Análisis de la narrativa peruana de los últimos quince años en el marco
de las agendas narrativas provenientes de periodos anteriores. Para
ello, empezamos, sumariamente, refiriendo las agendas que se formularon
en décadas pasadas, y luego analizamos cómo éstas se insertan y renuevan
en la producción narrativa última.
La historia de la narrativa peruana está marcada por una serie de agendas problemáticas formuladas desde distintos colectivos sociales y lugares de enunciación. En algunos casos, logran ser desarrolladas, convirtiéndose en agendas canónicas, pues, debido al consenso que logran, establecen los temas centrales de la narrativa peruana, y fijan su corpus. Uno de estos casos es el indigenismo. Fue una agenda formulada a finales del siglo XIX y comienzos del XX, en el marco de los proyectos de estado-nación que por esa época se estaban gestando en el continente latinoamericano. El punto central de esta agenda era la inserción en la plataforma literaria de colectivos sociales y étnicos que hasta ese momento no formaban parte del imaginario cultural peruano. Como ocurrió en otras manifestaciones artísticas, sobre todo en la plástica, en la narrativa el sujeto social insertado fue el indio2. Asumieron esta agenda pensadores de la talla de José Gálvez, José Carlos Mariátegui, y narradores como Clorinda Matto de Turner, Enrique López Albújar, y los hermanos García-Calderón, que lograron dotarle de sentido y profundidad al tema. Esta agenda es una constante en la narrativa peruana, y cada cierto tiempo es renovada y puesta en vigencia. Sucedió con José María Arguedas, que logra disolver las imágenes estereotipadas del indio que había producido el primer indigenismo —un indio colonial, que no habla, está feminizado, y requiere del paternalismo del blanco—, y nos propone un indio más dinámico, problemático y rebelde. Más adelante, se producirá otra renovación con las producciones de Edgardo Rivera Martínez, que trata de reconfigurar los escenarios y los temas propios del indigenismo, insertando en él elementos y preocupaciones de la literatura clásica. En su relato Unicornio, por ejemplo, hace aparecer a este ser mitológico en las montañas andinas. Últimamente, en la novela de Laura Riesco, Ximena de dos caminos, se vuelve a dar un giro de tuerca a la agenda que, desde la plataforma de una novela metafictiva, somete a crítica los temas tradicionales del indigenismo.
Otra agenda canónica es la que da origen a la narrativa urbana. El germen de la propuesta ya estaba en novelas como El daño o El Duque de José Diez-Canseco, y en Casa de Cartón de Martín Adán. Pero alcanzará el nivel de proyecto colectivo en los años cincuenta, con los trabajos de Carlos Eduardo Zavaleta, Mario Vargas Llosa y Oswaldo Reynoso. Así como el indigenismo surgió en el marco de los debates sobre los estado-nación emergentes del siglo XIX, la narrativa urbana aparece en el contexto de los procesos de modernización social generados en la década del cincuenta, que cambiará el rostro a la sociedad peruana3. En esta agenda, el punto central era dar cuenta de un espacio referencial que emergía con fuerza en el imaginario social: la ciudad. O, más exactamente, Lima. Y sobre este espacio, se insertaban nuevas problemáticas y sujetos sociales, ligados a la vida urbana: marginalidad, el mundo privado de los sujetos sociales, el impacto de los medios de comunicación, la drogadicción, nuevas formas de racismo, y, sobre todo, el subdesarrollo urbano.
Agendas no-canónicas
Paralelamente a la formulación de estas agendas, se plantearon otras que no lograron un consenso como el conseguido por las canónicas. A comienzos del siglo XX aparecen dos casos. Primero, el relato fantástico, de Clemente Palma. Su propuesta implicaba insertar la narrativa peruana en la tradición occidental, proceso exitoso en otras zonas de América Latina, como Argentina. Pero en el Perú no resultó. Es cierto que en el tejido narrativo de varios autores se puede encontrar «marcas» de este género, pero no logra constituir un corpus diferenciado de otros, al punto de poder hablar de una narrativa fantástica en el Perú4.
