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Entre el plagio y la intertextualidad


Un libro publicado en España, en febrero del año pasado, fue secuestrado de las librerías en septiembre por orden de la heredera de Jorge Luis Borges. ¿Por qué?























Hay una escena interesante en Perdidos en la noche, de John Schlesinger, una película de 1969. Allí Joe Buck (Jon Voight), un cowboy de encanto ingenuo, convencido de que es la salvación de muchas mujeres solitarias y faltas de amor, conoce a Rasto Rizzo (Dustin Hoffman), un timador y ladrón de poca monta, un tullido con grandes ambiciones. Los dos personajes viven una estrecha relación en una Nueva York asfixiante. En un momento, a poco de comenzada la película, pasa algo inquietante. Rasto Rizzo, vestido con un ambo blanco, camina junto a Joe Buck por la calle, parloteando. La toma está hecha a distancia, con un teleobjetivo, lo que crea la ilusión de que los personajes caminan en el mismo sitio. Peatones tomados inadvertidamente se cruzan delante de la cámara. Al llegar a la esquina, al cruzar la calle, sucede algo que no estaba previsto en el guión: un taxi está a punto de atropellar a Dustin Hoffman. Y Hoffman, fiel discípulo de la escuela del Actors Studio, encara al taxista y le grita: “I’m walking here!” (¡Estoy cruzando yo!), un modo significativo, o mejor dicho ejemplar, con que el personaje reclama existencia. María Kodama es como Rasto Rizzo. De tanto en tanto es ignorada, pero ella se las ingenia para reclamar su existencia. Se entiende, a nadie le gusta ser ignorado. Eso es algo que con relación a Kodama en la Argentina sabemos muy bien desde hace tiempo. Más precisamente desde la muerte de Borges, en 1986. Pero al parecer en España acaban de enterarse.
La angustia de las influencias
Lo cierto es que, tal como lo explicitó Annick Louis en su Borges, obra y maniobra, la muerte de Borges posibilitó prácticamente la duplicación de los textos borgeanos. Me refiero a que en vida de Borges éste había prohibido que, por ejemplo, Inquisiciones integrara sus obras completas o fuera reeditado. Fue Kodama quien decidió compilar y publicar una gran batería de textos (publicados en la Revista Multicolor, o en El Hogar, por ejemplo) que Borges jamás hubiera permitido que salieran a la luz. O que incluso, si hubiera sido por él, habría llegado a tomarse el trabajo de quemar.

También solemos mirar con cierta inquina su celo a veces inexplicable en el cuidado del legado del maestro. Hace poco causó gran conmoción el pase de la edición de las obras completas de Borges de la editorial Planeta a Random House Mondadori. El pase en sí nos tiene sin cuidado, pero en el caso de El hacedor, por ejemplo, sin advertencia previa, sin motivo aparente, la edición carece de una sección entera, titulada Museo, que incluye, entre otra media docena de textos, el epílogo al libro.

En estos días María Kodama está siendo protagonista de un affaire que tiene como protagonista a un joven escritor y a una editorial española, que parecen sorprendidos por haber descubierto la existencia de una albacea literaria. El autor se llama Agustín Fernández Mallo, y la editorial, Alfaguara. Fernández Mallo es ya una joven realidad de la literatura española. Nació en La Coruña en 1967 y es licenciado en Ciencias Físicas. En 2001 publicó un libro de poemas, Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus, pero es famoso por haber puesto en marcha el llamado “Proyecto Nocilla” y haber publicado su primera novela, Nocilla Dream, a la que siguieron Nocilla Experience (2008) y Nocilla Lab (2009). En cuanto a su “Proyecto Nocilla”, cabe destacar que Nocilla es la marca de una crema untable de avellanas con chocolate, de origen español, cuya realización se inspira en la marca italiana Nutella. Detalle que podría no tener importancia pero que la tiene, por lo de inspiración y por lo de copia.

