Objeto esquivo, que resiste indemne cualquier intento de aprehensión taxonómica que pretenda abarcarlo, Zama (obra del mendocino Antonio Di Benedetto publicada en 1956) dialoga, a través de sus estrategias, con distintos géneros (la novela existencial, la novela histórica, la nouveau roman, la epopeya americana, entre otros) pero, sin embargo, no pertenece a ninguno de ellos. El presente trabajo propone diversas entradas de lectura al complejo tejido de esta novela, en la que Di Benedetto desafía las variables que rigen la producción textual de su generación.
Texto atípico en la literatura latinoamericana (según Jitrik) [1], refutación deliberada del género novela histórica y producto que excede toda filosofía previa (en opinión de Saer) [2], es indudable que Zama (1956), de Antonio Di Benedetto, resiste el más avezado intento crítico de posible taxonomía. Zama será una individualidad en cualquier serie literaria o clasificación que acaso pudiésemos esbozar. Autor ex-céntrico, geográfica y literariamente -escribe en Mendoza, lejos de Buenos Aires y más lejos aún de Europa- Di Benedetto prescinde de todo modelo narrativo. La textualidad de Zama es producto de una matriz de transformaciones discursivas, de préstamos, apropiaciones y reelaboraciones que subvierten y desafían cualquier convención genérica.
Ajena al encadenamiento creativo de la época, considerar Zama como objeto de indagación, discernir sus estrategias más significativas implica, ante todo, establecer diferentes líneas de lectura que, lejos de abarcarla, circundan una textura heterogénea, compuesta de materiales discursivos diversos e imbricados. Intuir en su fugacidad y variabilidad el complejo tejido de la novela, asediándolo desde múltiples puntos de vista (siempre provisorios, fatalmente parciales), será a la vez el propósito central y el enfoque metodológico del presente trabajo:
1. Antonio Di Benedetto reconoce, en una célebre entrevista concedida al crítico alemán Günter Lorenz, que antes de comenzar a escribir Zama emprendió una exhaustiva investigación de:
la orografía, la hidrografía, la fauna, los vientos, los árboles y los pastos, las familias indígenas y la sociedad colonial, las medicinas, las creencias y los minerales, la arquitectura, las armas, el guaraní, la lengua de los indios, costumbres domésticas, fiestas, el plano de la ciudad principal, los pueblos, el trabajo rural y la delincuencia del país” (Lorenz 1972: 132).
No obstante, al poco tiempo - aclara Di Benedetto -, decidió tirar toda esta información “por la borda” y prefirió ponerse a escribir, renunciando a reconstruir fielmente cualquier referente histórico:
[…] prescindí del Paraguay histórico, prescindí de la historia, mi novela no es histórica, nunca quiso serlo. Me despreocupé de cualquier tacha de anacronismo, imprecisión o malversación de datos reales. Me puse a reconstruir una América medio mágica desde adentro del héroe. Jamás, mientras escribía, ni al corregir ni al pulir, consulté un libro, ni mis apuntes (Lorenz 1972: 132).
Aquel impulso primigenio hacia la documentación, rápidamente desestimado, deja, sin embargo, su huella. La trama narrativa de la novela permite reponer un referente inicialmente externo a la obra gracias a la emergencia en el discurso de ciertos significantes que, al remitir a un conjunto de hechos o escenarios reconocibles por el lector, funcionan en conjunto como atmósfera anacrónica y substrato del relato: las referencias temporales y espaciales concretas (los años de 1790, 1794 y 1799; Buenos Aires, Europa, Rusia, el Plata), la introducción de vocablos de la lengua tupí-guaraní (mpaipig, mbeyú, y-cipó, manguruyú, etcétera) y el empleo de títulos como gobernador, corregidor o asesor letrado, que connotan una situación de época identificable. Malva Filer, en este sentido, ha señalado con precisión las múltiples conexiones intertextuales que existen entre Zama y las obras Historia del Paraguay y del Río de la Plata y Geografía física y esférica del Paraguay del naturalista español Félix de Azara [3].
La presencia de todos estos elementos, como veremos, configura un espacio y un tiempo verosímiles, cuyo espesor discursivo se constituye en condición de posibilidad de una especulación metafísica, abstracta y universalista, que se encarna en las vivencias de la figura de don Diego de Zama, figura inmersa en el contexto opresivo de la colonia pocos años antes del comienzo de las gestas independentistas.
2. La novela está integrada por cincuenta capítulos, correspondientes a tres períodos iniciados en 1790, 1794 y 1799, en los que asistimos al proceso de degradación de don Diego de Zama. A su vez, cada uno de estos capítulos o apartados está compuesto por distintos fragmentos separados tipográficamente por espacios en blanco: veintitrés en la primera parte, once en la segunda y veintisiete en la última. La extensión de cada uno de los tres períodos señalados decrece de aproximadamente cien páginas, a sesenta y a treinta respectivamente. La progresión evidente hacia el laconismo de las últimas páginas revela el proceso de extinción de la escritura de un sujeto que se repliega gradual y silenciosamente sobre sí mismo. Así, el ritmo del discurso de Zama se entrecorta en la tercera parte, 1799, mediante la homologación de las unidades sintácticas con unidades líricas.
Cada una de las tres secciones principales desarrolla núcleos narrativos bastante definidos, todos enlazados por la negatividad y el discurso del fracaso [4], el tópico de la espera y la progresiva degradación moral del sujeto: en 1790, los trámites infructuosos ante la gobernación para lograr el ansiado traslado y el deseo sexual, que desmorona la imagen idealizada que don Diego ha construido de sí mismo; en 1794, el tópico del hambre y la subsistencia económica; en 1799, la necesidad de inventarse una gesta heroica para ganar los favores del Rey.
3. Procedimiento privilegiado en la nouveau roman, la mise en abîme -representación teatral que pone en evidencia al rey en Hamlet, recursividad matemática o vértigo de la obra en la obra- introduce al comienzo de la novela la dimensión alegórica del relato, al tiempo que socava su orden cronológico.
La visión del mono muerto, que el agua quería llevarse y se llevaba hasta que se enredó entre los palos del muelle decrépito, constituye una mise en abîme proléptica que anticipa el motivo insistente del estancamiento y la espera, cruel y perpetua dilación que paraliza a la vez que desintegra. Esta identificación solidaria entre Zama y el cadáver del mono, ascendente por antonomasia del género humano, ante la frustrada posibilidad del viaje, se articula mediante un desplazamiento narrativo del yo al nosotros: “ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no” (Di Benedetto 1967: 5).
Posteriormente, la historia del pez relatada por Ventura Prieto, segundo microrrelato especular, refuerza el espacio de entre, el espacio reticular que atrapa al sujeto y lo inmoviliza:
Dijo que hay un pez, en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vaivén dentro de ellas; pero de un modo más penoso, porque está vivo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlo a tierra. Dijo Ventura Prieto que estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia […] (Di Benedetto 1967: 6).
Primero el mono, después el pez anticipan y reflejan la historia personal de Zama. Dimensión mítica, analogías o lenguaje simbólico, el relato se condensa y se expande, se revela y se enmascara para desestabilizar su linealidad sólo aparente.