Una situación distinta se produce con el caso de la narrativa vanguardista, propuesta, también a inicio de siglo, por Adalberto Varallanos. A pesar de su insularidad inicial, la estética vanguardista será uno de los puntos de referencia en la narrativa de los años cincuenta y sesenta, sobre todo en los primeros trabajos de Carlos Eduardo Zavaleta y la primera etapa, «experimental», de Mario Vargas Llosa. De esa manera, la agenda abierta por Varallanos se inserta en la narrativa peruana, aunque no podríamos decir que existe una narrativa vanguardista en el Perú, salvo mencionar casos aislados5. En ambos, estamos ante agendas no-canónicas, pues se presentan como alternas a las canónicas, sin discutir frontalmente sus contenidos, constituyéndose, debido a su presencia, aunque periférica, como una suerte de latencia en la narrativa peruana.
Agendas anticanónicas
Existen otras agendas que se presentan como anticanónicas. Un caso ejemplar es la que formula en los años sesenta el Grupo Narración. En un periodo dominado por la agenda de la narrativa urbana, sobre todo en la línea desarrollada por Mario Vargas Llosa, a mediados de la década del sesenta un grupo de escritores, entre los que destacaban Oswaldo Reynoso, Miguel Gutiérrez y Eleodoro Vargas Vicuña, edita una revista llamada Narración. Esta publicación se distinguía de otras de su género, como Mar del Sur o El Dominical del diario El Comercio, por tratar de situarse en una posición alternativa a las publicaciones literarias que, suponían, representaban a los grupos de poder económico del país. Esto último los llevó a desarrollar un programa que intentaba insertar en la narrativa peruana formas como el testimonio y la crónica social, cuya finalidad era evidenciar la situación social y política de los sectores marginales y empobrecidos de la sociedad peruana. Su planteamiento duró lo que les permitió el entusiasmo pues, poco después, al margen de las polémicas internas, los integrantes del grupo insertaron su producción narrativa en las agendas vigentes. Aunque algunos, sobre todo los periféricos del grupo, insistieron en el programa, e incluso, congeniaron el activismo político con su escritura, como es el caso de Hildebrando Pérez Huaranca, autor de Los ilegítimos.6\
Narrativa del noventa: renovación, ruptura y proyecciones.
En los últimos quince años en la narrativa peruana se han procesado estas agendas en un contexto donde la cultura global ha diluido las relaciones de centralidad y periferia, propias de la sociedad tradicional, inaugurando un tipo de relación que podríamos denominar, provisionalmente, como «rizomática», tomando la noción de Gilles Deleuze7. En este marco, fenómenos como la globalización, el multiculturalismo y el fundamentalismo terrorista no constituyen eventos externos a sociedades como peruana —periférica desde la perspectiva del modelo tradicional—, sino que están interiorizados y forman parte de sus estructuras, pues en el mundo global no hay centro, sino redes, puntos de conexión entre los diferentes espacios geopolíticos y culturales.
Estos eventos han producido distintas respuestas en la narrativa peruana: por ejemplo, una suerte de «ilusión» cosmopolita se denota en algunos escritores de los noventas, proclives a situar sus narraciones en escenarios globales, como París, Nueva York o Madrid, pero en muchos casos la referencia se reduce a lo toponímico —un listado de calles y zonas—, como en algunos pasajes de las novelas de Iván Thays o los cuentos de Marco García Falcón. Asimismo, el multiculturalismo ha generado la atomización de los espacios referenciales. En el caso de la urbe limeña, novelas como, por ejemplo, Al final de la calle, de Óscar Malca, se leen como literatura del distrito limeño de Magdalena, lugar donde transcurre la historia del personaje. Otras como de Miraflores, La Molina, centro de Lima, San Juan de Lurigancho, e, incluso, espacios de diferenciación social y cultural como la Universidad de San Marcos o la Pontificia Universidad Católica. El fundamentalismo terrorista, en el caso concreto de Perú, con el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru y Sendero Luminoso, ha hecho que se desarrollen narrativas que remiten a traumas atávicos, que retoman antiguas dicotomías raciales —blanco y criollo vs cholo e indio—, políticas —apristas vs comunistas, senderista vs MRTA o políticos tradicionales vs políticos chichas—, y de origen —costeños vs serranos, limeños vs provincianos o criollos vs andinos—. Del mismo modo, desarrollan temas ya canonizados, como los mitos precolombinos en el caso de Óscar Colchado Lucio —Rosa Cuchillo—, conflictos sociales de corte político como en varios relatos de Dante Castro —«Parte de combate»—, e históricos coloniales como en algunos cuentos de Cronwell Jara —«Babá Osaín, cimarrón, ora por la santa muerta»—.