Resulta que Fernández, resuelto y devoto y desinformado admirador de Borges, concibió un libro titulado El hacedor (de Borges). Remake, donde de un modo un tanto insólito reproduce íntegramente, con leves cambios, el Prólogo y el Epílogo de El hacedor, sin contar un sinnúmero de citas ocultas y sin contar que cada uno de los textos que lo componen llevan el mismo título que los textos que componen el libro de Borges. La obra apareció en febrero. El mes pasado María Kodama, acción judicial mediante, hizo retirar los ejemplares de las librerías españolas. Lo que para Fernández Mallo es un homenaje, para María Kodama es una falta de respeto (no aclara una falta de respeto a quién). Revuelo. Fernández Mallo aduce que “Borges fue el primero en usar las mismas técnicas de apropiación y reescritura que yo”, sin especificar dónde Borges habría usado esa técnica. Técnica que sí, en cambio, usó Miguel de Cervantes en la segunda parte del Quijote a comienzos del siglo XVII, cuando copió de cabo a rabo una de las historias de santos incluidas en La leyenda dorada de Jacopo della Voragine y la aplicó, cambiándole alguna que otra palabra, a Sancho Panza impartiendo justicia salomónica en la ínsula firme de Barataria. ¿Pero Borges? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Pero vayamos a los textos, tratando de ponernos en los zapatos de María Kodama, o mejor, en los zapatos de los abogados de María Kodama, ya que ella no parece haberse tomado el trabajo de leer el libro de Fernández Mallo. En el peor de los casos, si fuera verdad que María Kodama no leyó el libro del español, la decisión puede ser interpretada de otro modo: si ante la vista de tu libro un abogado corre presuroso a bocharlo es porque es probable que algo ilegal estés haciendo.

Veamos los resultados de utilizar la herramienta Fernández Mallo. Donde Borges en El hacedor comienza diciendo “Los rumores de la plaza quedaron atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en el hipálage de Milton”, Fernández Mallo escribe: “Los rumores de la plaza quedaron atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores a la luz de las lámparas estudiosas, como en el hipálage de Milton”. No hace falta ser un abogado, ni siquiera hace falta ser Kodama, para pedir instantáneamente que se retiren los ejemplares de las librerías. Es más, si a cualquiera de nosotros nos pasara lo mismo, si nos encontráramos con líneas y líneas reproducidas literalmente por otro, probablemente no nos contentaríamos con que el libro desapareciera de las librerías y pediríamos la cabeza del escritor en cuestión –y que parezca un accidente.

Las similitudes en el Prólogo siguen. Pero aparece una modificación: donde Borges menciona “el árido camello del Lunario” (refiriéndose al Lunario sentimental de Lugones), el español menciona y cita las primeras líneas de Volverás a Región, de su compatriota Juan Benet. Y luego, donde Borges cita a Virgilio, Fernández Mallo cita a Borges. Pero de inmediato vuelve atacar la literalidad, y donde Borges dice: “Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas convencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío”, el español escribe: “Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas cuantas cordiales y convencionales palabras, y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Borges, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío”. Las similitudes siguen en el Prólogo y en el Epílogo.
En su defensa, Fernández Mallo recuerda que esa técnica (o sea recoger un legado y transformarlo: remake) es algo que en la literatura no supone mayor desconcierto para el lector. Y cita como ejemplo a Guillermo Cabrera Infante, quien (siempre en palabras de Fernández Mallo) “en su libro Exorcismos de esti(l)o, hace un remake del Epílogo de El hacedor, que titula Epilogolipo, en el que sólo se cambian unas cuantas palabras. Creo que es un precedente que legitima también mi obra, una especie de jurisprudencia moral”. Veamos si la herramienta de Cabrera Infante es la misma.

En el Epílogo a El hacedor, Borges dice: “Quiera Dios que la monotonía esencial de esta miscelánea (que el tiempo ha compilado, no yo, y que admite piezas pretéritas que no me he atrevido a enmendar, porque las escribí con otro concepto de la literatura) sea menos evidente que la diversidad geográfica o histórica de los temas. De cuantos libros he entregado a la imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta colecticia y desordenada silva de varia lección, precisamente porque abunda en reflejos y en interpolaciones”. Cabrera Infante, por su parte, escribe: “Desee Dios que lo que de monótono tiene este potpourri (que el tiempo recogió, no yo, y que incluye enxiemplos pretéritos que no quiero corregir, porque los escribí con otro concepto de lo poético) se muestre menos evidente que el disímil origen geopolítico o histórico de mis motivos”. No, lo hecho por Cabrera Infante no legitima nada. Cabrera odia a Borges. Toma su Epílogo de El hacedor y lo reproduce íntegro, pero con una salvedad: omite, “oulipianamente” (de ahí su título) todas las letras “a”, tan comunes en español, de modo que el texto de Borges resulta una parodia: Borges está ahí, pero de alguna manera ése no es Borges. La mera omisión de la letra “a” implica para Cabrera (como para Georges Perec en La disparition, donde lo que omite es la letra “e”, tan común en francés) una búsqueda creativa de sinónimos para reemplazar las opciones lexicales pretenciosas, trascendentales y lastimeras de Borges.

