Un texto que está más allá de su propia historicidad.
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La situación es esta: la tarde del 23 de julio de 1846, Henry David Thoreau abandona su cabaña en el bosque de Walden para llevar unas botas al zapatero y se encuentra con Sam Staples, el carcelero de la población de Concord, quien le recuerda (amablemente, al parecer) que lleva tiempo sin pagar los impuestos, Thoreau le responde que no puede hacerlo por una cuestión “de principios” y Staples le advierte que lo pone en el compromiso de tener que encerrarlo. Thoreau, que comprende su posición, acepta pasar la noche en la cárcel y allí cambia todo: esa noche es el punto de inflexión entre el individualismo contemplativo de su etapa anterior y su posterior acción revolucionaria.
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Thoreau había nacido en Concord (Massachusetts) el 12 de julio de 1817, veintinueve años antes de la noche de su encarcelamiento, y había sido primero un niño solitario y después un amante de la historia y de las mujeres mayores que se graduó en Harvard con notas no del todo brillantes y se negó a malgastar el dólar que se le pedía para emitir su diploma. Al volver de la universidad, en 1837, habían tenido lugar dos hechos fundamentales en su vida y en su pensamiento cuya importancia no puede ser soslayada: había iniciado la redacción de un diario que iba a ser el germen de sus obras posteriores y había conocido al poeta Ralph Waldo Emerson, quien sería su empleador, su amigo y su iniciador en los contenidos de la filosofía trascendentalista.
¿En qué consistía el trascendentalismo emersoniano? Se trataba de una filosofía monista que celebraba el yo, que creía semejante a la naturaleza (y también a Dios), de allí que fuera necesario rechazar la vida en sociedad para que el sujeto pudiese hallarse a sí mismo en esa naturaleza, a la que reflejaba y era exactamente igual a él. La experiencia en el bosque de Walden que Thoreau realizaría entre 1845 y 1847 puede entenderse como su mayor acercamiento a los contenidos de esta filosofía (en su ensayo sobre Thoreau, Bloom afirma que Walden “resuena con vigor a medida que se acerca al final, pero toca la música de otro”); la realización de unos trabajos prácticos cuyo resultado no sería solo la aprobación de la asignatura trascendentalista, sino también (y sobre todo) una de las experiencias más importantes para la constitución de su pensamiento y para la de lo que llamamos, de forma general (y no siempre valorándola en su justa medida) la “experiencia americana”.
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Thoreau vivió en Walden a partir del 4 de julio de 1845 (el día de conmemoración de la independencia estadounidense, por supuesto, lo que no deja de ser significativo) realizando algunos trabajos de carpintería y topografía para sus vecinos de Concord y procurando comprender si la comunión con la naturaleza era posible; más aún, si la renuncia a todos aquellos bienes materiales que no resultasen imprescindibles y a las verdades estatuidas conducía a la inflación de lo espiritual y del individualismo desinteresado que estaban en el fondo del trascendentalismo de Emerson.
A manera de justificación, el autor escribió: “Fui a los bosques porque deseaba vivir en la meditación, afrontar únicamente los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella había de enseñarme, y no sucediera que estando próximo a morir, descubriera que no había vivido”. Cuando el 6 de setiembre de 1847 (dos años, dos meses y dos días después del inicio de la empresa, como él mismo recuerda) dejó Walden, Thoreau no se sintió decepcionado sino que, por el contrario, pensó que tenía “otras vidas que vivir y no podía emplear más tiempo en esa”; durante su estancia en el bosque había continuado la escritura de su diario, cultivado un campo de habas e iniciado las dos únicas obras que publicaría en vida: Una semana en los ríos Concord y Merrimack (1849) y Walden o la vida en los bosques (1854).