La repetida imagen del vaivén metaforiza, además, la dualidad temporal que a nivel discursivo rige una narración, focalizada en el punto de vista del protagonista, que oscila constantemente entre un decurso histórico, objetivo y lineal, y otro subjetivo, vinculado a las reflexiones y al fluir de la conciencia de don Diego de Zama, al que las apariciones providenciales del niño rubio -invariablemente de doce años- y las mise en abîme proyectan a un plano simbólico.
4. La ambigüedad sintáctica del título original y provisorio de la novela (“Espera en medio de la tierra”) permite reponer un sujeto ausente, tácito en la estructura, identificable con Zama (“Zama espera en medio de la tierra”), o bien considerar directamente una construcción sustantiva que evoca una estampa o un cuadro estáticos, en perfecta consonancia con la angustia experimentada por un sujeto inmóvil y expectante. Los tres componentes fundamentales de la frase remiten, en cualquier caso, a puntos neurálgicos de la novela: la espera [5], la soledad y el espacio intersticial que ocupa en todo momento el narrador-protagonista.
El título actual y definitivo (“Zama”), primer contacto que el lector tiene con el objeto libro, paratexto capital que, sentencioso, se convierte en centro eminente y autoridad desde la parte superior de la página, reivindica ahora al individuo regido por el ritmo y exigencias de la gigantesca maquinaria de la conquista, devenido en uno de sus engranajes anónimos. La novela reacciona contra toda negación de la interioridad del hombre, contra todo desconocimiento de las peculiaridades individuales. Invirtiendo la primacía de la esencia sobre la existencia, neutraliza todo impulso objetivista y propugna la subjetivación del pensamiento. El texto de Di Benedetto reflexiona (la literatura, como sabemos, también piensa) desde la perspectiva del actor y no del espectador.
5. Significante clave, la espera de Diego de Zama tiene su correlato histórico en la espera de los americanos [6] a fines del siglo XVIII. Las reformas administrativas de los Borbones determinan la política colonial de la época: Carlos III establece un régimen de intendencias que sustituye la figura del corregidor por la del gobernador intendente, resta atribuciones a los cabildos municipales y posterga a los criollos en los puestos jerárquicos, ocupados ahora casi exclusivamente por españoles [7]. Pocos años después, a causa de su descontento, los criollos relegados como Zama gestarán los movimientos independentistas.
En este sentido, la tierra que traza Di Benedetto posee sus propias leyes, sus relaciones de fuerza, sus dominantes y sus dominados. Si hacer esperar es un privilegio constante de todo ejercicio de poder, la posición jerárquica que ocupa en esta sociedad cada uno de los personajes de la novela afirma esta dicotomía, que a su vez podría traducirse, en este caso, en “quienes hacen esperar” y “quienes esperan”. En la novela de Di Benedetto, la identidad fatal del dominado es, primordialmente, ser el que espera. En este sentido, el propio Zama ocupa simultáneamente ambos roles en la dicotomía planteada. Como asesor letrado del gobernador, acaso producto del resentimiento provocado por su propia postergación, deja morir al comerciante oriental, a quien no asiste ni envía ayuda para remediar su enfermedad. Otros personajes también esperan, producto de la inacción indolente del asesor letrado: la mujer indígena espera ayuda, enferma y abandonada, en una zanja; el anciano descendiente de Irala espera que se le otorgue una encomienda. Pero don Diego de Zama también espera. Espera noticias de Marta, espera a la viajera soñada, espera el favor del Rey, espera que Luciana lo corresponda. Espera una carta, una reciprocidad, un signo prometido: “precisaba recibir algo, tener algo distinto, algo que me ocupase y tuviera relación directa conmigo, cualquier cosa proveniente de un ser humano” (Di Benedetto 1967: 55). Marta, su esposa, espera en Buenos Aires, puerto fluvial que había desplazado a Asunción en la primacía política del Río de la Plata. Sumida en el deterioro económico, vende las modestas alhajas de su dote, a espaldas de su madre, y con esos recursos hacía tiempo, hasta que Zama pudiese ayudarlas.
Luciana, sin embargo, esposa de Honorio Piñares de Luenga, viajero de mando y fortuna, no se somete a ninguna espera: inversión mordaz de la figura mítica de Penélope, Luciana aclara a Zama, burlonamente, que su esposo cree que todos los hombres le causan repugnancia. Pero de inmediato, en una escena casi teatral, inclina la cabeza para susurrarle a la tela de su bordado un secreto desagradable y fácil de suponer. Luciana no espera castamente al marido ausente como Penélope, sino que se entrega hipócritamente a los deseos de los pretendientes que circundan la finca, excepto a los del asesor letrado.
6. “Zama había sido y no podía modificar lo que fue” [8]. Si la forma del pretérito pluscuamperfecto, a través del componente imperfectivo “había”, actualiza en el presente un matiz de duración prolongada y reiteración de una situación pasada acaso recuperable, cercana en la conciencia, el aspecto perfectivo del segundo verbo tiene la angustia de lo irremediable. Del resplandor al deslucimiento, la transición del Zama corregidor, enérgico, ejecutivo (que hizo justicia sin emplear la espada y cuyas pureza y altura no admitían ocultamiento ni desmentidos) al Zama asesor letrado, condicionado y sin oportunidades, es evocada por el narrador-protagonista a través de los ojos emocionados de un mozuelo de doce años (el hijo de Indalecio Zabaleta):
¡El doctor don Diego de Zama!… El enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada. Zama, el que dominó la rebelión indígena sin gasto de sangre española, ganó honores del monarca y respeto de los vencidos. [...] Yo fui ese corregidor: un hombre de derecho, un juez, y esas luces, en realidad, sin ser las de un héroe, no admitían ocultamiento ni desmentidos de su pureza y altura. (Di Benedetto 1967: 13-14)
La oscilación de los pronombres de primera y tercera persona, en los pasajes citados del discurso de Zama, refleja el desdoblamiento de un yo que afirma su identidad no sólo a través del filtro que impone la memoria del hijo de Indalecio sino también a partir de las miradas ajenas que lo prefiguran [9]. Pero, a su vez, dicha oscilación marca el distanciamiento de una voz que solamente puede revelarse en su plenitud, para recuperar una imagen idealizada de sí mismo, enmascarándose en otro.
7. Graciela Ricci afirma que “la conciencia de Zama deviene en el choque constante entre lo que sucede realmente y lo que espera que suceda, entre el poder y el querer, la realidad y la posibilidad” (Ricci 1974: 30). Estas dicotomías se prolongan y se desdoblan en nuevas tensiones binarias y ambivalentes que angustian al narrador-protagonista y construyen un espacio o topografía interior del despojamiento.
El deseo del asesor letrado, errático e insaciable, carece de objeto Al ser aquél un tipo de impulso libidinal que no apunta a ninguna cosa material, el trayecto vital de Zama se vuelve circular y metonímico: las distintas representaciones que adquiere su deseo están en continuo desplazamiento (hecho metaforizado por la búsqueda de Vicuña Porto, objetivo móvil que aparece camuflado bajo el pseudónimo de Gaspar Toledo dentro del mismo batallón de hombres que lo busca). Asimismo, en su derrotero circular, Zama se procura distintos antagonistas frente a los que resulta siempre humillado o moralmente disminuido.
