La trayectoria del poeta está marcada por la publicación de 'Azul', su encuentro con Paul Verlaine y Jean Moréas en París, su visita a España y su breve autobiografía
Rubén Darío en cuatro momentos
1. 1888. Azul… se publica en Valparaíso. Darío manda un ejemplar a Juan Valera, quien, atónito, lo elogia en Los Lunes de El Imparcial. Pese al “galicismo mental” que impregna el librito, muy en deuda con Victor Hugo, no se trata en absoluto de un pastiche. “Usted es usted con gran fondo de originalidad y de originalidad muy extraña”, sentencia. No cree capaz de tal hazaña a ningún poeta actual de la madre patria, pues ¿no es cierto que “todos tenemos un fondo de españolismo que nadie nos arranca ni a veinticinco tirones”? “Cada composición”, sigue, “parece un himno sagrado a Eros”. A Eros en clave francesa: el joven nicaragüense escribe como si hubiera nacido en pleno Quartier Latin. Es un portento.
2. 1893. ¡Por fin el París soñado, capital mundial del goce! Serán los dos meses más intensos de su vida de poeta y periodista caminante. Es, sobre todo, el encuentro personal con Paul Verlaine (“Raras veces ha mordido cerebro humano con más furia y ponzoña la serpiente del sexo”), el poeta griego Jean Moréas y, por supuesto, las desenfadadas e irresistibles lutecinas. Vuelve a sus lares cargado de libros, revistas, anécdotas. Y van naciendo las viñetas que integrarán Los raros, cuya segunda edición (1905) tanto influirá en su mejor discípulo, el incipiente Federico García Lorca (máxime sendos esbozos de Verlaine y del sedicente y enigmático Conde de Lautréamont, autor de Los cantos de Maldoror). Las dos décadas que pasará luego en París no podrán erradicar las primeras impresiones de la ciudad, inmarcesibles.
3. 1899. Segunda visita a España, con el encargo de contar para La Nación de Buenos Aires la situación del país tras el “desastre” del año anterior. Si en Barcelona encuentra animación, industria, civismo —¡e independentismo!—, Madrid, donde pululan los mendigos, los haraposos soldados repatriados y la prostitución infantil, huele a “organismo descompuesto”. Allí nadie sabe nada de lo que pasa fuera ni le importa, ni lee nada, ni adquiere un libro, ni aprende otro idioma. La “verbosidad nacional” se desborda “por cien bocas y plumas de regeneradores improvisados”. Los editores no pagan anticipos. Unamuno habla de “erial”, la vocación pedagógica no existe, y, lo más terrible, “todo se toma a guasa”. Las crónicas, dolidas y devastadoras, se reunirán dos años después en España contemporánea.
4. 1912. Escribe, y luego publicará, una breve autobiografía: meros “apuntamientos” que espera ampliar más adelante. Pero no habrá tiempo. Hay llamativas reticencias (relativas, especialmente, a su trágico segundo matrimonio). Considera que ha sido fructífero su liderazgo del movimiento poético modernista, consolidado con Prosas profanas y Cantos de vida y esperanza. Los jóvenes le han escuchado a ambos lados del Atlántico, ahora les toca ser ellos. Ironiza sobre sus peripecias diplomáticas, lamenta su vitalicia penuria. Juzga inminente una atroz conflagración mundial. Por si fuera poco, París, cada vez más americanizado, ya no es como antes. Reconoce que depende en demasía del alcohol para combatir su “horror fatídico de la muerte”, y quizás intuye que ésta se acerca. Al arrancar la Gran Guerra se despide de España para siempre, ya víctima de la cirrosis que dos años después le llevará a la tumba.
Fuente: Babelia
Comentarios
Publicar un comentario
Esperamos tu comentario