Esta última fue el producto de un laborioso proceso de redacciones y correcciones (tuvo hasta siete borradores) y en su versión final compila los ensayos y anotaciones registrados por Thoreau en su diario mientras vivía a orillas del lago. En ellos el escritor norteamericano realiza una crítica de las sociedades urbanas y propone una suerte de praxis de la utopía, un acercamiento personal a la naturaleza coincidente con el máximo alejamiento de toda sociedad y de todo hacinamiento. Notablemente, Thoreau escribió Walden en pleno auge del industrialismo y, por consiguiente, en abierta oposición a los valores de su época y a todo lo que era aceptable y posible en ella. Allí, el autor escribe que “la civilización que ha estado mejorando nuestras casas no ha mejorado igualmente a los hombres que las habitan” y se empeña rabiosamente en demostrar con su ejemplo que una vida más simple y digna, cuyo sentido sea “vivir profundamente y extraer todo lo maduro de la vida, vivir tan vigorosa y espartanamente como para infligir una derrota a todo lo que no fuese vida” solo puede realizarse lejos de las ciudades. Aunque su ejemplo fue imitado extensamente durante la década de 1960 en los Estados Unidos (y no solo allí) y sirvió de inspiración y aliciente a las formas alternativas de vida que surgieron en el marco de la contracultura, particularmente el hipismo, la experiencia de Thoreau se diferencia de la de sus imitadores en un aspecto esencial: para el autor de Walden, el retorno a la naturaleza solo puede ser llevado a cabo de manera personal, ya que, de producirse de forma colectiva, conduciría a la instauración de las mismas sujeciones y compromisos que convierten a las ciudades en inhabitables (la experiencia de la vida en comunas en Europa occidental y en Estados Unidos en el período comprendido entre 1960 y 1990 parece darle la razón a este diagnóstico, por cierto). Acusado de ser un solitario, Thoreau replicó por su parte que no estaba “más solo que el lago Walden”.
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Algunos afirman que la politización de su pensamiento fue consecuencia indirecta de su fracaso artístico: tras regresar de Walden en 1847, Thoreau había creído ingenuamente que había llegado su momento como escritor, pero había tardado aún un par de años en publicar su primer libro, y esto solo a costa de enormes sacrificios y dinero propio. Una semana en los ríos Concord y Merrimack había sido ignorado y Thoreau había tenido que asumir ese rechazo tácito a sus aspiraciones como escritor (un rechazo, por cierto, que escondía cierta equiparación poética: la sociedad a la que Thoreau había dado la espalda le daba en ese momento la espalda a él, y es posible que el autor no haya sido ajeno a esto).
La resistencia al Estado que caracterizó su escritura y su accionar políticos a partir de ese momento parece, sin embargo, el paroxismo del pensamiento idealista que lo había llevado a vivir en Walden en primera instancia y, por consiguiente, la obra que mejor lo plasma, Sobre el deber de la desobediencia civil (1848), presenta vínculos ineludibles con su relato de esa experiencia.
La idea central del ensayo es la de que “si mil hombres dejaran de pagar sus impuestos este año, tal medida no sería ni violenta ni cruel, mientras que si los pagan se capacita al Estado para cometer actos de violencia y derramar la sangre de los inocentes”. Thoreau exige “no que desaparezca inmediatamente el gobierno, sino un mejor gobierno de inmediato” y su postura radica en llamar a la desobediencia civil hacia un Estado que engendra el servilismo y que sostiene la esclavitud y la guerra contra México. “No puedo reconocer ni por un instante que esa organización política sea mi gobierno y al mismo tiempo el gobierno de los esclavos”, escribe.
Aquí la palabra clave es “inmediatamente”. Para Thoreau no hay justificación posible para un gobierno que perjudica más de lo que beneficia a sus ciudadanos, y, en su opinión, todos lo hacen, de modo que es necesario acabar con ellos: “El mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto y, cuando los hombres estén preparados para él, este será el tipo de gobierno que todos tendrán”, escribe. Esto, por supuesto, encierra varias paradojas y contradicciones, la primera de las cuales es que, si bien Thoreau se negó a pagar un impuesto que creía que iría a parar a manos de los promotores de la guerra de conquista en México, dijo estar dispuesto a pagar uno para carreteras por su utilidad para sus vecinos: es obvio que ni un impuesto ni otro existirían si no hubiera gobierno y que este puede ocuparse tanto de la construcción de vías de comunicación como de la realización de invasiones, y es el ciudadano el que tiene que decidir si prefiere una cosa u otra. Por otra parte (y esta es tal vez la principal objeción que puede ponerse a su propuesta de la derogación del gobierno), el hecho de que Thoreau haya sido un hombre justo no debe hacernos olvidar de que la mayoría de los hombres no lo son; si bien es cierto, que como sugiere el autor, el temor a la ley no ha hecho a nadie bueno, parece evidente que quienes pretenden vivir su vida con rectitud pueden beneficiarse de (o al menos no verse obstaculizados por) la ley y del gobierno si estos son justos. Y cuando estos no lo son (como sucede en nuestros tiempos) pueden desobedecer; como afirma Thoreau: “Todo hombre que tenga más razón que sus vecinos ya constituye una mayoría de uno”.