En este sentido, el asedio amoroso a Luciana desemboca en otro fracaso: cuando una noche Zama descubre al oficial Bermúdez (que no era varón de conformarse con el amor virtuoso) franqueando la puerta de la casa de la mujer, la humillación engendra la narración de dos alegorías especulares, vínculo funcional de lo manifiesto con su contenido latente, en las que un individuo de reluciente casco de acero, sinécdoque del propio Bermúdez, posterga las aspiraciones de don Diego. Desde una perspectiva psicoanalítica, estos microrrelatos pueden leerse como construcciones fantasmales, curiosamente frustradas. Es decir, como escenarios imaginarios en los que si bien el sujeto representa, de una manera más o menos deformada, la realización de un deseo incumplido, no obstante, en ambos casos, un giro inesperado lo termina defraudando. En el primero de ellos, la competencia en el vientre materno tiene por objetivo abandonar el encierro: “La espera me resultaba soportable porque poco me faltaba para nacer” (Di Benedetto 1967: 81). Sin embargo, su rival se le adelanta en el túnel oscuro y entonces tiene que aguardar otra oportunidad para alcanzar la luz. En la segunda, Zama, “vestido de fiesta, todo de paño verde y bordados de oro”, “invitado de honor a la función” (Di Benedetto 1967: 81) se encuentra de pronto solitario ante las ruinas de un teatro. Al mirar las pinturas de unos caballeros y bestias que representaban una batalla inmóvil, la carrera al galope de un jinete de casco reluciente lo cubre de tierra.
Posteriormente, insinuada “reproducción de la urdimbre de Luciana”, la historia de la enamorada que observa a través de la ventana y envía mensajes para Zama por medio de la mulatilla constituye un nuevo relato especular. El reflejo, sin embargo, aparece degradado: “Luciana y su gestión se reproducían con aquel papelito, pero ya, meramente, como un simulacro, una burla del tiempo al través de esa fealdad que me buscaba” (Di Benedetto 1967: 147). El paralelismo entre las dos relaciones amorosas está señalado, además, por la actitud protectora de ambas mujeres, el intercambio epistolar y la repetición sintáctica de una estructura con inversión semántica: “Contesté que sí. / Debía haber dicho no, y quedarme” (Di Benedetto 1967: 77), “Para contestar las dos preguntas bastaba una palabra: No. / Puse: Sí” (Di Benedetto 1967: 148).
Asimismo, en la tercera parte, con la promesa del gobernador de que “Su Majestad celebraría este retorno a las armas y más el triunfo, que sabría compensar”, Zama se aleja definitivamente de la ciudad hacia el norte -punto cardinal inverso al que anhelaba dirigirse- junto a la legión que parte en busca de Vicuña Porto. Pero inmediatamente volverá a ser relegado a favor de un oficial de rango inferior: el capitán Parrilla (doble especular del arrogante Bermúdez): “El jefe del regimiento no me otorgó mando. Me dijo que tendría yo entera autoridad, pero el pelotón llevaría a su frente a un oficial del servicio activo y de las propias tropas” (Di Benedetto 1967: 167).
La angustia de la espera, el deshonor y el quebranto económico se tejen así de interdicciones y privaciones, primero insignificantes y después humillantes hasta lo inconfesable.
8. Esta constante reiteración de motivos, esta circularidad entrópica del relato, en tanto la subjetividad de Zama tiende a la desestabilización del orden constituido -su matrimonio con Marta y sus relaciones amorosas constituyen un oxímoron social- y la progresiva degradación, actualiza la impresión de inmovilidad y deterioro, el contagio de una sensación expectante que asedia también al lector. La mise en abîme rompe la linealidad, genera una constelación de significantes clave y dota de espesor al discurso. La carrera de don Diego de Zama está “estancada” como estancados están el mono entre los palos del muelle y el pez en el río. La relación idealista y frustrada con Luciana sirve de modelo para la relación degradada (como una copia o un simulacro) que lo une a la mujer de la ventana. En este sentido, la novela puede pensarse, estableciendo una analogía musical, como una estructura de tema con variaciones cuyo ritmo se tornara progresivamente lento y sus notas disonantes se entrecortaran, hasta silenciarse casi por completo.
En el plano estilístico, la progresiva extinción de la escritura del sujeto, su acentuado laconismo, promueven la emergencia del discurso lírico. De los extensos períodos oracionales y la profusa adjetivación de la primera parte al estilo sucinto de la última, las unidades sintácticas se transfiguran paulatinamente en unidades poemáticas:
Consideré que tendríamos que darles sepultura.
Quedarían allí, al pie del cerro, con una cruz y una piedra encima.
El viento voltearía la cruz.
Alguien, después, sacaría la piedra.
Tierra lisa.
Nadie.
Nada. (Di Benedetto 1967: 185)
La disposición gráfica de las oraciones, la elipsis -figura retórica que escatima toda explicación innecesaria- y la desaparición progresiva del verbo despojan de movimiento al relato, asimilándolo ocasionalmente a la pasividad de una estampa, reduciéndolo a la descripción.
9 Dice Ezequiel Martínez Estrada en Radiografía de la pampa: “Las pasiones, como los vicios y virtudes, son fuerzas naturales. Por dentro de todos y por sobre todos está la naturaleza; ese campo liso, monótono, eterno” (Martínez Estrada 1986: 104). Héctor Murena, por su parte, afirma en El pecado original de América: “[...] nos debatimos en un orbe en el que obstinadas fuerzas invisibles oponen vallas al esfuerzo de cada uno por ser más, por ser lo que, debe ser, con lo que dichos esfuerzos apenas si configuran una maraña que es frustración, degradación de lo humano” (Murena 2006: 139).
Fuerzas invisibles de la naturaleza, potencias interiores irreductibles o juego de condicionamientos externos inescrutables, un posible antecedente de los puntos neurálgicos de la novela de Di Benedetto puede fundarse ciertamente en las lecturas que Martínez Estrada y Murena hicieron de la conquista de América y sus consecuencias [10]. Si, como veremos más adelante, la novela existencialista de Jean-Paul Sartre y Albert Camus ejerce su influencia en Zama, ninguna genealogía de la angustia que experimenta don Diego podría ignorar la huella fatal de la vastedad y vacío del espacio americano que se proyecta en la interioridad espiritual del sujeto para ahogar sus proyectos e inmovilizarlo en medio de la nada.