En relación a las agendas, observamos que, en principio, las agendas dominantes y su núcleo ideológico perviven, pero con transformaciones en su retórica y forma de exposición. La agenda indigenista se convierte en «agenda andina». Por un lado, se insertan componentes del mundo y la cultura urbana, siguiendo las huellas del relato «Unicornio», de Edgardo Rivera Martínez. Por otro, se introducen problemáticas urbanas en la vida andina, como ocurre con la vida de parejas que presentan los relatos de Barcos de arena, de Fernando Rivera. A ello se agrega una narrativa andina vinculada a los presupuestos del Grupo Narración: aunque sin caer en el documentalismo y el testimonio, busca dar cuenta de manera explícita de la Guerra Interna vivida en el Perú en la década del los años ochenta.
En el caso de la agenda urbana, se retoma uno de los temas que le dio origen en los años cincuenta, el neorrealismo. Ahora, ya no con la intención de dar cuenta de los barrios emergentes —casi con un tinte sociológico— como en Congrains, ni de la novela total, de Mario Vargas Llosa, sino más abierto al tema de la marginalidad juvenil: drogas, violencia callejera, Lima como centro de referencia de su narración. De igual modo, dentro de una de las narrativas de la agenda urbana, la que proyectaba La casa de cartón, de Martín Adán, surgen en el marco de la urbanidad global, muy cuidadosa en el estilo, una literatura que pretende ser cosmopolita y auto referencial. Son narraciones «puristas» cuyas historias ocurren —como ya señalamos— en la aldea global, como Madrid, Nueva York, otros países de Europa o en espacios imaginarios virtuales.
Por otro lado, existe una agenda, evidenciada en el Congreso de Narrativa Peruana de Madrid, del 2005, orientada a insertar este narrativa en los mercados editoriales globales, como España y EE. UU. En esta línea destaca el trabajo de Jorge Eduardo Benavides y su narrativa neovanguardista, que retoma más de un tema y recurso formal de la narrativa de Mario Vargas Llosa. Es una agenda ligada a la profesionalización del escritor planteado por el autor de La casa verde. En esa línea también apunta las obras de Jaime Bayly, que ha logrado sintonizar con un público ávido de estereotipos latinoamericanos, como se denota en su última novela, finalista en el Premio Planeta, Y de repente un ángel.
Una variante muy interesante en esta última agenda es la inserción de la narrativa peruana en los marcos del neopolicial latinoamericano, específicamente en su versión hard-boiled o novela negra, practicada por los norteamericanos Raymond Chandler, Dashiell Hammett y James M. Cain, entre otros. En síntesis, esté género, asumido como la literatura social de fin de siglo, deja de lado los principios del enigma policial, insertando tramas políticas y sociales en sus estructuras, narradas con una prosa de cotidiana, irreverente y proclives de denunciar la violencia dominante en sus sociedades. Casos muy interesantes de esta línea los vemos en novelistas como los colombianos Santiago Gamboa y Fernando Vallejos; los argentinos Mempo Giardinelli, Juan José Saer —no todas sus novelas— y Osvaldo Soriano; los chilenos Gonzalo Contreras, Alberto Fuguet y Roberto Bolaño; y el boliviano Edmundo Paz Soldán. En el caso del Perú, esta línea ha sido seguida por Fernando Ampuero, Alonso Cueto y Santiago Roncagliolo. Como la agenda anterior —seguida por Jorge Eduardo Benavides—, este registro ha permitido que nuestros narradores puedan insertarse con mayor facilidad en los parámetros de la industria editorial en lengua hispánica, cuyo meridiano editorial lo constituye Madrid.
