La pasión de lo posible, ese ojo eternamente joven y eternamente ardiente que ve por todos lados posibilidades. El goce decepciona, pero la posibilidad no.
Sören Kierkegaard
Sören Kierkegaard
Por: Óscar Sánchez Vadillo
Robert Louis Stevenson es el único autor del Romanticismo, hasta donde yo conozco, que reconoció que la obra literaria siempre es inferior a la realidad. Recuerdo que decía que la vida es como el sol, demasiado cegadora para mirarla directamente, y, desde luego, tal como yo lo veo, el arte, más que tratar de reflejarla, la elude, transponiéndola a un código indirecto, la escritura, donde su brillo resulta más manejable. Si uno, además, ha leído algo de historia o biografía histórica -por ejemplo, me viene a la cabeza ahora la extraordinaria vida de Hernán Cortés-, sabe que no es del todo cierto que la ficción sea capaz de concebir una épica más grandiosa y perfecta que la del mundo real. A menudo, en efecto, han sucedido cosas, episodios verificables, que desafían la imaginación del más pintado, y que parecen pertenecer a un arte superior (más bien amoral, por cierto) que el arte humano jamás podría remedar. Que el propio Hernán Cortés, por seguir con mi ejemplo, llegase a viejo después de hacer todas las barbaridades que hizo parece obra de un artista cósmico con un extraño sentido del humor. No obstante, algunos narradores lo han intentado, han intentado, quiero decir, ser tan grandes como la vida, y el resultado, inevitablemente, produce un efecto algo teatral, a veces afectado y otras veces tragicómico, pero siempre exagerado. Entre ellos destaca, por derecho propio, William Faulkner, creador de un universo propio paralelo al del mundo real, en el cual nada sucede que no sea sobrecogedor, absoluto, decisivo y habitualmente aterrador.
También Honoré de Balzac, antes, había creado un universo paralelo donde se agitaban sus personajes como microbios en una gota de agua en persecución de sus ambiciones, pero Faulkner dobla la apuesta y despoja a su mundo de la sofisticación social del París decimonónico para sumergir a sus criaturas en un ambiente de primitivismo casi intemporal, cuyo único dato histórico concreto consiste en las secuelas de una postguerra civil cuasi-eterna. Las primeras novelas de Faulkner, las más arriesgadas y complejas (sobre todo ¡Absalón Absalón!, pero habría mucho donde escoger) pusieron el listón muy alto, pero luego, con la madurez, comenzó a serenarse y a recapitular, y se dedicó, no diré a limar asperezas, porque eso era imposible para él, mas sí, cuanto menos, a repensarlo todo bien, a rellenar huecos y a afinar el toque.
Ya más viejo, concibió la que es casi su última obra, la saga de los Snopes, que comprende El villorrio, La ciudad y La mansión, trilogía más sobria, en la que la acción transcurre linealmente y los puntos de vista no se diversifican tanto como en su producción anterior. La razón de este remansamiento, de esta suerte de suavización del estilo (aunque el estilo, en el caso de Faulkner, siempre ha estado al servicio del contenido, de la historia, en mi opinión), puede fundamentarse en el hecho de que ya había recibido el premio Nobel y era famoso, o en la circunstancia absurda y estúpida de su propia edad o, como yo creo y él declara, en un mayor interés por los personajes mismos y sus vicisitudes, al margen de las virguerías de la exposición en prosa. Sin embargo, la intensidad -“casi intolerable”, decía Borges- es la misma. Como siempre, sus criaturas otorgan una inmensa importancia a su destino y al de los que tienen cerca, como si no hubiera Dios, como si en su mera vida se jugase toda la victoria o la derrota del Hombre.
Como siempre, el vocabulario es sencillo, pero la frase enigmática (la hueca charlatanería sería hacerlo justamente al revés), y unas tramas se enredan con otras dando lugar, en conjunto, a una amalgama polifónica de voces y ecos, al modo de un orbe cerrado y abierto a la vez en el que el lector podría quedar atrapado de por vida. Y, como siempre, las descripciones de la acción o del trabajo son minuciosas hasta la impaciencia, que es la manera en que Faulkner sabe ser preciso en el detalle físico para ir concretando poco a poco, de un modo material, la neblina mental en que zambulle al lector respecto de las intenciones últimas de sus personajes. Sin embargo, el Faulkner viejo -no tan viejo, tampoco: avanzada la cincuentena- ahora confía un poco más en la esperanza, concede cierta redención incluso al más vil de sus villanos (el “flemático” Snopes, servidor del dinero y, por lo tanto, del diablo) y hace, en general, menos angustioso el esfuerzo del lector, brindándole al término un desenlace soberbio, casi una celebración de la existencia y de su propia obra que la refleja parcialmente. La pasión por lo posible, “ese ojo eternamente joven y eternamente ardiente que ve por todos lados posibilidades”, como escribió Kierkegaard, es más fuerte y más aguda en el Faulkner experimentado que en el Faulkner experimentador, y pese a que sigue considerando (como repite muchas veces en La Mansión, en un espíritu muy calvinista) que los seres humanos no somos más que una pandilla de pobres “hijos de perra”, perdona la vida al cafre más cafre de la Literatura Universal y le encamina hacia un futuro incierto, pero enteramente suyo, con la simpatía del lector…
