Un autor popular. Un autor de novelas de aventuras. No sólo en el ambiente literario argentino esos calificativos se usan para rebajar a un escritor; en Francia le valieron a Pierre Lemaitre una verdadera interpelación sobre su legitimidad como ganador del premio Goncourt, el más importante de las letras de su país. Hoy, al tiempo que considera la discusión sobre el valor literario de la trama como algo retrógrado, reconoce con sinceridad desarmante que esas críticas le causan desazón. Esa vulnerabilidad le sienta bien a este escritor que parece tenerlo todo: lectores, traducciones, premios. A punto de viajar a Buenos Aires, para presentar en la Feria del Libro Tres días y una vida (Salamandra, 2016), su novela más reciente traducida al castellano, en una charla telefónica con Ñ habla de esta novela trágica, en la que un niño de 12 años mata por accidente a otro. Pero también conversa sobre sus años de aprendizaje como escritor, de la singularidad de sus libros dentro del panorama literario francés y de la ambiciosa trilogía que comenzó con Nos vemos allá arriba (Premio Goncourt 2013) y continúa con El color del incendio, que acaba de terminar hace pocos días.
–Algunos han notado un paralelo entre Tres días y una vida y Crimen y castigo, de Dostoievski. En ambas hay un asesinato al principio y luego se narran las consecuencias que tiene para el asesino. Quizá una diferencia es que Antoine, su protagonista, no parece sentir remordimiento...
–Dostoievski me resulta un escritor demasiado trabado por cuestiones de fe que me son extrañas. En especial, la pregunta por la redención, que en Dostoievski es fundamental, no pertenece a mi universo. Aparte de esto, hay diferencias considerables –se imaginará que, aunque no me guste, la comparación me halaga–: Raskolnikov comete su crimen de un modo muy consciente. En cambio, Antoine no comete un crimen, sino una falta. ¿Sabe qué me interesaba, en el fondo? La cuestión del crimen perfecto. Cualquiera que comete un crimen se plantea, antes que nada, cómo quedar impune. Pero cuando no hay juez, el asesino se convierte en su propio verdugo. Un crimen es perfecto a condición de que el asesino logre olvidarlo. Como Antoine no lo olvida, la impunidad convierte su existencia en una desgracia.
–Su personaje se condena a la vida de provincia, tema muy querido por la literatura francesa, y con el cual sus paisanos se han mostrado feroces. Pero comparados con los provincianos de Gustave Flaubert, los suyos son limitados, pero justificables.
–Estoy de acuerdo. Tengo fama de ser duro con mis personajes y me pone contento que alguien advierta que no lo soy. Quizá la razón es que mi visión de la provincia es política. Ese pueblo está marcado por el desempleo, la recesión, la crisis de las pequeñas empresas. Son los excluidos del neocapitalismo. No creo que Flaubert, cuando describía a los habitantes de Yonville, tuviese en mente otra cosa que la mezquindad espiritual de la vida de provincia; no le interesaban los mecanismos sociales que determinaban esa mezquindad. No digo, por supuesto, que yo lo haga mejor; digo que la comparación termina cuando se advierte que mi cámara no está ubicada en el mismo lugar.
–Además, hay fenómenos contemporáneos, como los inmigrantes de Europa del Este: el personaje de Kowalski, por ejemplo, provoca el rechazo de todo el pueblo.
–Es que esta historia tiene lugar en un ámbito reducido; habría sido imposible en París o Buenos Aires. ¿Y qué es lo que propicia el ámbito reducido? La aparición del chivo expiatorio. Cuando me pregunté quién era el chivo expiatorio ideal, me di cuenta de que, aún hoy, es el judío. Kowalski es polaco, pero ante todo es judío. Pertenece a una generación que debería estar bien asimilada, dado que la inmigración polaca data de la posguerra; pero hoy observamos que esa asimilación, de hecho, vuelve a cuestionarse.
–¿Qué piensa del actual rebrote del antisemitismo en Francia?
–Aunque se diga que la Historia no se repite, hay constantes que inquietan. En todos los momentos de crisis se vuelve imperioso encontrar culpables y los judíos, desde hace mucho, son el chivo expatorio más conveniente. Hoy, en Francia, tenemos una forma de antisemitismo larvado, que no puede expresarse abiertamente. Ahí se manifiesta un resurgimiento obstinado de la Historia.
–Me gustaría hablar de otro aspecto de Tres días y una vida: la presencia del mundo físico. La escena de la tormenta, por ejemplo, tiene una potencia extraordinaria. En la literatura anglosajona es común que la naturaleza ocupe un lugar central, en la francesa no tanto. ¿Sintió que hacía algo a contrapelo de la tradición?
–Lo estoy pensando ahora que me plantea la pregunta. Es cierto que desde el Romanticismo, de modo general, la literatura francesa se desinteresó de todo lo que pertenece al orbe natural. Habría que remontarse hasta Chateaubriand, al comienzo del siglo XIX, para encontrar momentos en los que la naturaleza se manifiesta, por así decirlo, como espejo del alma. A mí me interesaba que esa tormenta diera la impresión de que la naturaleza avasalla a la cultura. Cuestiones como el asesinato o el castigo son de orden cultural, pero la naturaleza vuelve a mezclar las cartas. En medio de la tragedia que vive Antoine, los dioses, de un modo jupiteriano, arrasan con el pueblo. Todo el mundo recibe una nueva virginidad. Salvo que los dioses también han decidido que nada los distraerá de la culpabilidad de Antoine.
