantiles cuenta el libro citado. De bibliotecas, subjetividades y cuentos en voz alta habla en esta nota.
Para comenzar, la curiosidad del niño. ¿Qué busca un chico en la lectura?

Los niños en los libros buscan secretos. Como lo hacemos los adultos, aunque no seamos conscientes de ello. Desde los primeros años, actúa esa búsqueda de un secreto relativo a la vida más profunda: la de las emociones, los misterios de la vida y del cuerpo. Recuerdo una viñeta de Liniers, dibujante argentino, donde se ven algunos bebés, cada uno en su cunita, diciendo: “¿Dónde estoy?”, “¿Qué es esto?”, “¿Dónde estamos, alguien sabe dónde estamos?”. Estas son las preguntas que los niños hacen a los libros. Buscan lo que está secretamente en relación con sus propias preguntas, lo que podrá brindarles una versión personal de sus dramas íntimos. Están en busca de ecos, de escenificaciones exteriores de lo que sienten. Porque necesitan palabras, representaciones, historias, metáforas, belleza para afrontar el mundo exterior y también el mundo interior.

¿Y qué encuentra?

En la lectura, los niños encuentran también un espacio propio. A menudo, cuando uno evoca sus recuerdos de infancia, asocia la lectura con una isla, un escondite de papel o un castillo en tierras lejanas. Se trata siempre de un espacio íntimo, personal, y sin embargo ligado a otros: al que escribió el libro, a los que lo leyeron y a los personajes que se descubren en las páginas. Un espacio tranquilo, sin conflictos. Un espacio donde el niño podrá empezar a abrirse su propio camino. Otro espacio, pues, y otra manera de habitar el tiempo, en ruptura con la agitación cotidiana. Un espacio donde la ensoñación sigue su curso y habilita el pensamiento y la creatividad.

¿La casa o la escuela funcionan como lugares que invitan al refugio de la lectura?

Lo que busca un niño de manera espontánea en los textos escritos –si tiene la suerte de apropiárselos gracias a un facilitador- no tiene nada que ver con asuntos escolares. Pero estar familiarizado desde la más tierna edad con estos textos, y particularmente con libros, tiene beneficios escolares: el chico ya sabe cómo se usa un libro, está iniciado en esa lengua del relato que se utilizará mucho en el recorrido escolar, experimentó que en los libros se pueden encontrar misterios fascinantes y no sólo ejercicios penosos. No necesariamente se convertirá en un gran lector, pero los libros no le repelen, no le asustan.

Al contrario, si un niño encuentra la lectura por primera vez en el aula, y si en el aula sólo está asociada al desciframiento, a las tareas, al control, a la evaluación, incluso a veces a la humillación, la relación con lo escrito será más difícil. Particularmente si este niño proviene de un entorno pobre, marginado, cuya cultura ha sido sojuzgada, frecuentemente mantendrá una relación ambivalente, entre la fascinación y el rechazo, con la cultura escrita.

En Una infancia en el país de los libros usted comenta que en su adolescencia el Liceo obturó el acceso a cierta literatura clásica: una experiencia que comparten muchas personas, aparentemente. ¿Qué lugares o prácticas podrían ser facilitadores de lecturas y hacedores de lectores?

Es cierto que hay cierta contradicción entre la dimensión clandestina, íntima, de la búsqueda personal y los ejercicios obligatorios hechos en clase. Entre la ensonación de un niño que construye un sentido y el control o la imposición de una cierta lectura. Sin embargo, a algunas personas el gusto por la lectura ha pasado, no por la escuela como institución sino por un docente que ha logrado contagiar su propio entusiasmo por ciertas obras.

Pero los docentes no lo pueden todo y la cuestión de la lectura no se dirime sólo en el aula. Hay otros espacios y aquí debemos subrayar, en particular, el papel de las bibliotecas escolares y extraescolares. La biblioteca puede ser el espacio para una relación con el libro que no se fundamente en las perspectivas utilitarias de la enseñanza. Permite desvíos, rodeos, tiempos de ensoñación y de fantasía de los que no se debe rendir cuenta a nadie. Por supuesto, todo eso supone una acogida y un acompañamiento discreto y sutil por parte de un bibliotecario.

