Un poeta peruano refiere su experiencia como profesor de lengua y su trabajo con los hijos de los inmigrantes hispanoamericanos que creen que la lengua de sus padres no es tan buena como la de España.
La escena ocurrió el primer día de clase. Pasé lista y, tal como tenía previsto, me enfrenté con una imaginativa combinación de nombres ingleses y apellidos españoles. La mayoría decía “presente, maestro” haciendo vibrar la /r/ sin redondear los labios, como lo aprendieron de niños para pronunciar “Pérez”, “Hernández” o cualquiera de esos apellidos que me hicieron sentir como si estuviera en Lima. Pero esa sensación duró poco. Era mi primer año como instructor de español en la Universidad de Rutgers (New Jersey), y me habían asignado una clase de “hablantes nativos”. Entonces no tenía mucha idea de lo que significaba ser “hablante nativo”, pero me bastó pasar lista para darme cuenta de que no se trataba de una categoría homogénea. Para aclarar el panorama, decidí conversar con ellos sobre cualquier tema con la excusa de escucharlos hablar. Casi todos se expresaban bastante bien, y si alguna vez incurrían en un anglicismo se disculpaban con un cantito que dejaba adivinar sus orígenes puertorriqueños, cubanos, dominicanos e incluso peruanos. Más confundido de lo que ya estaba, les pregunté por qué se habían matriculado en esa clase. “Para aprender el español correcto”, contestó un estudiante. “Eso lo sé”, le dije, “¿pero, qué entiendes tú por ‘español correcto’?”. Su respuesta fue tajante: “el español de España”. En ese momento me di cuenta de la tarea que me esperaba. No se trataba solamente de enseñarles la diferencia entre pretérito e imperfecto, el uso del subjuntivo, o la acentuación de tal o cual palabra, sino de hacerles ver que su condición de usuarios del español en un escenario como la Costa Este los convertía en actores de una situación cultural sin precedentes.
Al ser esencialmente oral y callejero, el español de esos chicos no había desarrollado las áreas de lectura ni escritura. Era extraño que la creatividad que demostraban al hablar se transformara en una penosa torpeza a la hora de escribir y leer un texto en voz alta. Todos sabemos que se trata de habilidades distintas, pero el problema era que se percibían a sí mismos como hablantes de segunda categoría, y al español como una lengua que socialmente era mejor ocultar. Conforme pasaron los días, la clase se convirtió en un espacio donde esa lengua vergonzosa era la única en la que nos comunicábamos, y muy pronto se animaron a hablar acerca de su experiencia cultural. Parte de esa confianza se dio porque me presenté ante ellos como peruano, pero debo reconocer que su prejuicio les jugó una mala pasada: cuando les pregunté de dónde creían que era, todos me contestaron que de España. En la fantasía de esos estudiantes el que su instructor fuera español les garantizaba depurar el idioma de las corrupciones sufridas en tierras americanas. De paso, me convertía en el poseedor de un saber prestigioso que me apartaba de ese grupo de personas para las cuales hablar español era excluirse automáticamente del main stream . A fin de cuentas, se trataba de hijos de inmigrantes que decidieron abandonar sus países en pos del sueño americano. Y ese sueño, ya se sabe, sólo se sueña en inglés. No sé si sufrieron una decepción al enterarse de que mi español era tan “impuro” y “corrompido” como el de ellos (de plano les dije que no iba a usar el vosotros sino el ustedes , y que no los obligaría a distinguir fonéticamente la /s/ de la /z/). De lo que sí puedo dar fe es que, además de sorprenderse, les alivió comprobar que no era necesario haber nacido en España para enseñar español, lo que significaba, en buena cuenta, que podían ser tan competentes como cualquier hablante peninsular.
¿Por qué esa obsesión con el español de España? Tal vez sin proponérselo, la academia norteamericana fomenta esta obsesión al llamar “español” a la lengua que los hispanoamericanos preferimos llamar “castellano”. Es como si cada uno de los millones de mexicanos, argentinos, guatemaltecos y paraguayos supiera íntimamente que España es una diversidad lingüística y que de esa diversidad, el castellano fue la que le tocó en suerte. Para nosotros, decir “castellano” es una manera de particularizar regionalmente nuestro origen y afirmar nuestra diferencia. En los EE.UU. la figura es distinta. Si bien hay extensas zonas del suroeste donde el bilingüismo es la norma, la enseñanza del español se inició en 1813, cuando George Ticknor ocupó la prestigiosa “Cátedra Smith” de francés y español en Harvard. Su tarea fue continuada por el historiador William H. Prescott y el poeta Henry W. Longfellow, el primero en traducir al inglés las Coplas de Jorge Manrique. Este último dato es importante: las clases impartidas por estos pioneros no tenían como finalidad el aprendizaje del español, sino la interpretación de textos literarios traducidos en muchos casos al inglés. Si incluso para nosotros la distinción entre “español” y “castellano” no es pertinente en literatura, se entiende que los programas y departamentos norteamericanos hayan mantenido ese nombre.
Poco a poco, mis estudiantes fueron tomando conciencia de que hasta la más mínima noción gramatical aprendida en clase tenía un sesgo cultural e ideológico. Se trataba de recuperar una lengua que muchos de sus padres dejaron atrás junto a un pasado traumático que, con toda razón, no querían para sus hijos. El sólo hecho de que esos muchachos y muchachas asistieran a la universidad era una señal de que los fantasmas de sus padres se estaban desvaneciendo y que en el futuro gozarían de oportunidades negadas en su país de origen. Pero ya sabemos que los fantasmas no se desvanecen así tan fácilmente. Que el español sea más popular que el francés, el alemán y el ruso en las escuelas y universidades norteamericanas suele explicarse por el declive de la influencia francesa, la derrota alemana en las dos guerras mundiales y el fin de la Guerra Fría; pero hay otras razones que tienen que ver con lo que llamaría “emotividad histórica”. A diferencia del alemán y el ruso (y en nuestros días el árabe), la enseñanza del español nunca fue parte de una política gubernamental de defensa, sino una estrategia de acercamiento a una minoría cada vez más decisiva en todos los ámbitos de la cultura norteamericana. Para el caso de los hijos de los inmigrantes hispanos, recuperar la lengua de sus abuelos era la única manera de preservar una identidad confusa y no sentirse absorbidos por la violenta homogenización que exige el main stream .
La alusión a los abuelos no propone ninguna metáfora familiar. Cuando les pedí a mis estudiantes que escribieran una composición acerca de su primer contacto con la lengua española, ninguno mencionó las canciones de Shakira ni las de Ricky Martin. Todos, sin excepción, escribieron acerca de su abuela (o abuelo) que los cuidaba cuando eran niños mientras sus padres se iban al trabajo. Fue gratificante comprobar que para muchos de ellos el salón de clase era una extensión de ese vínculo. Y que comprendieran que el único bien cultural que se resiste a ser propiedad privada es el lenguaje.
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