La novela se va haciendo a la vista del lector. Y es que Cercas no sólo se la cuenta a los lectores, sino a sí mismo —que ha deseado y temido escribirla—; a su madre, que es la sobrina del protagonista; a los vecinos de su pueblo que saben que es escritor, al cineasta y escritor David Trueba (que también podría contar otra historia, la suya, que queda en esbozo). Y a la vez el curso del relato in fieri, que tantea sus alcances pero que nunca vacila en su propósito, dialoga con otras novelas del escritor. Igual que La velocidad de la luz lo hizo con la responsabilidad de haber escrito Soldados de Salamina e igual que El impostor —otra novela compartida activamente con familia y amigos— conversa con Anatomía de un instante. Trueba dice en sus páginas que “no son los libros los que deben estar al servicio del escritor, sino el escritor el que tiene que estar al servicio de sus libros”. Quizá esta novela —escribe Cercas— es el verdadero final de la trama de Soldados de Salamina: un recuerdo que revive y se va configurando como fábula moral. Se escribe para saber más, entender, no juzgar…, porque “las novelas son como sueños o pesadillas que no se acaban nunca”. Y todas las historias se parecen: esta novela tiene como espejo una de Dino Buzzati (El desierto de los tártaros), un cuento de Danilo Kis (‘Es glorioso morir por la patria’) y unos versos de la Ilíada (donde Aquiles muere con honor y belleza) y otros de la Odisea, donde el mismo Aquiles reconoce en el Averno que prefería ser un modesto campesino a un monarca del reino de la muerte. De ahí viene el título de la novela.
El monarca de las sombras es un tío abuelo del autor: un joven falangista de 19 años, Manuel Mena, que murió en la batalla del Ebro, la más sangrienta de toda la Guerra Civil, en septiembre de 1938, cuando era alférez de un tabor de Tiradores de Ifni, unidad de asalto en la que sirvió y recibió cinco heridas. Hay, por tanto, dos historias que se entrelazan: la de la pesquisa en pos de los recuerdos del muerto (y la consiguiente reflexión sobre nuestra relación con el pasado) y la crónica de su actuación en la contienda hasta su muerte. En la historia de los hechos, Cercas no conjetura nada, y cuando se refiere a sí mismo, en vez de usar la primera persona narrativa, se nombra como “Javier Cercas”; un par de veces asegura que, cuando le asalta la tentación de decir qué pensaría o sentiría Manuel Mena, se ha respondido que “un literato podría contestar a estas preguntas, porque los literatos pueden fantasear, pero yo no; a mí estas fantasías me están vedadas”. Esa relación minuciosa, impávida pero conmovida, de lugares y batallas, idas y vueltas al pueblo en los contados permisos, ha encontrado una prosa narrativa ágil y armoniosa, que se lee con fascinación. La otra novela, la que tantea entre sombras y revelaciones, dudas y viajes, tiene sus mejores momentos en los encuentros con los relatores del pasado y en la reconstrucción de la intrahistoria moral del pueblo de Ibahernando. Pero al final del libro hay un delta donde confluyen todas las aguas. Cercas ha viajado a Bot, un pueblo cercano a los lugares de la batalla del Ebro, donde estuvo el hospital de campaña que vio los últimos momentos de Manuel Mena. Un vecino del lugar lo sabe todo, e incluso vive todavía la que fue una adolescente que trabajó como auxiliar de las enfermeras. Nunca hemos estado tan cerca de la verdad, ni siquiera al descubrir los documentos que custodia Manolo Amarilla en Ibahernando o al entrevistar al taciturno anciano El Pelaor.
Y esa suerte de playa final donde todo se ordena tiene algo de lo que Unamuno definió como intrahistoria (pensando en otras guerras civiles): “Aquella casa de los muertos es la de todos” y está en el “presente eterno”. Y el novelista sabe que anda “haciéndome cargo de todos, convertido en todos, o más bien siendo todos”. Quizá Manuel Mena llegó a intuir que “era un soldado perdido en una guerra ajena”, porque fue uno más de aquella naciente burguesía rural que debió haber sido republicana, porque en verdad aquel régimen era el suyo, el que modernizaba el país y soñaba otro futuro. Pero a él, como a otros, les escandalizó el sectarismo sobrevenido, fueron a una guerra que creyeron obligada, envejecieron en el combate y luego volvieron a su mutismo histórico de antes. Cercas habla de dos imágenes de la batalla —la heroica y caballerosa, que retrató Velázquez en La rendición de Breda, y la siniestra, que Goya alumbró a la luz de un farol en la montaña del Príncipe Pío— y es patente que no hay otra que la última. No a todo el mundo le parecerá bien, sin duda, esta novela valiente y persuasiva; no propone un armisticio tramposo, sino un eco de aquella demanda lacerante de “paz, piedad, perdón” que Manuel Azaña dirigió a todos cuando aún estaban las armas humeantes.
El monarca de las sombras. Javier Cercas. Literatura Random House, 2017. 288 páginas. Se publicó el 16 de febrero en España.
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