Debido al éxito en el exterior de esta última agenda —varias distinciones en importantes concursos de novela—, se puede prever que los más jóvenes intenten recorrer sus predios, sobre todo bajo la égida de Roberto Bolaño, cuya fuerza narrativa y vitalismo personal ha encandilado a más de uno. Pero eso no evitará que se manifiesten otras líneas narrativas más ancladas en la tradición narrativa peruana, como el neorrealismo de los noventas —de corte urbano y marginal, con referencias al consumo de drogas y al punk rock—, y la narrativa andina referida al tema de la violencia terrorista, con resoluciones mitológicas históricas y sociológicas.
Otra agenda canónica es la que da origen a la narrativa urbana. El germen de la propuesta ya estaba en novelas como El daño o El Duque de José Diez-Canseco, y en Casa de Cartón de Martín Adán. Pero alcanzará el nivel de proyecto colectivo en los años cincuenta, con los trabajos de Carlos Eduardo Zavaleta, Mario Vargas Llosa y Oswaldo Reynoso. Así como el indigenismo surgió en el marco de los debates sobre los estado-nación emergentes del siglo XIX, la narrativa urbana aparece en el contexto de los procesos de modernización social generados en la década del cincuenta, que cambiará el rostro a la sociedad peruana3. En esta agenda, el punto central era dar cuenta de un espacio referencial que emergía con fuerza en el imaginario social: la ciudad. O, más exactamente, Lima. Y sobre este espacio, se insertaban nuevas problemáticas y sujetos sociales, ligados a la vida urbana: marginalidad, el mundo privado de los sujetos sociales, el impacto de los medios de comunicación, la drogadicción, nuevas formas de racismo, y, sobre todo, el subdesarrollo urbano.
Agendas no-canónicas
Paralelamente a la formulación de estas agendas, se plantearon otras que no lograron un consenso como el conseguido por las canónicas. A comienzos del siglo XX aparecen dos casos. Primero, el relato fantástico, de Clemente Palma. Su propuesta implicaba insertar la narrativa peruana en la tradición occidental, proceso exitoso en otras zonas de América Latina, como Argentina. Pero en el Perú no resultó. Es cierto que en el tejido narrativo de varios autores se puede encontrar «marcas» de este género, pero no logra constituir un corpus diferenciado de otros, al punto de poder hablar de una narrativa fantástica en el Perú4.
Una situación distinta se produce con el caso de la narrativa vanguardista, propuesta, también a inicio de siglo, por Adalberto Varallanos. A pesar de su insularidad inicial, la estética vanguardista será uno de los puntos de referencia en la narrativa de los años cincuenta y sesenta, sobre todo en los primeros trabajos de Carlos Eduardo Zavaleta y la primera etapa, «experimental», de Mario Vargas Llosa. De esa manera, la agenda abierta por Varallanos se inserta en la narrativa peruana, aunque no podríamos decir que existe una narrativa vanguardista en el Perú, salvo mencionar casos aislados5. En ambos, estamos ante agendas no-canónicas, pues se presentan como alternas a las canónicas, sin discutir frontalmente sus contenidos, constituyéndose, debido a su presencia, aunque periférica, como una suerte de latencia en la narrativa peruana.
