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Borges: ciudad, tangos y duelos

 De la fundación mítica a la pérdida en el laberinto

A menudo se le atribuye a Borges la etiqueta del autor cosmopolita y universal, de alguien que ha dedicado poco espacio a la realidad argentina dentro de su obra, centrado más en los juegos metafísicos, las variaciones literarias de algunas metáforas esenciales, las cuestiones del tiempo, del infinito, o a los avatares de las religiones heterodoxas. Se le ha acusado de cosmopolitismo desarraigado, de escribir una prosa antiargentina, sin matices nacionales. Sin embargo, Borges, en “El escritor argentino y la tradición” argumenta que la tradición argentina es toda la cultura occidental.
En este trabajo retomamos algunos de los motivos que de primera vista se podrían caracterizar de locales o nacionales y que aparecen en la primera obra del autor. En primer lugar, la ciudad: el reencuentro del joven poeta con los barrios de su ciudad, vistos con los ojos de un vanguardista (influido por el ultraísmo y el expresionismo), recién llegado de Europa. En segundo, el tango y sus figuras: el recurso a ―como también la valorización desproporcionada de― personajes poco canónicos y de fuerte color local (malevos, compadres, cantores del arrabal), para crear, por medio de una estética novedosa, un pasado heroico al que se mira con nostalgia. En tercer lugar, el desafío cuya culminación es el duelo: la ciudad mítica y los personajes de los primeros tangos persisten en la obra posterior de Borges, en cuentos como “El Sur” o “El fin,” y permiten al autor reescribir la tradición argentina a partir de dilemas universales: los desdoblamientos del yo, la pérdida en el laberinto, los juegos con el infinito, los libros y el mundo.

1. La ciudad: fundar es inventar la memoria

¡Qué lindo ser habitadores de una ciudad que haya sido comentada por un gran verso! Buenos Aires es un espectáculo para siempre (al menos para mí) [...] Pero Buenos Aires, pese a los millones de destinos individuales que lo alborotan permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no lo pueble.

Borges, El tamaño de mi esperanza

La ciudad se podría percibir como una condensación, tanto simbólica como material, del cambio y por lo tanto, puede ser exaltada o criticada. Artefacto humano, lugar de hábitat, forma privilegiada de interacción social, es portadora de la cultura en un sentido amplio, y lleva en sus entrañas, acumulados y sobrepuestos, múltiples estratos temporales: los ingredientes de una memoria colectiva, individual, nacional. Como un escenario en el que desfilan los fantasmas de la modernidad, la ciudad es la máquina simbólica más poderosa del mundo moderno (Sarlo, Borges 9).
Como es sabido, en los tiempos de la colonización del territorio americano, las ciudades se fundaban a través de una doble ceremonia formal: por un lado la de la espada y la cruz y, por el otro, la del acta del escribano que redactaba la escritura, a la vez testimonio y asiento de la nueva ciudad. De la misma manera diríamos, parafraseando a Borges, que toda ciudad, pese a los millones de destinos individuales que la abarrotan permanecerá desierta y sin voz mientras algún símbolo no la pueble. Su fundación no es sólo un hecho material sino también un hecho social y poético que tiene que ver con su constitución como elemento de memoria viva. Memoria y olvido se relevan así en materias primas de toda ciudad y aún más de una ciudad como Buenos Aires que, sin el bagaje histórico de Londres o París, tantas veces ha tratado trasvestirse como una réplica de las metrópolis europeas.
A Borges le preocupó siempre la cuestión del origen del universo, la construcción primordial del cosmos y su ciudad es también un rincón del universo que para existir tiene que ser nombrado y poblado por seres de cierto valor en el imaginario colectivo: seres míticos, legendarios. Sólo de esta manera alcanzará un estatuto ontológico. “La provincia sí está poblada: allí están Santos Vega y el gaucho Cruz y Martín Fierro, posibilidades de dioses. La ciudad sigue a la espera de una poetización” (Borges, El tamaño 126). El poeta se vuelve, así el hacedor por antonomasia, insuflando el ser a las cosas y a los seres. Buenos Aires forma parte de este universo también y para existir tiene que ser nombrado.

¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina. [...]