La Literatura, sin duda, ha consistido en gran medida en el s. XX en esa Tierra paralela que luego ha sido roturada por numerosos autores tras la enseñanza pionera de William Faulkner. Fue en el año 36 que Faulkner diseñó un mapa del Condado imaginario de Yoknapatawpha, que suscribió, en un deje de orgullo, como de su única e inalienable propiedad. Más tarde, sin embargo, declaraba que hubiese preferido que sus novelas no llevasen el nombre de su autor en la portada, y que las tremendas crónicas entrelazadas de Yoknapatawpha subsistiesen autónomamente como un tejido monocromo y basto transversal a la historia del Sur de los EEUU. Ese afán de anonimato, que se va acrisolando con la edad (y tal vez con la frecuentación del alcohol y las casas de mala nota), llega a extremos misantrópicos insufribles como cuando escribió en carta personal a Malcolm Cowley, en 1949, “Mi ambición, como individuo privado, es ser abolido y anulado de la historia…”. O, después, a Bob Haas: “Sigo manteniendo que mis obras impresas son del dominio público y cualquiera puede discutir sobre ellas. Pero mi vida privada y mi cara fotografiada son de mi propiedad y las defenderé como tales hasta el final.” O cuando, poco más tarde, declinó en unos términos algo secos la invitación de los Kennedy para cenar en la Casa Blanca. En todo ello hay un cierto rechazo de la servidumbre del escritor, que envidia secretamente a sus personajes porque se atreven a vivir hasta las últimas consecuencias, mientras que su creador deja pasar los años en la paralizante función de voyeur. Y hay también, seguramente, miedo de sí mismo, de no saber cómo reaccionar ante la gloria y terminar, frente al presidente del país, borracho como una cuba -que es lo que sucedió todos y cada uno de los días del viaje político que la CIA de la Guerra Fría le organizó en Sudamérica, lo cual tampoco tenía mucho sentido, puesto que en La Mansión Faulkner no tendrá tan malas palabras para con el comunismo.
El Faulkner viejo decía querer reencarnarse en un buitre porque al buitre “nadie lo odia, ni lo envidia, ni lo desea, ni lo necesita; jamás lo molestan y nunca está en peligro; además, le mete el diente a cualquier cosa”. Pero, a pesar de semejante hostilidad, o deseo de autarquía, se muestra como nunca compasivo en sus últimos relatos, como si recapacitase y concluyese que el balance de aventura de la Humanidad, esos “hijos de perra”, acaba por salir positivo si se contempla desde un nivel lo suficientemente alto al tiempo que profundo. Es verdad, no obstante, que Faulkner sigue, hasta el final, buscando comprender a las mujeres como si fueran una especie distinta, y que pasa de las féminas abnegadas y duras de sus comienzos a una apoteosis solar de la femme fatale de la novela negra que él mismo ha contribuido a consolidar. También es cierto que el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial le agrada poco, de manera que sus personajes más modernos y cosmopolitas -Gavin Stevens, que se mueve en coche y lleva corbata- no se enteran demasiado y confunden lo que está ocurriendo, mientras que los provincianos y poco formados -V.K. Ratliff, que se mueve caminando o en carreta de mulas- las cazan al vuelo. Son gajes, rémoras, quizá manías inextirpables de señor mayor: sus propios personajes viejos (“Los viejos del lugar” de Desciende, Moisés), que son viejísimos y muy activos, representan la obstinación misma y el apego a las costumbres y hechos del pasado, que, para ellos, jamás desaparecen.
Yo imagino todos los títulos de los cuentos y relatos de Faulkner, que suelen ser cortos, escoltados por exclamaciones. No sólo ¡Absalón, Absalón!, sino todos: ¡El ruido y la furia! ¡Las palmeras salvajes! ¡Los invictos!, y así. Resulta más divertido, señala mejor la potencia de lo que contienen y toma también un poco el pelo al sentido tan acusadamente trágico de su autor. Según se hacía viejo, Faulkner recurría más al humor, pero en la escritura, no en su vida. Su mujer, Estelle Oldham, estaba hasta el gorro de él tras una vida en común de discusiones e infidelidades, y cuando murió, lo primero que hizo, al día siguiente, fue colocar el aire acondicionado que su marido nunca le había permitido instalar, probablemente por sentir pegado a la piel el calor característico de sus asfixiantes y geniales narraciones. Y es que, como dice mi padre, no se puede llegar a viejo… no, al menos, con esa mala leche, o traduciendo la sabiduría interior en mala leche exterior. La realidad es superior a la ficción, como decía Stevenson, pero siempre y cuando seleccionemos para nuestra comparación tanto la una como la otra. El arte consiste en esa selección minuciosa, que en la literatura de Faulkner es siempre hiperbólica. Pero, como dijo de él Juan Benet, pese a ese efecto general algo teatral, a veces afectado y otras veces ridículo, pero siempre exagerado que he mencionado antes, William Faulkner “es el escritor que más he admirado, el que más he leído, es una constante en mi vida, me ha influido como el cielo que me ha visto nacer o como el mismo lenguaje… No dejaré de leerlo nunca, para mi propio estímulo, en los años que me queden de vida. Y por eso nunca llegaré a conocerlo”
Fuente: Hipérbole, intersecciones creativas
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