–Es difícil imaginar una soledad mayor que la de ese chico: padre ausente, madre distante…
–Desde mis primeras novelas trabajo sobre esta hipótesis: el primer vector de locura es la familia. Escribí dos o tres novelas negras acerca de la familia como lugar donde se imbrica la locura del adulto. Pero no entendí, mientras escribía Tres días y una vida, hasta qué punto Antoine es un chico depresivo. En este aspecto, la madre tiene un papel paradójico: nadie puede reprocharle que trate de encubrir la falta de su hijo. Pero hay cobardía en su modo de hacerlo: mientras ella no sepa con certeza lo que pasó, puede convencerse de que no comparte con su hijo falta alguna. Y al mismo tiempo, esta mujer que no tiene una gran inteligencia, ni un gran coraje, tiene un valor único que la rige: voy a salvar a mi hijo.
–Hacia el final, usted nombra a escritores en quienes se ha inspirado para escribir ciertos pasajes. Uno me intrigó: Jean-Paul Sartre. ¿Por qué él?
–Esto merece un pequeño rodeo. A medida que escribo soy visitado, como todos, por tal o cual cara que vi, o frase que oí, y también por cosas que vienen de la literatura. La mayoría de las veces no me paro a pensarlo pero otras reconozco de inmediato de dónde viene lo que estoy escribiendo. En el caso de Tres días y una vida, es una frase que procede de Las Palabras, cuando Sartre habla de sus abuelos: “Había pasado su vida creando grandes eventos con pequeñas circunstancias.” La uso con uno de mis personajes, porque era la que mejor lo definía. O hacía una perífrasis trabajosa, o se la robaba descaradamente a Sartre. Me pareció demasiado exacta para cambiarla. Al final, nada de lo que escribimos nos pertenece.
–Usted quizá tenga algo más en común con Sartre. Cuando él empezó a escribir, la literatura francesa era el análisis; se menospreciaba la trama. Sartre los reivindica. También usted vuelve a la trama, y por esto más de un crítico llegó a cuestionar que se le otorgara el premio Goncourt.
–(Larga pausa). Una parte de mi vida de lector se dio en la época del Nouveau Roman. En ese momento se decidió expulsar al personaje, a la trama, para centrarse sólo en la estructura. Yo me alegré porque era un movimiento transgresor. No escribiríamos como lo hacemos hoy si no hubieran existido. Al mismo tiempo sentí desazón, porque mi escuela era popular: venía de Dumas, de Victor Hugo y, aunque también era lector de Proust, la trama me importaba. Ese debate envejeció: ya Borges reivindicó la trama.
–Usted empezó a publicar tarde en la vida. ¿Qué ventaja le aportó haber tenido una etapa de aprendizaje larga?
–Es cierto que empezar a publicar a los 56 años es tardío respecto de la norma. Ahora bien, detrás de esa pregunta está la concepción según la cual escritor no se hace, se nace. Es algo que heredamos del Romanticismo: la idea de que el talento es inmanente. Tuve una suerte extraordinaria: había enseñado literatura durante mucho tiempo. Pasé años explicando a mis estudiantes cómo leer entre líneas, cómo acelerar una escena, cómo mantener un ritmo. Y después de años de llenar así mi caja de herramientas, un día la abrí y pensé: bueno, yo también podría hacerlo. Eso me permitió no escribir nunca mi primer libro: pasé directo al segundo. Ese primer libro en el que uno suele volcar todo lo que trae, no lo necesité: tenía los recursos para contar una historia.
–Le propongo otra hipótesis: muchos se sorprenden de un escritor que comienza tarde porque la literatura es un oficio solitario. No es fácil sostener la confianza, sin alguna clase de legitimación, durante muchos años. ¿Usted, antes de publicar, nunca se preguntó si era un escritor de verdad?
–Mi respuesta es prosaica. Soy un hombre al que muy fácilmente invade la duda. Suelo dar la impresión contraria. Pero la verdad es que nunca encontré en mí mismo la fuerza para combatir mis dudas; sucedió que conocí, tardíamente, a una mujer que tuvo confianza por los dos. ¿Sabe?, cuando a uno lo sostiene la confianza de otro, las cosas se vuelven más fáciles.
–Acaba de terminar una novela. Ese suele ser un momento placentero para un escritor. ¿Puede contar algo sobre este libro nuevo?
–Dentro de poco voy a entrar en período de posparto, pero por ahora soy un parturiento feliz y puedo hablar del tema con soltura. Es la continuación de Nos vemos allá arriba. Trabajé sobre un período complicado: los años 30, el auge del fascismo. Es otra novela de aventuras, como se dice. Volvemos al tema de antes: la novela de aventuras no tiene buena prensa, desde Fantomas hasta… Bueno, digamos hasta mí. Y quizá el premio Goncourt y los lectores estén mostrando que, de hecho, la novela de aventuras responde a una de las primeras vocaciones de la literatura, que es ayudar al lector a descifrar el mundo.
Fuente: Gonzalo Garcés para Revista Ñ
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