El silencio toponímico -en ningún momento se hace referencia a una ubicación geográfica precisa, aunque ciertos indicios permiten inferirla- refuerza la posibilidad de leer la novela en clave alegórica o, en todo caso, de entender el espacio de Asunción como sinécdoque de todo el continente, espacio casi abstracto e indiscernible en el que el sujeto se siente inmovilizado:
Yo, en medio de toda la tierra de un continente, que me resultaba invisible, aunque lo sentía en torno, como un paraíso desolado y excesivamente inmenso para mis piernas. Para nadie existía América, sino para mí; pero no existía sino en mis necesidades, en mis deseos y en mis temores. (Di Benedetto 1967: 33-34)
Abandonado en una tierra sin pasado, la espera interminable, la extensión ilimitada del continente son para Zama -para el hombre americano, en definitiva- trama conspirativa e infinito interior. Di Benedetto propone una visión metafísica de un espacio esencialmente vacío y sin historia, sobre el cual parece imposible fundar nada. Si para Héctor Murena estas tierras están “situadas fuera del magnético círculo de lo histórico” (Murena 2006: 139), para Martínez Estrada, “la soledad que se abre en el alma como una congoja inmotivada” será precisamente consecuencia de esa falta de historia (Martínez Estrada 1986: 121). En la batalla que el pueblo entabla contra la soledad, éste resulta siempre derrotado. Si el pueblo pampeano está sitiado por el campo, “enquistado y reducido a un curioso caso de mimetismo” (Martínez Estrada 1986: 101), en Zama, la impronta de la tierra inscribe suciedad y enfermedad [11] en los cuerpos abandonados: “Mi hijo. En cuatro patas, sucio hasta confundirse, en el crepúsculo, con la propia tierra. Un estilo de mimetismo. Por lo menos, poseía esa defensa, característica de las bestias” (Di Benedetto 1967: 115). En contraposición, en un continente que, según Martínez Estrada, es un “archipiélago de tierras firmes”, el agua, elemento especular, engendra, comunica y vincula (Goloboff 1996: 296). La tierra connota muerte y degradación. El agua sugiere purificación y renovación [12]: es el medio a través del cual Zama puede reencontrarse con Marta y sus hijos, y también el que posibilita la llegada de la viajera del Plata.
Esta tierra desnuda, propia de una pesadilla kafkiana, está revestida por la hipertrofia burocrática de un simulacro de protocolo legal no exento de una compleja red de intereses e influencias en la que Zama -que nunca fue más que “un hombre anotado en papeles” (Di Benedetto 1967: 101)- se halla entrampado como el pez o el mono: “[…] era como si hubiese andado largo tiempo hacia un previsto esquema y estuviera ya dentro de él” (Di Benedetto 1967: 31). Ese esquema administrativo, embudo que se erige sobre un espacio violado real y simbólicamente, determina la suerte de don Diego: aquello que no se adapta a la estructura de este mundo tensionado por la barbarie natural de una tierra indómita y destructiva, y por el ya retraído impulso civilizador de la burocracia real, no puede prosperar.
10 Pero el texto de Di Benedetto excede también un mero determinismo mesológico. La novela existencialista de Sartre y de Camus resuena en las páginas de Zama para, por un lado, tensar el discurso del narrador-protagonista en un movimiento de vaivén -una vez más- que oscila entre la sospecha de ser víctima de aquel determinismo inexorable y la conciencia de poseer, en última instancia, libre albedrío y, por otro, arrojar al sujeto a un mundo sin sentido y desprovisto de una dimensión trascendente.
En 1790, la disputa con Ventura Prieto, antagonista especular de la figura de Vicuña Porto[13] (la igualdad en las iniciales no es casual), que deriva en su prisión y posterior destierro, desencadena la reflexión de Zama acerca de su proceder y su destino. Otros hechos predisponen esta circunstancia: la responsabilidad en la muerte del caballero oriental, el encuentro con el niño rubio, la venta apresurada de su caballo a un carrerista y, fundamentalmente, la pasividad frente al episodio del ebrio y la araña [14]. Si inicialmente Zama explica su conducta invocando un “cerco inductor” que en determinado momento lo “volcaba en actos no deseados, ocasionalmente seductores y capaces de transformarse, a posteriori, en algo repelente y abominable”, determinismo de “potencias interiores irreductibles” y de un “juego de factores externos”, de inmediato admite que no supo pronunciarse y decidir a tiempo, y finalmente se acepta responsable de su suerte cuando declara que “igualmente en el momento último se puede elegir” (Di Benedetto 1967: 68). Pero a pesar de esta aceptación momentánea, don Diego de Zama siente que lleva dentro de sí una intensa negación, superior a cualquier acto de rebeldía, a cualquier ejercicio de sus impulsos. Al final del apartado correspondiente al año 1790, reflexionando cerca del muelle en donde comienza la novela -otra evidencia de la circularidad del relato-, justifica nuevamente su fracaso evocando culpas heredadas [15]:
Algo en mí, en mi interior, anulaba las perspectivas exteriores. Yo veía todo ordenado, posible, realizado o realizable. Sin embargo era como si yo, yo mismo, pudiera generar el fracaso. Y he aquí que al mismo tiempo me juzgaba inculpable de ese probable fracaso, como si mis culpas fueran heredadas, y no me importaba demasiado: disponía como de una resignación previa, porque percibía que, en el fondo, todo es factible, pero agotable (Di Benedetto 1967: 102).
Pero el final de la novela, sin embargo, encontrará otra vez a don Diego ante la posibilidad de optar, condenado a la mutilación de sus manos, entre la vida y la muerte. Si la angustia producto de pretendidas culpas heredadas redime (en cierta medida) al sujeto, la angustia sartreana (la que es consecuencia de la responsabilidad de elegir, de ejercer la libertad)[16] conduce al drama existencial que representa el descubrirse completamente solo frente al absurdo de un mundo sin Dios o, en todo caso, regido por un dios incognoscible.
Di Benedetto anuncia en los primeros párrafos de la novela la complejidad del drama existencial indagado y disemina, en el devenir de su escritura, la ilusión de una respuesta totalizadora.
Objeto esquivo, que resiste indemne cualquier intento de aprehensión taxonómica que pretenda abarcarlo (constituye, en realidad, una refutación de las taxonomías genéricas en literatura), Zama dialoga, a través de sus estrategias, con distintos géneros (la novela existencial, la novela histórica, la nouveau roman, la epopeya americana, entre otros) pero no pertenece a ninguno de ellos. Así, Di Benedetto desafía en todo momento las variables que determinan la producción textual de su generación.
La investigación y el discurso históricos son substrato y condición de posibilidad (“pre-textos”, según el interesante juego de palabras propuesto por Jimena Néspolo) de la escritura y el entramado narrativo de Zama. Pero, precisamente, el referente histórico se difumina para dejar en primer plano la soledad existencial del narrador-protagonista. Su cosmovisión, la idiosincrasia de sus conflictos resultan acaso anacrónicos y, por lo mismo, trasladables a cualquier coordenada temporal. El propio Antonio Di Benedetto aclaraba oportunamente a Günter Lorenz: “Bastaba ponerlo [a Zama] en el medio elegido, en una situación dada, y de ahí desenvolver sus posibilidades, con su enmadejada subjetividad, en ese lugar y ese tiempo que bien podría no ser el de él, sino el nuestro” (Lorenz 1972: 132-133)
Mientras el recurso de la mise en abîme desestabiliza la aparente linealidad del relato proyectándolo a un plano simbólico, éste es reforzado, además, por las apariciones del misterioso niño rubio, de edad invariable y aspecto extranjero, que, al final de la novela, pone en evidencia la inutilidad de la búsqueda de Zama, su fracaso y su deterioro físico y moral:
Era el niño rubio. Sucio, estragadas las ropas, todavía no mayor de doce años.
Comprendí que era yo, el de antes, que no había nacido de nuevo, cuando pude hablar con mi propia voz, recuperada, y le dije a través de una sonrisa de padre:
—No has crecido…
A su vez, con irreductible tristeza, él me dijo:
—Tú tampoco. (Di Benedetto 1967: 206)
Si la figura que rige la novela, como descubrió Graciela Ricci, es el círculo concéntrico y su dinamismo espiral, su (in)movilidad es pendular y su verdadera ley, la entropía. Impulso distópico o visión teratológica, la progresiva degradación y la espera interminables reducen al sujeto a las formas mínimas de una existencia caótica y escindida de la sociedad.