Agendas anticanónicas
Existen otras agendas que se presentan como anticanónicas. Un caso ejemplar es la que formula en los años sesenta el Grupo Narración. En un periodo dominado por la agenda de la narrativa urbana, sobre todo en la línea desarrollada por Mario Vargas Llosa, a mediados de la década del sesenta un grupo de escritores, entre los que destacaban Oswaldo Reynoso, Miguel Gutiérrez y Eleodoro Vargas Vicuña, edita una revista llamada Narración. Esta publicación se distinguía de otras de su género, como Mar del Sur o El Dominical del diario El Comercio, por tratar de situarse en una posición alternativa a las publicaciones literarias que, suponían, representaban a los grupos de poder económico del país. Esto último los llevó a desarrollar un programa que intentaba insertar en la narrativa peruana formas como el testimonio y la crónica social, cuya finalidad era evidenciar la situación social y política de los sectores marginales y empobrecidos de la sociedad peruana. Su planteamiento duró lo que les permitió el entusiasmo pues, poco después, al margen de las polémicas internas, los integrantes del grupo insertaron su producción narrativa en las agendas vigentes. Aunque algunos, sobre todo los periféricos del grupo, insistieron en el programa, e incluso, congeniaron el activismo político con su escritura, como es el caso de Hildebrando Pérez Huaranca, autor de Los ilegítimos.6\
Narrativa del noventa: renovación, ruptura y proyecciones.
En los últimos quince años en la narrativa peruana se han procesado estas agendas en un contexto donde la cultura global ha diluido las relaciones de centralidad y periferia, propias de la sociedad tradicional, inaugurando un tipo de relación que podríamos denominar, provisionalmente, como «rizomática», tomando la noción de Gilles Deleuze7. En este marco, fenómenos como la globalización, el multiculturalismo y el fundamentalismo terrorista no constituyen eventos externos a sociedades como peruana —periférica desde la perspectiva del modelo tradicional—, sino que están interiorizados y forman parte de sus estructuras, pues en el mundo global no hay centro, sino redes, puntos de conexión entre los diferentes espacios geopolíticos y culturales.
Estos eventos han producido distintas respuestas en la narrativa peruana: por ejemplo, una suerte de «ilusión» cosmopolita se denota en algunos escritores de los noventas, proclives a situar sus narraciones en escenarios globales, como París, Nueva York o Madrid, pero en muchos casos la referencia se reduce a lo toponímico —un listado de calles y zonas—, como en algunos pasajes de las novelas de Iván Thays o los cuentos de Marco García Falcón. Asimismo, el multiculturalismo ha generado la atomización de los espacios referenciales. En el caso de la urbe limeña, novelas como, por ejemplo, Al final de la calle, de Óscar Malca, se leen como literatura del distrito limeño de Magdalena, lugar donde transcurre la historia del personaje. Otras como de Miraflores, La Molina, centro de Lima, San Juan de Lurigancho, e, incluso, espacios de diferenciación social y cultural como la Universidad de San Marcos o la Pontificia Universidad Católica. El fundamentalismo terrorista, en el caso concreto de Perú, con el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru y Sendero Luminoso, ha hecho que se desarrollen narrativas que remiten a traumas atávicos, que retoman antiguas dicotomías raciales —blanco y criollo vs cholo e indio—, políticas —apristas vs comunistas, senderista vs MRTA o políticos tradicionales vs políticos chichas—, y de origen —costeños vs serranos, limeños vs provincianos o criollos vs andinos—. Del mismo modo, desarrollan temas ya canonizados, como los mitos precolombinos en el caso de Óscar Colchado Lucio —Rosa Cuchillo—, conflictos sociales de corte político como en varios relatos de Dante Castro —«Parte de combate»—, e históricos coloniales como en algunos cuentos de Cronwell Jara —«Babá Osaín, cimarrón, ora por la santa muerta»—.
En relación a las agendas, observamos que, en principio, las agendas dominantes y su núcleo ideológico perviven, pero con transformaciones en su retórica y forma de exposición. La agenda indigenista se convierte en «agenda andina». Por un lado, se insertan componentes del mundo y la cultura urbana, siguiendo las huellas del relato «Unicornio», de Edgardo Rivera Martínez. Por otro, se introducen problemáticas urbanas en la vida andina, como ocurre con la vida de parejas que presentan los relatos de Barcos de arena, de Fernando Rivera. A ello se agrega una narrativa andina vinculada a los presupuestos del Grupo Narración: aunque sin caer en el documentalismo y el testimonio, busca dar cuenta de manera explícita de la Guerra Interna vivida en el Perú en la década del los años ochenta.