También están los clubes de lectores y los cafés literarios. En estos espacios de participación voluntaria pasan cosas que difícilmente podrían pasar en el aula. En ellos, uno puede a la vez descubrirse a sí mismo y compartir muchas cosas. El pensamiento de cada uno está respetado, se aprende a escuchar al que toma la palabra y a expresarse sin temor a ser burlado. En ese caso, se trata también de una “educación sentimental”, de una educación de la atención dedicada al otro. Y la relación con las palabras, la capacidad de análisis, se desarrollan de manera sorprendente.

¿Y qué prácticas domésticas señalaría como caminos de entrada al mundo de los libros?

Es importante la presencia física de libros dentro de la casa, la posibilidad de manipularlos para que estos objetos no provoquen temor. Aun más importantes son los intercambios en torno a estos libros, y en particular las lecturas en voz alta. Los grandes lectores adultos fueron niños a los que sus madres les leían o contaban una historia cada noche.

Pero lo importante es que el niño sienta que el adulto quiere compartir algo que le complace. Lo importante, también, es dejar al niño desplazarse tranquilamente cuando el adulto lee. Dejarlo ir y venir, y consagrarse –aparentemente– a otra cosa. No preguntarle a cada rato si ha entendido bien, incluso si en el texto se encuentren algunas palabras difíciles: al contrario, siempre está bien que haya un poco de misterio para que surja el deseo. Para que el niño imagine, construya hipótesis. Lo importante, también, es no pecar de indiscreto al preguntarle después de la lectura: “¿En qué estás pensando?” Cada niño, por muy joven que sea, tiene el derecho a su vida íntima, a sus pensamientos, a su singularidad. Las preguntas indiscretas matan el placer. Pero si es el niño el que quiere discutir a partir de esta lectura o compartir un juego, ¡excelente!

También resulta importante el hecho de leer en presencia del niño. El gusto por la lectura nace frecuentemente del deseo de robar el objeto que embelesaba a la madre o al padre para conocer su secreto, adueñarse del poder, del encanto que se le atribuía cuando, leyendo, estaba inaccesible, perdido en sus pensamientos.

Por supuesto, ninguna receta garantiza que un niño leerá, pero una real apetencia por los libros, que emane de un pariente, un amigo, un bibliotecario o un maestro es una de las mejores garantías para dar gusto por la lectura. Una real apetencia es totalmente diferente de los discursos a la gloria de la lectura: desconfiemos de ellos, porque uno puede sentirse aún más excluido si escucha decir que “leer es un placer” si nunca lo ha probado.



Petit Dixit

“Cuando cumplí ocho o nueve años, mi madre me dio a leer El principito. Teníamos incluso un disco en el que los actores narraban la historia y todavía ahora me parece escuchar algunas voces, como la del zorro (¿era Jacques Grellot?) o la de la rosa. Pensando ofrecernos poesía, los adultos nos inoculan lo trágico. La soledad del niño de la bufanda color oro no hacía sino centuplicar la mía, que ya era inmensa (...) Al parecer la literatura y el arte no servían más que para revelarnos lo infortunado de nuestra condición. Incluso es curioso que a lo largo de los años no he podido estar más de tres días sin entrar en alguna librería, y que libros, pintura o películas me hayan ayudado tanto a vivir, que me hayan dado tanto placer. De niña los que me ofrecían eran a veces tan tristes que podría haberme alejado de ellos para siempre. (...)

Un día, durante una sesión de psicoanálisis, al hablar de un sueño recordé el momento en que Tintin, tras haber recorrido todo el mundo en busca de un tesoro, descubre que éste se hallaba escondido justo bajo sus pies. Al día siguiente me vino a la mente una fotografía de Boubat: en un jardín de otoño, una niña se ha confeccionado un vestido con las hojas caídas. Tomé unas hojas de papel y me puse a escribir".

Petit, Michèle. Una infancia en el país de los libros. Editorial Océano, Colección Ágora. México DF, 2009.


Planeta Petit


Michèle Petit es antropóloga de la lectura. Sus investigaciones se centran en la experiencia íntima de los lectores y en la construcción de la subjetividad a partir de la lectura. Desde hace más de diez años investiga en medios urbanos y rurales de Francia y América latina. Sus últimos libros son El arte de la lectura en tiempo de crisis y Una infancia en el país de los libros (ambos de Editorial Océano). En éste último cuenta su experiencia de niña lectora para dar una mirada sobre el rol de la literatura en la formación integral de los más chicos.

Fuente: Revista Planetaria

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