La angustia de don Diego es la del hombre americano. O incluso, acaso, la de todos los seres humanos. El proyecto que funda la excepcional escritura de Zama, de Antonio Di Benedetto, dilucida una postura filosófica, existencial y abstracta, concretizándola en las vivencias de un personaje que nunca existió (pero pudo -e incluso podría- existir) inmerso en una atmósfera opresiva cuyo espesor histórico se dispersa progresivamente para dejar en primer plano la angustia del sinsentido y la falta constitutivos de la vida del hombre.
Ajena al encadenamiento creativo de la época, considerar Zama como objeto de indagación, discernir sus estrategias más significativas implica, ante todo, establecer diferentes líneas de lectura que, lejos de abarcarla, circundan una textura heterogénea, compuesta de materiales discursivos diversos e imbricados. Intuir en su fugacidad y variabilidad el complejo tejido de la novela, asediándolo desde múltiples puntos de vista (siempre provisorios, fatalmente parciales), será a la vez el propósito central y el enfoque metodológico del presente trabajo:
1. Antonio Di Benedetto reconoce, en una célebre entrevista concedida al crítico alemán Günter Lorenz, que antes de comenzar a escribir Zama emprendió una exhaustiva investigación de:
la orografía, la hidrografía, la fauna, los vientos, los árboles y los pastos, las familias indígenas y la sociedad colonial, las medicinas, las creencias y los minerales, la arquitectura, las armas, el guaraní, la lengua de los indios, costumbres domésticas, fiestas, el plano de la ciudad principal, los pueblos, el trabajo rural y la delincuencia del país” (Lorenz 1972: 132).
No obstante, al poco tiempo - aclara Di Benedetto -, decidió tirar toda esta información “por la borda” y prefirió ponerse a escribir, renunciando a reconstruir fielmente cualquier referente histórico:
[…] prescindí del Paraguay histórico, prescindí de la historia, mi novela no es histórica, nunca quiso serlo. Me despreocupé de cualquier tacha de anacronismo, imprecisión o malversación de datos reales. Me puse a reconstruir una América medio mágica desde adentro del héroe. Jamás, mientras escribía, ni al corregir ni al pulir, consulté un libro, ni mis apuntes (Lorenz 1972: 132).
Aquel impulso primigenio hacia la documentación, rápidamente desestimado, deja, sin embargo, su huella. La trama narrativa de la novela permite reponer un referente inicialmente externo a la obra gracias a la emergencia en el discurso de ciertos significantes que, al remitir a un conjunto de hechos o escenarios reconocibles por el lector, funcionan en conjunto como atmósfera anacrónica y substrato del relato: las referencias temporales y espaciales concretas (los años de 1790, 1794 y 1799; Buenos Aires, Europa, Rusia, el Plata), la introducción de vocablos de la lengua tupí-guaraní (mpaipig, mbeyú, y-cipó, manguruyú, etcétera) y el empleo de títulos como gobernador, corregidor o asesor letrado, que connotan una situación de época identificable. Malva Filer, en este sentido, ha señalado con precisión las múltiples conexiones intertextuales que existen entre Zama y las obras Historia del Paraguay y del Río de la Plata y Geografía física y esférica del Paraguay del naturalista español Félix de Azara [3].
La presencia de todos estos elementos, como veremos, configura un espacio y un tiempo verosímiles, cuyo espesor discursivo se constituye en condición de posibilidad de una especulación metafísica, abstracta y universalista, que se encarna en las vivencias de la figura de don Diego de Zama, figura inmersa en el contexto opresivo de la colonia pocos años antes del comienzo de las gestas independentistas.
2. La novela está integrada por cincuenta capítulos, correspondientes a tres períodos iniciados en 1790, 1794 y 1799, en los que asistimos al proceso de degradación de don Diego de Zama. A su vez, cada uno de estos capítulos o apartados está compuesto por distintos fragmentos separados tipográficamente por espacios en blanco: veintitrés en la primera parte, once en la segunda y veintisiete en la última. La extensión de cada uno de los tres períodos señalados decrece de aproximadamente cien páginas, a sesenta y a treinta respectivamente. La progresión evidente hacia el laconismo de las últimas páginas revela el proceso de extinción de la escritura de un sujeto que se repliega gradual y silenciosamente sobre sí mismo. Así, el ritmo del discurso de Zama se entrecorta en la tercera parte, 1799, mediante la homologación de las unidades sintácticas con unidades líricas.
Cada una de las tres secciones principales desarrolla núcleos narrativos bastante definidos, todos enlazados por la negatividad y el discurso del fracaso [4], el tópico de la espera y la progresiva degradación moral del sujeto: en 1790, los trámites infructuosos ante la gobernación para lograr el ansiado traslado y el deseo sexual, que desmorona la imagen idealizada que don Diego ha construido de sí mismo; en 1794, el tópico del hambre y la subsistencia económica; en 1799, la necesidad de inventarse una gesta heroica para ganar los favores del Rey.
3. Procedimiento privilegiado en la nouveau roman, la mise en abîme -representación teatral que pone en evidencia al rey en Hamlet, recursividad matemática o vértigo de la obra en la obra- introduce al comienzo de la novela la dimensión alegórica del relato, al tiempo que socava su orden cronológico.
La visión del mono muerto, que el agua quería llevarse y se llevaba hasta que se enredó entre los palos del muelle decrépito, constituye una mise en abîme proléptica que anticipa el motivo insistente del estancamiento y la espera, cruel y perpetua dilación que paraliza a la vez que desintegra. Esta identificación solidaria entre Zama y el cadáver del mono, ascendente por antonomasia del género humano, ante la frustrada posibilidad del viaje, se articula mediante un desplazamiento narrativo del yo al nosotros: “ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no” (Di Benedetto 1967: 5).
Posteriormente, la historia del pez relatada por Ventura Prieto, segundo microrrelato especular, refuerza el espacio de entre, el espacio reticular que atrapa al sujeto y lo inmoviliza:
Dijo que hay un pez, en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vaivén dentro de ellas; pero de un modo más penoso, porque está vivo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlo a tierra. Dijo Ventura Prieto que estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia […] (Di Benedetto 1967: 6).
Primero el mono, después el pez anticipan y reflejan la historia personal de Zama. Dimensión mítica, analogías o lenguaje simbólico, el relato se condensa y se expande, se revela y se enmascara para desestabilizar su linealidad sólo aparente.
La repetida imagen del vaivén metaforiza, además, la dualidad temporal que a nivel discursivo rige una narración, focalizada en el punto de vista del protagonista, que oscila constantemente entre un decurso histórico, objetivo y lineal, y otro subjetivo, vinculado a las reflexiones y al fluir de la conciencia de don Diego de Zama, al que las apariciones providenciales del niño rubio -invariablemente de doce años- y las mise en abîme proyectan a un plano simbólico.
4. La ambigüedad sintáctica del título original y provisorio de la novela (“Espera en medio de la tierra”) permite reponer un sujeto ausente, tácito en la estructura, identificable con Zama (“Zama espera en medio de la tierra”), o bien considerar directamente una construcción sustantiva que evoca una estampa o un cuadro estáticos, en perfecta consonancia con la angustia experimentada por un sujeto inmóvil y expectante. Los tres componentes fundamentales de la frase remiten, en cualquier caso, a puntos neurálgicos de la novela: la espera [5], la soledad y el espacio intersticial que ocupa en todo momento el narrador-protagonista.