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Sobre el deber de la desobediencia civil (nótese que el autor no considera que esta sea un derecho del ciudadano, sino su deber en relación a la sociedad en la que vive, lo que establece una diferencia notable entre la suya y otras propuestas de este tipo) no fue la única plasmación de su pensamiento político, que evolucionó desde la resistencia civil y moderada hasta la rebeldía abierta contra el Estado, pasando por la exhortación a violar una ley específica: la de la esclavitud.
John Brown |
Algunos años después de escribir su ensayo y pocos meses después de haberse encontrado con Walt Whitman, en 1857, Thoreau conoció al capitán John Brown, cuya figura se convertiría en el centro de la prédica política de sus últimos años. Brown se encontraba por entonces en Concord, recogiendo donativos para organizar la Underground Railroad, una sociedad clandestina dedicada a facilitar la fuga de esclavos negros al Norte y a comprar armas para su liberación. Thoreau volvió a verlo dos años después, el 7 de mayo de l859, y para entonces Brown ya era a sus ojos la mejor expresión de sus ideas acerca de la resistencia al Estado, de allí que, cuando el 19 de octubre llegó a Concord la noticia de que había sido capturado por tropas federales y sería sometido a consejo de guerra, Thoreau (que consideraba a Brown “un ángel de luz” y del que dijo bellamente que “habría colocado al revés un acento griego pero le habría ayudado a levantarse a un hombre caído”) sintió esa detención como si fuera la suya propia. Y de algún modo lo era: si Whitman había sido el gran poeta que acaso él no fuera nunca, el capitán Brown era el hombre de acción que él no podía ser.
Thoreau necesitaba el triunfo de esa acción no solo por causas humanitarias, sino también para sobrellevar la derrota artística, y se lanzó a una campaña alucinada en defensa de John Brown: primero exigiendo para él un juicio justo y luego tratando de movilizar a la opinión pública para impedir la ejecución de la sentencia que lo condenaba a morir ahorcado por violar una ley (la de la esclavitud) a la que consideraba injusta. Naturalmente, todo fue inútil. Brown fue ahorcado el día 2 de diciembre de ese año y Thoreau debió contentarse con cantarlo en furiosas apologías. El autor de Walden iba a sobrevivirlo solo un año: murió de tuberculosis en 1860 siendo ignorado como poeta, escarnecido como librepensador y humillado como hombre público. “El país no sabe todavía ni en lo más mínimo qué grande es el hijo que ha perdido” dijo Emerson en su entierro.
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Casualmente (imaginemos que las casualidades existen) Sobre el deber de la desobediencia civil fue publicado el mismo año que el Manifiesto Comunista de Karl Marx y Friedrich Engels y, como él, inspiró algunos de los más importantes movimientos políticos posteriores, en particular los liderados por Mahatma Gandhi y Martin Luther King. A pesar de que sigue siendo una extraordinaria herramienta de análisis, tengo la impresión de que el fracaso (económico, político, humanitario) de los proyectos políticos que a lo largo del siglo XX tomaron como punto de partida el Manifiesto Comunista le resta cierta utilidad en la práctica. En contrapartida, Sobre el deber de la desobediencia civil todavía señala un camino por recorrer; su principal publicista es (por supuesto) la obediencia, que es la que nos ha conducido a la situación actual y a las tragedias y catástrofes de estos días.
[Nota: La editorial española Iralka publicó Sobre la desobediencia civil en traducción y edición de Antonio Casado da Rocha en 2002, y la editorial Tundra lo hizo en 2012 en traducción de Víctor José Hernández Navarro. Existen ediciones en español prácticamente en casi todos los demás países hispanohablantes.]
Fuente: Jot down culture mag
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