En el caso de la agenda urbana, se retoma uno de los temas que le dio origen en los años cincuenta, el neorrealismo. Ahora, ya no con la intención de dar cuenta de los barrios emergentes —casi con un tinte sociológico— como en Congrains, ni de la novela total, de Mario Vargas Llosa, sino más abierto al tema de la marginalidad juvenil: drogas, violencia callejera, Lima como centro de referencia de su narración. De igual modo, dentro de una de las narrativas de la agenda urbana, la que proyectaba La casa de cartón, de Martín Adán, surgen en el marco de la urbanidad global, muy cuidadosa en el estilo, una literatura que pretende ser cosmopolita y auto referencial. Son narraciones «puristas» cuyas historias ocurren —como ya señalamos— en la aldea global, como Madrid, Nueva York, otros países de Europa o en espacios imaginarios virtuales.
Por otro lado, existe una agenda, evidenciada en el Congreso de Narrativa Peruana de Madrid, del 2005, orientada a insertar este narrativa en los mercados editoriales globales, como España y EE. UU. En esta línea destaca el trabajo de Jorge Eduardo Benavides y su narrativa neovanguardista, que retoma más de un tema y recurso formal de la narrativa de Mario Vargas Llosa. Es una agenda ligada a la profesionalización del escritor planteado por el autor de La casa verde. En esa línea también apunta las obras de Jaime Bayly, que ha logrado sintonizar con un público ávido de estereotipos latinoamericanos, como se denota en su última novela, finalista en el Premio Planeta, Y de repente un ángel.
Una variante muy interesante en esta última agenda es la inserción de la narrativa peruana en los marcos del neopolicial latinoamericano, específicamente en su versión hard-boiled o novela negra, practicada por los norteamericanos Raymond Chandler, Dashiell Hammett y James M. Cain, entre otros. En síntesis, esté género, asumido como la literatura social de fin de siglo, deja de lado los principios del enigma policial, insertando tramas políticas y sociales en sus estructuras, narradas con una prosa de cotidiana, irreverente y proclives de denunciar la violencia dominante en sus sociedades. Casos muy interesantes de esta línea los vemos en novelistas como los colombianos Santiago Gamboa y Fernando Vallejos; los argentinos Mempo Giardinelli, Juan José Saer —no todas sus novelas— y Osvaldo Soriano; los chilenos Gonzalo Contreras, Alberto Fuguet y Roberto Bolaño; y el boliviano Edmundo Paz Soldán. En el caso del Perú, esta línea ha sido seguida por Fernando Ampuero, Alonso Cueto y Santiago Roncagliolo. Como la agenda anterior —seguida por Jorge Eduardo Benavides—, este registro ha permitido que nuestros narradores puedan insertarse con mayor facilidad en los parámetros de la industria editorial en lengua hispánica, cuyo meridiano editorial lo constituye Madrid.
Debido al éxito en el exterior de esta última agenda —varias distinciones en importantes concursos de novela—, se puede prever que los más jóvenes intenten recorrer sus predios, sobre todo bajo la égida de Roberto Bolaño, cuya fuerza narrativa y vitalismo personal ha encandilado a más de uno. Pero eso no evitará que se manifiesten otras líneas narrativas más ancladas en la tradición narrativa peruana, como el neorrealismo de los noventas —de corte urbano y marginal, con referencias al consumo de drogas y al punk rock—, y la narrativa andina referida al tema de la violencia terrorista, con resoluciones mitológicas históricas y sociológicas.
En conclusión, podemos notar que en el arco de los últimos quince años, los noventas se presentan como la década donde se empiezan a reconfigurar de manera frontal las agendas canónicas, no-canónicas y anticanónicas. Surgen mezclas, como el neopolicial latinoamericano, que incorpora preocupaciones de la novela urbana en el marco de género negro; se actualizan —aunque no son hegemónicas— las narrativas fantásticas y vanguardistas, expresadas en forma de novelas autorreferenciales y experimentales; y se renueva —sobre todo por el impacto de la guerra interna en el Perú— la narrativa neo indigenista de los ochenta, incorporándose elementos de la novela histórica. Y, sobre todo, se denota la necesidad de insertarse en los mercados editoriales globales, fundamentalmente, el español. Aunque todavía está por verse plenamente la estrategia a seguir, pareciera que se continuará el camino seguido por los narradores colombianos, chilenos y argentinos, más posicionados en el mercado editorial; es decir, el neopolicial latinoamericano. Un caso exitoso reciente es la novela La hora azul, de Alonso Cueto, ganadora del Premio de Novela Anagrama 2006, y Abril rojo, de Santiago Roncagliolo, que obtuvo el Premio de Novela Alfaguara 2006.