El título actual y definitivo (“Zama”), primer contacto que el lector tiene con el objeto libro, paratexto capital que, sentencioso, se convierte en centro eminente y autoridad desde la parte superior de la página, reivindica ahora al individuo regido por el ritmo y exigencias de la gigantesca maquinaria de la conquista, devenido en uno de sus engranajes anónimos. La novela reacciona contra toda negación de la interioridad del hombre, contra todo desconocimiento de las peculiaridades individuales. Invirtiendo la primacía de la esencia sobre la existencia, neutraliza todo impulso objetivista y propugna la subjetivación del pensamiento. El texto de Di Benedetto reflexiona (la literatura, como sabemos, también piensa) desde la perspectiva del actor y no del espectador.
5. Significante clave, la espera de Diego de Zama tiene su correlato histórico en la espera de los americanos [6] a fines del siglo XVIII. Las reformas administrativas de los Borbones determinan la política colonial de la época: Carlos III establece un régimen de intendencias que sustituye la figura del corregidor por la del gobernador intendente, resta atribuciones a los cabildos municipales y posterga a los criollos en los puestos jerárquicos, ocupados ahora casi exclusivamente por españoles [7]. Pocos años después, a causa de su descontento, los criollos relegados como Zama gestarán los movimientos independentistas.
En este sentido, la tierra que traza Di Benedetto posee sus propias leyes, sus relaciones de fuerza, sus dominantes y sus dominados. Si hacer esperar es un privilegio constante de todo ejercicio de poder, la posición jerárquica que ocupa en esta sociedad cada uno de los personajes de la novela afirma esta dicotomía, que a su vez podría traducirse, en este caso, en “quienes hacen esperar” y “quienes esperan”. En la novela de Di Benedetto, la identidad fatal del dominado es, primordialmente, ser el que espera. En este sentido, el propio Zama ocupa simultáneamente ambos roles en la dicotomía planteada. Como asesor letrado del gobernador, acaso producto del resentimiento provocado por su propia postergación, deja morir al comerciante oriental, a quien no asiste ni envía ayuda para remediar su enfermedad. Otros personajes también esperan, producto de la inacción indolente del asesor letrado: la mujer indígena espera ayuda, enferma y abandonada, en una zanja; el anciano descendiente de Irala espera que se le otorgue una encomienda. Pero don Diego de Zama también espera. Espera noticias de Marta, espera a la viajera soñada, espera el favor del Rey, espera que Luciana lo corresponda. Espera una carta, una reciprocidad, un signo prometido: “precisaba recibir algo, tener algo distinto, algo que me ocupase y tuviera relación directa conmigo, cualquier cosa proveniente de un ser humano” (Di Benedetto 1967: 55). Marta, su esposa, espera en Buenos Aires, puerto fluvial que había desplazado a Asunción en la primacía política del Río de la Plata. Sumida en el deterioro económico, vende las modestas alhajas de su dote, a espaldas de su madre, y con esos recursos hacía tiempo, hasta que Zama pudiese ayudarlas.
Luciana, sin embargo, esposa de Honorio Piñares de Luenga, viajero de mando y fortuna, no se somete a ninguna espera: inversión mordaz de la figura mítica de Penélope, Luciana aclara a Zama, burlonamente, que su esposo cree que todos los hombres le causan repugnancia. Pero de inmediato, en una escena casi teatral, inclina la cabeza para susurrarle a la tela de su bordado un secreto desagradable y fácil de suponer. Luciana no espera castamente al marido ausente como Penélope, sino que se entrega hipócritamente a los deseos de los pretendientes que circundan la finca, excepto a los del asesor letrado.
6. “Zama había sido y no podía modificar lo que fue” [8]. Si la forma del pretérito pluscuamperfecto, a través del componente imperfectivo “había”, actualiza en el presente un matiz de duración prolongada y reiteración de una situación pasada acaso recuperable, cercana en la conciencia, el aspecto perfectivo del segundo verbo tiene la angustia de lo irremediable. Del resplandor al deslucimiento, la transición del Zama corregidor, enérgico, ejecutivo (que hizo justicia sin emplear la espada y cuyas pureza y altura no admitían ocultamiento ni desmentidos) al Zama asesor letrado, condicionado y sin oportunidades, es evocada por el narrador-protagonista a través de los ojos emocionados de un mozuelo de doce años (el hijo de Indalecio Zabaleta):
¡El doctor don Diego de Zama!… El enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada. Zama, el que dominó la rebelión indígena sin gasto de sangre española, ganó honores del monarca y respeto de los vencidos. [...] Yo fui ese corregidor: un hombre de derecho, un juez, y esas luces, en realidad, sin ser las de un héroe, no admitían ocultamiento ni desmentidos de su pureza y altura. (Di Benedetto 1967: 13-14)
La oscilación de los pronombres de primera y tercera persona, en los pasajes citados del discurso de Zama, refleja el desdoblamiento de un yo que afirma su identidad no sólo a través del filtro que impone la memoria del hijo de Indalecio sino también a partir de las miradas ajenas que lo prefiguran [9]. Pero, a su vez, dicha oscilación marca el distanciamiento de una voz que solamente puede revelarse en su plenitud, para recuperar una imagen idealizada de sí mismo, enmascarándose en otro.
7. Graciela Ricci afirma que “la conciencia de Zama deviene en el choque constante entre lo que sucede realmente y lo que espera que suceda, entre el poder y el querer, la realidad y la posibilidad” (Ricci 1974: 30). Estas dicotomías se prolongan y se desdoblan en nuevas tensiones binarias y ambivalentes que angustian al narrador-protagonista y construyen un espacio o topografía interior del despojamiento.
El deseo del asesor letrado, errático e insaciable, carece de objeto Al ser aquél un tipo de impulso libidinal que no apunta a ninguna cosa material, el trayecto vital de Zama se vuelve circular y metonímico: las distintas representaciones que adquiere su deseo están en continuo desplazamiento (hecho metaforizado por la búsqueda de Vicuña Porto, objetivo móvil que aparece camuflado bajo el pseudónimo de Gaspar Toledo dentro del mismo batallón de hombres que lo busca). Asimismo, en su derrotero circular, Zama se procura distintos antagonistas frente a los que resulta siempre humillado o moralmente disminuido.
En este sentido, el asedio amoroso a Luciana desemboca en otro fracaso: cuando una noche Zama descubre al oficial Bermúdez (que no era varón de conformarse con el amor virtuoso) franqueando la puerta de la casa de la mujer, la humillación engendra la narración de dos alegorías especulares, vínculo funcional de lo manifiesto con su contenido latente, en las que un individuo de reluciente casco de acero, sinécdoque del propio Bermúdez, posterga las aspiraciones de don Diego. Desde una perspectiva psicoanalítica, estos microrrelatos pueden leerse como construcciones fantasmales, curiosamente frustradas. Es decir, como escenarios imaginarios en los que si bien el sujeto representa, de una manera más o menos deformada, la realización de un deseo incumplido, no obstante, en ambos casos, un giro inesperado lo termina defraudando. En el primero de ellos, la competencia en el vientre materno tiene por objetivo abandonar el encierro: “La espera me resultaba soportable porque poco me faltaba para nacer” (Di Benedetto 1967: 81). Sin embargo, su rival se le adelanta en el túnel oscuro y entonces tiene que aguardar otra oportunidad para alcanzar la luz. En la segunda, Zama, “vestido de fiesta, todo de paño verde y bordados de oro”, “invitado de honor a la función” (Di Benedetto 1967: 81) se encuentra de pronto solitario ante las ruinas de un teatro. Al mirar las pinturas de unos caballeros y bestias que representaban una batalla inmóvil, la carrera al galope de un jinete de casco reluciente lo cubre de tierra.
