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¡Maten a Borges!

La anécdota que voy a contar tiene varios pasados y en los corredores literarios del Buenos Aires de los años setenta todavía suscitaba respuestas extremas; no se sabe si cada vez que salía a la luz mediante charlas o anécdotas secundarias, en épocas como ésta, se enardecía en Argentina esa disputa moderna que toda cultura libra por el dominio de su propio canon literario o si la polarización política, previa a la instauración brutal de la dictadura, le imprimía a todos los ambientes una buena dosis de sensibilidad bélica y un deseo de aniquilación mutua.

Los poetas y narradores cultistas, los adoradores de la forma y súbditos alegres de la obra e influencia de Borges, la entendían en una dimensión que muchas veces rayaba en lo literal. Esto provocaba un miedo casi épico por las palabras que concentran el núcleo de la anécdota: "¡Maten a Borges!". Otros formalistas argentinos y latinoamericanos, digamos que con mejor sentido de la distancia y de su propio y refinado conservadurismo, afirmaban que la frase y todo aquello que la rodeaba ilustraba de manera contundente la planeación de un asesinato mayor, el de un exquisito gusto literario conquistado por la tradición argentina durante los siglos xix y xx, un gusto concentrado en Borges y amenazado por las voces resentidas de esos poetas y narradores de la cultura popular que se querían revolucionarios y dinamiteros.

Una de las últimas interpretaciones de la leyenda la dio el escritor Ricardo Piglia. Quizás la hizo circular en una de sus amenas charlas académicas y que disfraza con el título de "conferencias". Quizás la tituló así: "El duelo. Intriga y tradición en la ficción argentina del siglo xx" o algo parecido. En su interpretación, Piglia intenta condensar y de alguna manera armonizar su admiración por los dos escritores involucrados en el hecho: Jorge Luis Borges y Witold Gombrowicz. Piglia ve un fuerte paralelismo entre cierto núcleo de la obra de Borges y la enseñanza sobre las literaturas periféricas que es posible extraer de las novelas, cuentos y diarios de Gombrowicz. Este paralelismo está sustentado por la lectura que Piglia hace de la obra de Borges. No ve en él a ese autor que a través de una serie de figuras literarias –el aleph, el golem o el laberinto– logra despojarse de los rasgos culturales de su entorno para universalizar triunfalmente su mundo literario. Piglia lee la obra de Borges como una permanente tensión entre civilización y barbarie, esa vieja disputa que heredamos del siglo xix latinoamericano. La civilización entendida como el ámbito de la letra escrita, como la dimensión artística y letrada de la cultura, y la barbarie como el nicho de la cultura popular, oral y expresada en los asuntos de "cuchilleros" a los que también alude Borges en sus relatos y poemas.

Gombrowicz vivió en Argentina durante su exilio casi involuntario de veinticuatro años. Viajaba por el sur de América Latina cuando se enteró que Polonia había sido invadida por los nazis y que era imposible su regreso. Su obra fue la de un autor de la periferia europea, como fue y sigue siendo Polonia, que se exilia en otra periferia del mundo, la latinoamericana, y que lejos de reproducir el mito ya cansado de la imitación de lo occidental, más bien se decide a explorar literariamente por las condiciones terminales de lo periférico: el arrabal, la inestabilidad del espacio urbano en las metrópolis no protagonistas del desarrollo económico, la juventud e inmadurez de sus culturas y la imposibilidad de rivalizar con el Occidente europeo y norteamericano.

Dice Piglia: "¿Qué pasa cuando uno pertenece a una cultura secundaria? ¿Qué pasa cuando uno escribe en una lengua marginal? Sobre estas cuestiones reflexiona Gombrowicz en su Diario y la cultura argentina le sirve de laboratorio para experimentar su hipótesis. En este punto Borges y Gombrowicz se acercan." Sin embargo, en la anécdota es clara cierta rivalidad, al menos una distancia artística y hasta sociocultural, que guardan entre sí las figuras de Borges y de Gombrowicz.