De generalizarse esta «fórmula exitosa», en unos años podríamos estar asistiendo al surgimiento de una nueva etapa en la narrativa peruana, similar a la ocurrida a finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte con su adscripción al realismo —Clorinda Matto de Turner, López Albújar, Ciro Alegría—, y en la década del cincuenta, con la aparición de la novela del lenguaje o narrativa experimental —Carlos Eduardo Zavaleta, Oswaldo Reynoso y Mario Vargas Llosa. El cualquier caso, se desarrolle o no esta tendencia, por su heterogeneidad de narrativas -crítica social, histórica, fantástica, experimental, policial y negra— y su proyección en la producción de los narradores más jóvenes — Pedro Llosa Vélez, Juan Manuel Chávez, Sandro Bossio, Fernando Rivera, Julio César Vega y otros—, habría que considerar a la década del noventa como un punto de inflexión en la narrativa peruana.
De generalizarse esta «fórmula exitosa», en unos años podríamos estar asistiendo al surgimiento de una nueva etapa en la narrativa peruana, similar a la ocurrida a finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte con su adscripción al realismo —Clorinda Matto de Turner, López Albújar, Ciro Alegría—, y en la década del cincuenta, con la aparición de la novela del lenguaje o narrativa experimental —Carlos Eduardo Zavaleta, Oswaldo Reynoso y Mario Vargas Llosa. El cualquier caso, se desarrolle o no esta tendencia, por su heterogeneidad de narrativas -crítica social, histórica, fantástica, experimental, policial y negra— y su proyección en la producción de los narradores más jóvenes — Pedro Llosa Vélez, Juan Manuel Chávez, Sandro Bossio, Fernando Rivera, Julio César Vega y otros—, habría que considerar a la década del noventa como un punto de inflexión en la narrativa peruana.
Notas
1 Considero que la palabra «agenda», -proveniente del latín agenda,
que significa «cosas que se han de hacer» - expresa de manera más
nítida la situación de los proyectos generados en la narrativa peruana a
lo largo de su historia, pues se presentan como planteamientos
urgentes, inconclusos y en constante revisión.
2
Noción problemática por su origen colonial. Además, un término
«inventado» para dar cuenta de un sujeto también «inventado» por los
primeros cronistas. A ello, se agrega su recepción negativa en el
imaginario cultural latinoamericano, que la asume como una agresión
verbal. Más aún, resulta un término que no se condice con la realidad
cultural de los sujetos en la América Latina actual. Usamos la noción
con estos reparos.
3 Véase Antonio Cornejo Polar, Hipótesis de la narrativa peruana última. En: La novela peruana. 2da edición. Editorial Horizonte. Lima. 1989.
4
Ciertamente, existe, aunque exiguo, un corpus narrativo, liderado por
los trabajos de José Adolph, pero no en relación a las mencionadas en el
acápite anterior.
5 Mencionaría el caso de Gastón Fernández.
6 Este autor, condenado a veinticinco años de cárcel en octubre del 2005 (http://www.pj.gob.pe/aaa.asp?codigo=23560), militó en el grupo terrorista Sendero Luminoso. [Nota del editor: La situación actual de este escritor es incierta, y no se sabe si está vivo ni se conoce su paradero.]
7 Deleuze, Gilles y Guattari, Felix. Mil Mesetas: capitalismo y esquizofrenia. Valencia, Pre-textos, 2002.
Fuente: García Miranda, Carlos (2006): «Agendas narrativas: una lectura de la narrativa peruana última».
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