Posteriormente, insinuada “reproducción de la urdimbre de Luciana”, la historia de la enamorada que observa a través de la ventana y envía mensajes para Zama por medio de la mulatilla constituye un nuevo relato especular. El reflejo, sin embargo, aparece degradado: “Luciana y su gestión se reproducían con aquel papelito, pero ya, meramente, como un simulacro, una burla del tiempo al través de esa fealdad que me buscaba” (Di Benedetto 1967: 147). El paralelismo entre las dos relaciones amorosas está señalado, además, por la actitud protectora de ambas mujeres, el intercambio epistolar y la repetición sintáctica de una estructura con inversión semántica: “Contesté que sí. / Debía haber dicho no, y quedarme” (Di Benedetto 1967: 77), “Para contestar las dos preguntas bastaba una palabra: No. / Puse: Sí” (Di Benedetto 1967: 148).
Asimismo, en la tercera parte, con la promesa del gobernador de que “Su Majestad celebraría este retorno a las armas y más el triunfo, que sabría compensar”, Zama se aleja definitivamente de la ciudad hacia el norte -punto cardinal inverso al que anhelaba dirigirse- junto a la legión que parte en busca de Vicuña Porto. Pero inmediatamente volverá a ser relegado a favor de un oficial de rango inferior: el capitán Parrilla (doble especular del arrogante Bermúdez): “El jefe del regimiento no me otorgó mando. Me dijo que tendría yo entera autoridad, pero el pelotón llevaría a su frente a un oficial del servicio activo y de las propias tropas” (Di Benedetto 1967: 167).
La angustia de la espera, el deshonor y el quebranto económico se tejen así de interdicciones y privaciones, primero insignificantes y después humillantes hasta lo inconfesable.
8. Esta constante reiteración de motivos, esta circularidad entrópica del relato, en tanto la subjetividad de Zama tiende a la desestabilización del orden constituido -su matrimonio con Marta y sus relaciones amorosas constituyen un oxímoron social- y la progresiva degradación, actualiza la impresión de inmovilidad y deterioro, el contagio de una sensación expectante que asedia también al lector. La mise en abîme rompe la linealidad, genera una constelación de significantes clave y dota de espesor al discurso. La carrera de don Diego de Zama está “estancada” como estancados están el mono entre los palos del muelle y el pez en el río. La relación idealista y frustrada con Luciana sirve de modelo para la relación degradada (como una copia o un simulacro) que lo une a la mujer de la ventana. En este sentido, la novela puede pensarse, estableciendo una analogía musical, como una estructura de tema con variaciones cuyo ritmo se tornara progresivamente lento y sus notas disonantes se entrecortaran, hasta silenciarse casi por completo.
En el plano estilístico, la progresiva extinción de la escritura del sujeto, su acentuado laconismo, promueven la emergencia del discurso lírico. De los extensos períodos oracionales y la profusa adjetivación de la primera parte al estilo sucinto de la última, las unidades sintácticas se transfiguran paulatinamente en unidades poemáticas:
Consideré que tendríamos que darles sepultura.
Quedarían allí, al pie del cerro, con una cruz y una piedra encima.
El viento voltearía la cruz.
Alguien, después, sacaría la piedra.
Tierra lisa.
Nadie.
Nada. (Di Benedetto 1967: 185)
La disposición gráfica de las oraciones, la elipsis -figura retórica que escatima toda explicación innecesaria- y la desaparición progresiva del verbo despojan de movimiento al relato, asimilándolo ocasionalmente a la pasividad de una estampa, reduciéndolo a la descripción.
9 Dice Ezequiel Martínez Estrada en Radiografía de la pampa: “Las pasiones, como los vicios y virtudes, son fuerzas naturales. Por dentro de todos y por sobre todos está la naturaleza; ese campo liso, monótono, eterno” (Martínez Estrada 1986: 104). Héctor Murena, por su parte, afirma en El pecado original de América: “[...] nos debatimos en un orbe en el que obstinadas fuerzas invisibles oponen vallas al esfuerzo de cada uno por ser más, por ser lo que, debe ser, con lo que dichos esfuerzos apenas si configuran una maraña que es frustración, degradación de lo humano” (Murena 2006: 139).
Fuerzas invisibles de la naturaleza, potencias interiores irreductibles o juego de condicionamientos externos inescrutables, un posible antecedente de los puntos neurálgicos de la novela de Di Benedetto puede fundarse ciertamente en las lecturas que Martínez Estrada y Murena hicieron de la conquista de América y sus consecuencias [10]. Si, como veremos más adelante, la novela existencialista de Jean-Paul Sartre y Albert Camus ejerce su influencia en Zama, ninguna genealogía de la angustia que experimenta don Diego podría ignorar la huella fatal de la vastedad y vacío del espacio americano que se proyecta en la interioridad espiritual del sujeto para ahogar sus proyectos e inmovilizarlo en medio de la nada.
El silencio toponímico -en ningún momento se hace referencia a una ubicación geográfica precisa, aunque ciertos indicios permiten inferirla- refuerza la posibilidad de leer la novela en clave alegórica o, en todo caso, de entender el espacio de Asunción como sinécdoque de todo el continente, espacio casi abstracto e indiscernible en el que el sujeto se siente inmovilizado:
Yo, en medio de toda la tierra de un continente, que me resultaba invisible, aunque lo sentía en torno, como un paraíso desolado y excesivamente inmenso para mis piernas. Para nadie existía América, sino para mí; pero no existía sino en mis necesidades, en mis deseos y en mis temores. (Di Benedetto 1967: 33-34)
Abandonado en una tierra sin pasado, la espera interminable, la extensión ilimitada del continente son para Zama -para el hombre americano, en definitiva- trama conspirativa e infinito interior. Di Benedetto propone una visión metafísica de un espacio esencialmente vacío y sin historia, sobre el cual parece imposible fundar nada. Si para Héctor Murena estas tierras están “situadas fuera del magnético círculo de lo histórico” (Murena 2006: 139), para Martínez Estrada, “la soledad que se abre en el alma como una congoja inmotivada” será precisamente consecuencia de esa falta de historia (Martínez Estrada 1986: 121). En la batalla que el pueblo entabla contra la soledad, éste resulta siempre derrotado. Si el pueblo pampeano está sitiado por el campo, “enquistado y reducido a un curioso caso de mimetismo” (Martínez Estrada 1986: 101), en Zama, la impronta de la tierra inscribe suciedad y enfermedad [11] en los cuerpos abandonados: “Mi hijo. En cuatro patas, sucio hasta confundirse, en el crepúsculo, con la propia tierra. Un estilo de mimetismo. Por lo menos, poseía esa defensa, característica de las bestias” (Di Benedetto 1967: 115). En contraposición, en un continente que, según Martínez Estrada, es un “archipiélago de tierras firmes”, el agua, elemento especular, engendra, comunica y vincula (Goloboff 1996: 296). La tierra connota muerte y degradación. El agua sugiere purificación y renovación [12]: es el medio a través del cual Zama puede reencontrarse con Marta y sus hijos, y también el que posibilita la llegada de la viajera del Plata.
