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Y el Formentor es para...


Uno de los principales exponentes de la llamada generación del boom latinoamericano con obras tan importantes como Aura, Terra Nostra, La muerte Artemio Cruz, Gringo viejo y La región más transparente, por mencionar algunas es Carlos Fuentes que en agosto pasado recibió el Premio Formentor en ocasión de cumplirse 50 años de la primera convocatoria y en reconocimiento a su obra “extensa, magnífica y sinfónica”.

Casi paralelamente a la entrega del premio, Fuentes publicó en El País un artículo titulado Estirpe de novelista, en el que elabora una suerte de canon literario latinoamericano. Se trata evidentemente de una introducción a un libro (¿antologìa? ¿historia?) en la que se pasea por la geografía del continente a través de una reseña cronológica que parte de la tradición literaria europea y que conecta en el siglo XV con el imaginario mítico latinoamericano en una oposición sincrética entre épica y mítica:

Europa necesitaba un mundo nuevo que colmara sus ansias de fantasía. Pero si la narrativa de las Américas se inicia con la imaginación mítica, Bernal Díaz del Castillo pronto la ubica en la conquista épica.

Dos narrativas que se encuentran, dos construcciones del mundo, dos representaciones que se entrelazan y que hasta la actualidad nos sigue hablando de dos corrientes que se relacionan especularmente preguntándose recíprocamente acerca de su esencia originaria y de su futuro.

La idea de América coincide con la Utopía de Tomás Moro, que Vasco de Quiroga quería recrear en Michoacán. Coincide con El príncipe de Maquiavelo, que parecería el abecedario de los conquistadores: no digas, haz. La descendencia literaria de Maquiavelo se encuentra en el Tirano Banderas de Valle-Inclán, los Archivos de Gallegos, el Pedro Páramo de Rulfo, el patriarca de García Márquez y, en su versión moribunda y final, en el Trujillo de Vargas Llosa. Genio y figura hasta la sepultura.

Erasmo de Rotterdam será para Fuentes la tercera de las principales influencias en el origen de la literatura del continente. El utopismo, entonces, tratando de impregnar la tierra prometida, la tierra de lo posible, la de la potencialidad y la sorpresa, la de lo incógnito: la otredad. Más allá del utopismo y su influencia, el autor continúa su revisión histórica recorriendo las obras fundacionales de las independencias y la fundación de las naciones modernas, atravesando el realismo y el regionalismo: el siglo XIX y el XX.

La cronología viene acompañada, por supuesto, de una enumeración de nombres que construyen una tradición, un canon que para el autor mexicano refleja la literatura de todo un continente. Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento, Fernández de Lizardi, Joaquín Machado de Assis, Rómulo Gallegos, Juan Rulfo y Agustín Yáñez para luego saltar a Jorge Luis Borges, inobjetable representante de la literatura latinoamericana del siglo XX y seguir veloz con Onetti, Cortázar y Bioy Casares.

Hasta allí todo más o menos bien, pero a partir de este punto la lista comenzó a “tener dolientes” porque cuando se trató de rescatar a los principales escritores y escritoras del siglo XX y XXI en América Latina, las omisiones se hicieron más evidentes. Me atengo al párrafo que más resquemores ha generado en las redes y es el que atañe a Chile, Argentina y Perú:

La literatura más variada y fervorosa de la América española es la argentina. La más sui géneris (como el país mismo) es la chilena. País de poetas (Neruda, Huidobro, Mistral, Parra), la narrativa moderna arranca con José Donoso y Jorge Edwards y prosigue hoy con Isabel Allende, Arturo Fontaine, Antonio Skármeta, Sergio Missana, en tanto que en Perú, después de la gran obra de Mario Vargas Llosa, que va de La ciudad y los perros a El sueño del celta, se refundan los derechos no sólo de la imaginación, sino de la expansión, simultaneidad y precipicios de la lengua. Santiago Roncagliolo es un ejemplo.

¿El gran ausente? Nada más y nada menos que Roberto Bolaño a quien bien me imagino sonriendo al momento de acercar un cigarrillo a sus labios. Lo preocupante es que Fuentes confiesa no haber leido a Bolaño y lo ha descartado no por su obra sino por el fenómeno, según él fúnebre, que rodea su figura. Colombia es definida como ardua por el escritor y destaca, luego de García Márquez, por supuesto, a Santiago Gamboa y a Juan Gabriel Vásquez. De México, su pais, destaca a Salvador Elizondo y nombra a Villoro, Enrigue, Solares, Celorio, Lara Zavala y, de pasada, menciona a “La literatura escrita por mujeres (que no literatura femenina)”.

Regresa al Caribe que define como la “cuna” de la literatura latinoamericana y luego de mencionar a Faulkner, Dereck Walcott y Jean Rhys, entre otros, se concentra en dos portentos ineludibles: Lezama Lima y Alejo Carpentier para finalmente aterrizar en Brasil y mencionar a Nélida Piñón, Jorge Amado, Clarice Lispector y João Guimãraes Rosa, Aleijadinho, Machado de Assis, y Juan Goytisolo. “No nos entenderíamos sin Brasil y Brasil no se entendería sin nosotros”, dice Fuentes en el cierre de su canon literario latinoamericano.

Vuelta al principio: dos razones motivaron esta entrada: la primera, el reconocimiento a uno de los máximos representantes de la literatura de América Latina con un galardón que recibieran en el pasado escritores de la talla de Samuel Beckett, Jorge Luis Borges, Juan García Hortelano, Jorge Semprún, Saul Bellow y Witold Gombrovicz. Regia refundación para un premio de larga data y de gran significación. La segunda razón de este escrito es la de la publicación de lo que parece su canon literario: canon en el que se inscribe y dentro del cual hace una marca, funda una tradición pero del cual ignora voces que ya se encuentran más que instaladas en la historia literaria del continente.

Como dato curioso pero importante, tanto Fuentes como Bolaño (que es el escritor que más se extraña en la lista) fueron reconocidos con el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos (este último, por cierto, es el único autor venezolano que incluye), como lo fueron también García Márquez, Vargas Llosa y Elena Poniatowska (a quien menciona sin nombrar).

Queda abierta la polémica y, de paso, la pregunta acerca de la validez del canon literario como sacrosanta palabra. A ello, otra entrada, pero antes, y como cierre (o apertura), una frase de Fuentes en otra entrevista:

La literatura es incómoda, no se adormece, es exigente y no fija nada; revela movimiento, lo sujeta a la verdad y nos obliga a dar muchas explicaciones al mundo. La literatura no trata de imponer la verdad, sino de cuestionar todas las verdades.





Fuente: El país

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