En contraposición, la operativa de Fernández Mallo con el mismo texto arroja el siguiente resultado: “Quiera Dios que la monotonía esencial de esta miscelánea (que el tiempo ha compilado, no yo) sea menos evidente que la diversidad geográfica o histórica de los temas. De cuantos libros he entregado a la imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta colectiva y desordenada silva de varia lección, precisamente porque abunda en reflejos e interpolaciones”. Los procedimientos de Fernández Mallo y de Cabrera Infante tienen tanto que ver entre sí como un camello tiene que ver con El infinito de Leopardi. Uno huele a parodia y el otro no huele a nada.

Quien en cambio sí podría servir como precedente es un argentino, Juan Rodolfo Wilcock, quien en un breve relato de Hechos inquietantes utilizó la herramienta del remake. Efectivamente, Wilcock parece haber tomado un texto periodístico titulado La desaparición de las estrellas, y con el reemplazo de una sola palabra generó un texto nuevo titulado La desaparición de las putas. Claro que Wilcock escribió eso en la misma época en que Cabrera Infante escribió lo suyo, a comienzos de los 70, cuando la normativa en torno a los derechos de autor era otra. Tal vez la nota periodística era anónima, o tal vez había sido escrita por un amigo de Wilcock, o era antiquísima. No lo sé. Wilcock fue amigo de Borges y a modo de homenaje al maestro escribió un libro que es un remedo de Historia universal de la infamia titulado La sinagoga de los iconoclastas.
El procedimiento de Fernández Mallo (y siempre me refiero a lo hecho con el Prólogo y el Epílogo de su libro, no al resto, que reboza creatividad e ingenio, y donde retrata a su época aludiendo a la Coca-Cola Zero, a los muñequitos de Kinder Sorpresa o a Caro diario de Nanni Moretti), recuerda más bien aquel otro, el de Daniel Omar Azetti, un argentino que en un concurso de cuentos organizado por el diario La Nación en 1997 obtuvo el primer premio con un cuento titulado La ilusión que se escurre, que resultó ser muy similar a El espejo que huye, de Giovanni Papini. Su relato era una copia casi exacta del texto del escritor florentino. “No es un plagio –dijo entonces Azetti–, es una construcción intertextual.” Para luego agregar algo con palabras que se parecen mucho a las dichas por Fernández Mallo: “Soy un gran admirador de Papini y de la literatura de ciencia ficción. Uno se debe a sus maestros y ellos me protegen.” También recuerdan a Sergio Di Nucci, otro premio literario cuya obra, Bolivia construcciones, contenía una treintena de páginas copiadas de la novela Nada, de la española Carmen Laforet. Eso ocurría en 2006, y Di Nucci se defendió de un modo muy similar al de Fernández Mallo, aludiendo a un procedimiento de larga data, con prohombres como Juan Rodolfo Wilcock en sus primeras crónicas y en sus últimas novelas italianas. “Con sólo introducir una única modificación un mismo texto [Wilcock] cuenta otra historia”, decía Di Nucci.

Los casos que acabo de citar sientan precedente, y el final de todos ellos fue parecido: Bolivia construcciones fue retirado de las librerías, pasó al olvido. Y sin embargo tanto Azzetti como Di Nucci tienen un halo de cretinismo y caradurez que Fernández Mallo no tiene.

Cuando los abogados de Kodama hicieron retirar en septiembre los ejemplares de las librerías españolas, una carta de protesta comenzó a circular en Internet y vía mail. La carta, redactada por el escritor español Miguel Espigado, esgrimía la defensa más o menos en los mismos términos en los que trató de defenderse Fernández Mallo y concluía con un ruego a Kodama para que reconsidere su decisión. Entre los firmantes figuraban Miguel Espigado en primer lugar (de donde deducimos que fue escrita por él), Sergio Di Nucci (obviamente), Juan Villoro, Rosa Montero, Andrés Neuman, Sergio Chejfec y Beatriz Sarlo, entre muchos otros. (¿Por qué Daniel Omar Azetti no firmó esa carta? ¿Qué fue de él? ¿Qué opinará de todo esto? Desde acá le mandamos un saludo.)