Esta tierra desnuda, propia de una pesadilla kafkiana, está revestida por la hipertrofia burocrática de un simulacro de protocolo legal no exento de una compleja red de intereses e influencias en la que Zama -que nunca fue más que “un hombre anotado en papeles” (Di Benedetto 1967: 101)- se halla entrampado como el pez o el mono: “[…] era como si hubiese andado largo tiempo hacia un previsto esquema y estuviera ya dentro de él” (Di Benedetto 1967: 31). Ese esquema administrativo, embudo que se erige sobre un espacio violado real y simbólicamente, determina la suerte de don Diego: aquello que no se adapta a la estructura de este mundo tensionado por la barbarie natural de una tierra indómita y destructiva, y por el ya retraído impulso civilizador de la burocracia real, no puede prosperar.
10 Pero el texto de Di Benedetto excede también un mero determinismo mesológico. La novela existencialista de Sartre y de Camus resuena en las páginas de Zama para, por un lado, tensar el discurso del narrador-protagonista en un movimiento de vaivén -una vez más- que oscila entre la sospecha de ser víctima de aquel determinismo inexorable y la conciencia de poseer, en última instancia, libre albedrío y, por otro, arrojar al sujeto a un mundo sin sentido y desprovisto de una dimensión trascendente.
En 1790, la disputa con Ventura Prieto, antagonista especular de la figura de Vicuña Porto[13] (la igualdad en las iniciales no es casual), que deriva en su prisión y posterior destierro, desencadena la reflexión de Zama acerca de su proceder y su destino. Otros hechos predisponen esta circunstancia: la responsabilidad en la muerte del caballero oriental, el encuentro con el niño rubio, la venta apresurada de su caballo a un carrerista y, fundamentalmente, la pasividad frente al episodio del ebrio y la araña [14]. Si inicialmente Zama explica su conducta invocando un “cerco inductor” que en determinado momento lo “volcaba en actos no deseados, ocasionalmente seductores y capaces de transformarse, a posteriori, en algo repelente y abominable”, determinismo de “potencias interiores irreductibles” y de un “juego de factores externos”, de inmediato admite que no supo pronunciarse y decidir a tiempo, y finalmente se acepta responsable de su suerte cuando declara que “igualmente en el momento último se puede elegir” (Di Benedetto 1967: 68). Pero a pesar de esta aceptación momentánea, don Diego de Zama siente que lleva dentro de sí una intensa negación, superior a cualquier acto de rebeldía, a cualquier ejercicio de sus impulsos. Al final del apartado correspondiente al año 1790, reflexionando cerca del muelle en donde comienza la novela -otra evidencia de la circularidad del relato-, justifica nuevamente su fracaso evocando culpas heredadas [15]:
Algo en mí, en mi interior, anulaba las perspectivas exteriores. Yo veía todo ordenado, posible, realizado o realizable. Sin embargo era como si yo, yo mismo, pudiera generar el fracaso. Y he aquí que al mismo tiempo me juzgaba inculpable de ese probable fracaso, como si mis culpas fueran heredadas, y no me importaba demasiado: disponía como de una resignación previa, porque percibía que, en el fondo, todo es factible, pero agotable (Di Benedetto 1967: 102).
Pero el final de la novela, sin embargo, encontrará otra vez a don Diego ante la posibilidad de optar, condenado a la mutilación de sus manos, entre la vida y la muerte. Si la angustia producto de pretendidas culpas heredadas redime (en cierta medida) al sujeto, la angustia sartreana (la que es consecuencia de la responsabilidad de elegir, de ejercer la libertad)[16] conduce al drama existencial que representa el descubrirse completamente solo frente al absurdo de un mundo sin Dios o, en todo caso, regido por un dios incognoscible.
Di Benedetto anuncia en los primeros párrafos de la novela la complejidad del drama existencial indagado y disemina, en el devenir de su escritura, la ilusión de una respuesta totalizadora.
Objeto esquivo, que resiste indemne cualquier intento de aprehensión taxonómica que pretenda abarcarlo (constituye, en realidad, una refutación de las taxonomías genéricas en literatura), Zama dialoga, a través de sus estrategias, con distintos géneros (la novela existencial, la novela histórica, la nouveau roman, la epopeya americana, entre otros) pero no pertenece a ninguno de ellos. Así, Di Benedetto desafía en todo momento las variables que determinan la producción textual de su generación.
La investigación y el discurso históricos son substrato y condición de posibilidad (“pre-textos”, según el interesante juego de palabras propuesto por Jimena Néspolo) de la escritura y el entramado narrativo de Zama. Pero, precisamente, el referente histórico se difumina para dejar en primer plano la soledad existencial del narrador-protagonista. Su cosmovisión, la idiosincrasia de sus conflictos resultan acaso anacrónicos y, por lo mismo, trasladables a cualquier coordenada temporal. El propio Antonio Di Benedetto aclaraba oportunamente a Günter Lorenz: “Bastaba ponerlo [a Zama] en el medio elegido, en una situación dada, y de ahí desenvolver sus posibilidades, con su enmadejada subjetividad, en ese lugar y ese tiempo que bien podría no ser el de él, sino el nuestro” (Lorenz 1972: 132-133)
Mientras el recurso de la mise en abîme desestabiliza la aparente linealidad del relato proyectándolo a un plano simbólico, éste es reforzado, además, por las apariciones del misterioso niño rubio, de edad invariable y aspecto extranjero, que, al final de la novela, pone en evidencia la inutilidad de la búsqueda de Zama, su fracaso y su deterioro físico y moral:
Era el niño rubio. Sucio, estragadas las ropas, todavía no mayor de doce años.
Comprendí que era yo, el de antes, que no había nacido de nuevo, cuando pude hablar con mi propia voz, recuperada, y le dije a través de una sonrisa de padre:
—No has crecido…
A su vez, con irreductible tristeza, él me dijo:
—Tú tampoco. (Di Benedetto 1967: 206)
Si la figura que rige la novela, como descubrió Graciela Ricci, es el círculo concéntrico y su dinamismo espiral, su (in)movilidad es pendular y su verdadera ley, la entropía. Impulso distópico o visión teratológica, la progresiva degradación y la espera interminables reducen al sujeto a las formas mínimas de una existencia caótica y escindida de la sociedad.
La angustia de don Diego es la del hombre americano. O incluso, acaso, la de todos los seres humanos. El proyecto que funda la excepcional escritura de Zama, de Antonio Di Benedetto, dilucida una postura filosófica, existencial y abstracta, concretizándola en las vivencias de un personaje que nunca existió (pero pudo -e incluso podría- existir) inmerso en una atmósfera opresiva cuyo espesor histórico se dispersa progresivamente para dejar en primer plano la angustia del sinsentido y la falta constitutivos de la vida del hombre.
Fuente: Alejandro Del Vecchio, “Dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello”: el caso Zama, de Antonio Di Benedetto.
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