[...] Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga. [...]
(Borges, “La fundación mitológica de Buenos Aires,” Textos 239)

Borges emprende, así, la tarea de hablar sobre los orígenes, de edificar la ciudad-mito a partir de una memoria en gran parte inventada, planteando el principio de las cosas como si hubiera asistido a ese momento fundacional. El poeta ultraísta crea una memoria urbana como si fuera desde la nada, dejando atrás toda otra narración que hubiera podido servirle de precedente.[2] Y es rescatando lo cotidiano ―esquinas, calles, patios, atardeceres― como encuentra los ingredientes del mito y de una épica porteña la cual, a su vez, proyecta e imprime para siempre sobre estos elementos materiales del espacio.

Vi las casas azules
Vi las casas que tienen colores de aventura.

Eran como banderas
Y hondas como en naciente que suelta las afueras.
Las hay color de aurora y las hay color del alba;
Su resplandor es una pasión ante la ochava
De la esquina cualquiera, turbia y desanimada. (Borges, “Casas como ángeles,” Luna)[3]

La ciudad de Borges es más bien chata con esquinas humildes, con patios que permiten al cielo invadir la casa, y está en armonía con el paisaje pampeano que la rodea. La parte preferida del poeta es el suburbio: la periferia, el conjunto de casas insignificantes que invaden poco a poco los baldíos libres y el espacio vacío del campo. El lector se vuelve, de esta forma, espectador de la obstinación de Borges en buscar la memoria de la ciudad poscolonial de su infancia. Una memoria que es, por lo menos en parte, ilusoria ya que, como es sabido, el poeta vuelve a Buenos Aires después de haber pasado los años cruciales de la adolescencia en Europa. Además, el hecho de que nunca trató de abrazar la ciudad en su totalidad, sino que hizo una selección de escenas modestas, criollas, según él más auténticas, es una actitud que sin duda tiene que ver con la experiencia europea del poeta (Wilson). Borges establece así un contraste entre la modernidad presente en otros poetas vanguardistas de la época (como Girondo o González Lanuza), incluso contra la fascinación que demuestra el ultraísmo con respecto a los inventos de la modernidad (trenes, aviones, semáforos eléctricos, calles asfaltadas), adoptando un tono nostálgico, confesional. Sin embargo, su lenguaje depurado de transiciones y de la adjetivación decorativa, dando prioridad a la metáfora que crea cortos circuitos de sentido y deja brotar a la imagen, lleva a la producción de “una mitología con elementos premodernos pero con los dispositivos estéticos y teóricos de la renovación”. (Sarlo, Una modernidad 103).
La memoria incluye una doble intencionalidad: la de imaginarse, es decir dirigirse hacia lo fantástico suspendiendo la posición de la realidad (le donné-absent), y la de recordar, es decir, dirigirse hacia una realidad anterior (le donné-présent au passé). Entre estas dos instancias, la imaginación y el recuerdo, la doctrina platónica de la imagen (eikon) establece un elemento en común: la representación presente de una cosa ausente (Ricoeur 8, 53-54, 65). En este sentido la memoria busca restituir la presencia de una cosa ausente al mismo tiempo que presupone su ausencia; aspira, entonces, a la presencia a través de una ausencia y nace en el punto de disensión entre la inmediatez de la experiencia y la mediación de la evocación. Tal proceso implica la definición de dos momentos temporalmente separados: el que se define como anterior y el que se define como posterior (Ricoeur 19).
Buscando lo ausente en lo presente, se arma el locus de la memoria: a veces una ciudad de paisajes líricos y frágiles, otras una Buenos Aires densa, misteriosa y dura, no conmovedora sino oscura, un escenario de turbias historias (Zito 34-35). Memoria histórica y propia mitología urbana del poeta optan por escenas particulares componiendo un panorama de esquinas, patios, colores de atardeceres y sombras, sugiriendo personajes y paisajes que se imponen y definen la ciudad a través de una mitología que busca el lenguaje más adecuado. La fundación es también un proceso lingüístico: ¿Cuál es la lengua que más le corresponde a Buenos Aires: el idioma de Cervantes y de los primeros colonizadores? o ¿el habla local de la mezcolanza? De Cuaderno San Martín a Luna de enfrente el lenguaje fundacional se desplaza de un polo al otro.
La función de la memoria en la fundación borgeana de Buenos Aires surge entonces a través de una relación triple entre ciudad, palabra y memoria: la ciudad no existe sin ser nombrada (poetizada, cantada, literaturizada), sin ser fijada por la palabra, el logos poético, que restituye una memoria tanto evocada como inventada. El logos poético le devuelve a la ciudad su memoria, salvándola de la inexistencia y de la muerte, introduciendo en el presente lo que estando ausente corre el peligro de un desvanecimiento definitivo: la sumersión en el olvido.