Contemporáneamente, la editorial Alfaguara dio a conocer un comunicado escueto, donde explica que en el proceso de edición del libro jamás sospecharon “que el libro pudiera ser leído de una manera negativa contra la persona o la obra de Jorge Luis Borges”. Hacen una diferenciación entre un problema jurídico y uno estético. Ante el jurídico se rinden sin chistar, pero en el terreno estético manifiestan disconformidad con Kodama. “Una de las muchas innovaciones que Borges trajo a la literatura fue la de usar los procedimientos paródicos sobre sus propias influencias, sobre los autores que admiraba y se sentía influido. Si Borges no hubiera existido, Fernández Mallo jamás hubiera podido escribir un libro como su Remake. Justamente por ello –prosigue el comunicado– pensamos que el suyo es un gran homenaje a la persona que inventó para la literatura española este tipo de procedimientos de apropiación y juego. Borges ideó una forma de hacer literatura de la que Fernández Mallo es heredero fiel y agudo. Como sus editores, lamentamos que este libro no se hubiera entendido en esa clave.”

El comunicado de Alfaguara está tan lleno de imprecisiones que parece escrito por el propio Fernández Mallo. Hay que repetir la misma pregunta hecha al principio: ¿dónde, cuándo usó Borges el procedimiento del llamado remake? Se habla de juego por primera vez en todo este affaire. Un juego lleva implícito la aceptación de ciertas reglas. Como ser pedir autorización para reproducir fragmentos de un libro. Más siendo de Borges. Más aun siendo María Kodama la heredera. ¿Cómo es posible que a nadie en la editorial Alfaguara en España se le haya cruzado por la cabeza pedir autorización para reproducir un prólogo y un epílogo enteros?

Ampliemos el razonamiento. Supongamos que efectivamente Borges hubiera usado el procedimiento del remake entendido en modo peninsular. ¿Habilitaría del mismo modo al plagio el hecho de que Cervantes plagiara a un obispo genovés de fines del siglo XIII?

Hace poco Jean-Luc Godard dijo algunas cosas geniales. “La propiedad intelectual no existe, estoy en contra de la herencia. Que los hijos de un artista puedan beneficiarse de los derechos de las obras de sus padres... Hasta la mayoría de edad por qué no, pero después no me resulta evidente que los hijos de Ravel se lleven dinero por los derechos del Bolero.”
Es un punto de vista interesante, pero lo cierto es que hasta el mismo Godard se cuida, en el momento de recurrir a imágenes filmadas por otros, de no tomar más que células, cortos planos, no escenas enteras. Una cosa son los deseos y las aspiraciones y otra muy distinta es la realidad cotidiana, llena de abogados dispuestos a meterte la mano en los bolsillos y sacarte el dinero que te ocupaste de ganar dignamente. En música la legislación relacionada con la cita parece más estricta. Uno puede libremente componer y ejecutar variaciones sobre un tema cualquiera, pero llegado el caso de que a alguien se le ocurriera transcribir más de tres compases de la obra original va a tener que pedir autorización y pagar derechos. En literatura también hay una legislación vigente, que seguramente enarbolaron los abogados de Kodama en el caso de Fernández Mallo. Entonces, suponiendo que el estereotipo del artista en las nubes funcionara y que Fernández Mallo jamás leyera los diarios y tuviera de la Argentina y de Borges y Kodama tanta noción como acerca de la vida sexual de las almejas, la pregunta es: ¿cómo es posible que a la editorial Alfaguara no se le haya ocurrido corroborar las transcripciones textuales de Borges existentes en el libro de Fernández Mallo y pedir la bendita autorización? Ese es el misterio más grande de todo este affaire. Aunque hay un dato que vuelve menos inocente al autor español: para titular su primer libro, Nocilla Dream, tomó el recaudo de pedir autorización a Nutrexpa, la empresa dueña de la marca.

Godard, como casi siempre, tiene razón, pero el affaire Fernández Mallo-Kodama pone de manifiesto que existe una regulación que puede no cumplirse, pero que en ese caso no da lugar para la queja ni para las cartas de protesta. Lo que María Kodama vino a decir es que ella, nos guste o no, al igual que el Rasto Rizzo de Perdidos en la noche, existe. Aunque leyendo el libro de Fernández Mallo me temo que ni aun pidiéndole autorización hubiera accedido a la publicación de ese libro. Parece que el juego del remake no es algo que a Kodama le guste mucho.


Fuente: Guillermo Piro, La Nación

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