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La lengua: arma de los imperios


El inglés es considerado hoy la principal lengua universal, tanto por la cantidad de sus hablantes como por la variedad de ámbitos en que se emplea. El idioma de Shakespeare se ha convertido en la lengua franca del planeta, tras desplazar al francés en la diplomacia y tornarse el idioma más importante en los foros internacionales. Es lo que ha ocurrido siempre en la historia con las lenguas de los imperios; como sucedió con el idioma de Atenas en la Grecia de Pericles y con el castellano en la Conquista y el Coloniaje, por citar apenas un par de ejemplos. 

La lengua como instrumento de dominación

Cuando la antigua Roma empezaba a expandirse, antes de convertirse en un imperio, la clase dominante, el patriciado, vio claramente que una de las estrategias para mantenerse en el poder era adquirir los recursos del «bien hablar», es decir, dominar la lengua culta que los distinguiera de los plebeyos y aprender el misterioso arte de la retórica, desarrollado por los griegos que permitía dominar multitudes con el discurso. 
Por aquella época —estamos en el inicio del siglo I a. de C.— muchos gramáticos y retóricos griegos empezaron a desembarcar en la Península Itálica para ponerse al servicio de la clase dominante romana, ávida de conocer la retórica, un arte griego que ostentaba la fama de ser la ciencia del habla y el arte de convencer. 

Los patricios romanos sabían que para mantenerse en el poder deberían dominar la técnica del discurso profesional, el que permite arrebatar las masas y llevarlas al éxtasis; creían que con ese fin necesitaban manejar con soltura los secretos del estilo y conocer en profundidad las reglas de la gramática. Eran algunos de los secretos mejor guardados del poder. En efecto, los patricios habían comprendido que deberían atesorar celosamente para sí los misterios de la lengua porque, si estos caían en manos del pueblo, sería un resorte de poder que perderían. 

A comienzos del siglo I antes de Cristo, llegó a Roma el retórico y gramático Lucius Voltacilius Plotius Gallus, quien fundó una escuela de retórica al servicio de los que pudieran pagarle. Durante algún tiempo, este especialista de la palabra vivió a cuerpo de rey costa de ricos plebeyos enriquecidos que querían ofrecer una formación aristocrática a sus hijos. Pero finalmente un edicto impulsado por los aristócratas le prohibió seguir enseñando y lo obligó a cerrar la escuela. Es uno de los testimonios más antiguos que tenemos de cómo el dominio de la lengua y el poder de la elocuencia ha sido una propiedad de las clases dominantes en todas las sociedades basadas en la explotación del hombre por el hombre. 

El idioma español y el poder 
Mil años después de la caída del imperio romano, en agosto de 1492, cuando Cristóbal Colón estaba en el medio del Atlántico en su primer viaje hacia el Nuevo Mundo, el filólogo andaluz Antonio de Nebrija le entregó a Isabel la Católica la primera gramática del español, con la sabia advertencia de que «siempre la lengua fue compañera del imperio y, de tal manera lo siguió, que juntos crecieron florecieron y cayeron«.

Nebrija estaba hablando del imperio romano y del latín, la lengua que se extendió por casi toda Europa y el norte de África y se derrumbó con la caída de Roma, pero tanto él como la soberana ya intuían que España estaba al borde de emprender una aventura de conquista, de dominación y opresión de otros pueblos. Tenían por delante una era de explotación de tierras, gentes y riquezas como o se veía desde el tiempo de los Césares. En pocos años, los Reyes Católicos y sus sucesores crearon uno de los mayores imperios de la Historia, aniquilaron civilizaciones milenarias e impusieron a sangre y fuego la lengua de Castilla a los pueblos originarios, muchos de los cuales olvidaron incluso el habla de sus antepasados. 

Dos siglos más tarde, el rey Felipe V y su corte comprendieron que la gramática de Nebrija no era suficiente: la lengua de Castilla amenazaba con disgregarse al ser hablada en tierras tan extensas de otro continente. Surgían variantes dialectales que se desarrollaban en la propia España y en las lejanas colonias, y que se distanciaban peligrosamente de la norma central. Era preciso crear una norma única, bajo el principio de autoridad, con la obligación de enseñarla en todas las escuelas de los territorios dominados por España. 

Así, en 1713 el rey autorizó la creación de la Real Academia Española, con la misión de «cultivar y fijar la pureza y elegancia de la lengua castellana, desterrando todos los errores que, en sus vocablos, en sus modos de hablar o en la construcción ha introducido la ignorancia [...] y la demasiada libertad de innovar«. A partir de entonces, los cambios en la lengua quedarían sujetos a la decisión de una autoridad central en Madrid. 

El imperio español había tomado así las riendas de una lengua que se tornaba universal y establecido una autoridad que gobernaba todos esos territorios y que era regida por la Corona. 

Fuente: Ricardo Soca, La página del castellano

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