La anécdota a veces comienza con la alusión a los dos grupos literarios a través de los cuales se escenificó la disputa cultural por la hegemonía literaria en Argentina durante la primera mitad del siglo xx, el grupo de Boedo y el de Florida, que toman sus nombres de dos calles porteñas. Según Rita Gnutzmann, "Florida era céntrica, lujosa y cosmopolita, y Boedo, una calle de suburbio gris, orlada de boliches y cafetines". El escritor Álvaro Yunque describió así el núcleo de intereses de ambos grupos: "Los de Boedo querían transformar el mundo y los de Florida se conformaban con transformar la literatura. Aquéllos eran "revolucionarios". Éstos, ‘vanguardistas’."

Desconozco si Gombrowicz frecuentó alguna vez a algún personaje del grupo de Boedo o si simpatizaba con su programa literario y político, lo que sí sé es que los escritores que lo conocieron en el exilio lo veían como un migrante europeo casi lumpen, desposeído de cualquier privilegio cultural y que sólo al final de su estancia en Argentina salió de su anonimato latinoamericano. Borges sí frecuentaba al grupo de Florida y participaba en sus publicaciones, sobre todo en su etapa vanguardista, recién llegado de Europa y envuelto en el ropaje del ultraísmo. Sin embargo, estos dos extremos han servido para identificar a Gombrowicz como el migrante que se sumerge en la cultura popular de Argentina y que ve en el circuito a veces ciego de lo cotidiano un gran potencial de creatividad cultural e imaginación literaria. Gombrowicz afirmaba que los infantes que voceaban el diario en las calles de Buenos Aires poseían una musicalidad y un tono de delirio y ternura urbanos que envidiaría cualquier escritor europeo de su generación. Por su lado, Borges, en estos años, los posteriores a la gran guerra, ya empezaba a ser canonizado y estereotipado como un autor europeizante y culto, sumamente intelectualista, como afirmaría en su antología del cuento hispanoamericano Seymour Menton en los años sesenta.

La anécdota cuenta que frecuentemente Gombrowicz se cruzaba con Borges en alguna calle de Buenos Aires. Borges por supuesto que no lo reconocía porque casi nadie reconocería a un escritor polaco que se había encargado de vivir su exilio al margen de las élites literarias. Sin embargo, como una extraña, íntima e irónica forma de reconocimiento, cada vez que Gombrowicz veía a Borges le gritaba desde la acera contraria: "¡Hey Borges, acá Gombrowicz!", para seguir su camino quizás hacia el café Rex, donde un irreverente Comité de Traducción, compuesto por poetas y escritores argentinos y el escritor cubano Virgilio Piñera, se daba a la titánica tarea de traducir al español la novela Ferdydurke, el tratado novelesco donde Gombrowicz despliega narrativamente su idea de la inmadurez como una forma de creación radical, algo así como una "barbarie dionisíaca" –según Ernesto Sabato–, una potencia renovadora que se ejerce desde distintos espacios "secundarios", como la juventud o la marginación cultural y política.

Durante años, Gombrowicz le susurró a Borges, con su peculiar saludo en las calles bonaerenses, que los poetas y narradores de la cultura popular le llevaban la cuenta, es decir, que lo reconocían como un dulce y peligroso adversario en la disputa por nombrar el mundo, por dotarlo de significación.

Al pie del barco que lo llevaría de vuelta no a Polonia pero sí a Europa, cuando su obra ya era reconocida y traducida a otros idiomas y el exilio argentino lo había transformado en un escritor doblemente periférico, Gombrowicz fue abordado por un periodista que lo cuestionó sobre el futuro inmediato de la literatura argentina. La pregunta final del periodista fue más o menos la siguiente: "¿Qué tienen que hacer los argentinos para adquirir la deseada madurez literaria?", a lo que Gombrowicz contestó: "¡Maten a Borges!". Después de dar la mítica y enigmática respuesta, Gombrowicz subiría de manera apresurada al barco que lo exiliaría para siempre de Argentina.

Fuente: Joaquín Marof

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