2. Tangos: poblar a la ciudad fundada

El tango es la milonga argentina más divulgada, la que con insolencia ha prodigado el nombre argentino sobre el haz de la tierra. Es evidente que debemos averiguar sus orígenes y prescribirle una genealogía donde no falten ni la endiosadora leyenda ni la verdad segura.
Borges, “Ascendencias del tango”

La ausencia que presupone la memoria restituida a través de los versos de Borges se resume entonces en una negación doble. Primero, es la negación de la acelerada transformación de Buenos Aires en una megalópolis caótica.[4] Es la ausencia del referente como presente, como experiencia inmediata. Nombrando paisajes y personajes se intenta seguir las pistas de una ciudad que se esfuma y se transforma velozmente en un monstruo, en masa sin forma ni límites, que se extiende hacia todos los lados, que pronto tomará la forma de la urbe descrita por Raúl Scalabrini Ortiz, la de los rascacielos, de los hijos de nadie, del hombre de Corrientes y Esmeralda, una ciudad en la que ya no se podrá recordar ningún origen. Segundo, se trata de una forma de esquivar la versión objetiva-oficial de la historia. En “Fundación mítica de Buenos Aires,” Borges no se preocupa por forjar el lugar primordial de un núcleo bonaerense histórico, sino la manzana de su propia casa en Palermo, rodeada por las futuras calles que la generaron: los cuatro horizontes de las calles Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga, que se extienden dejando atrás el núcleo central de la urbe de rascacielos, grandes avenidas y multitudes, para salir al encuentro del campo y, a la vez, imponerse sobre éste. Se trata de una memoria que remite a la cohabitación plácida entre campo y ciudad; no se agota en la descripción selectiva de sitios sino que es acompañada por incidentes y actos, a menudo heroicos, que ocurren entre los personajes que pueblan los lugares.
Casas de Buenos Aires con azoteas de baldosa o de cinc, huérfanas de torres excepcionales o de briosos aleros, comparables a pájaros mansos con las alas cortadas. Pero ¿qué importa? En una de ellas murió Evaristo Carriego, el hombre que dijo: “El ciego / evoca memorias de cosas / de cuando sus ojos tenían mañanas” (Borges, “Buenos Aires,” Textos 103-104).
El periodo histórico patrio sacralizado por Borges, por medio de los trucos de la negación y de la nostalgia, abarca las décadas finales del siglo xix y las dos primeras del siglo xx. Es en el arrabal, esta zona indecisa entre urbe y pampa (un tipo de pampa transformada), donde el poeta sitúa el alma de su ciudad. Y otra vez, la preocupación por el origen, lo lleva a emprender, paralelamente a la fundación de la ciudad, una genealogía del tango, según la misma lógica: juntando la “leyenda endiosadora” con la “verdad segura.” Se fija en figuras menores y en versos olvidados no solamente para rescatar a la leyenda sino también para crearla.

Nació en los corrales viejos,
allá por el año ochenta.
Hijo fue de una milonga
y un “pesao” del arrabal.
Lo apadrinó la corneta
del mayoral del tranvía,
y los duelos a cuchillo
le enseñaron a bailar.[5]

Saca a la luz y valora de un modo hasta entonces inédito los versos de los cantores de arrabal como Miguel A. Camino, a quien se “atribuyen los versos citados, o Evaristo Carriego al cual llama “un enterriano tuberculoso y casi genial que miró al barrio con mirada eternizadora” (Borges, “Carriego y el sentido del arrabal,” El tamaño 27). Tal proceso de rescate del pasado coincide con la apreciación de Bergson, según la cual Pour évoquer le passé sous forme d’images, il faut pouvoir s’abstraire de l’action présente, il faut savoir attacher du prix à l’inutile, il faut vouloir rêver (Bergson 87).

¿Dónde estarán aquellos que pasaron,
Dejando a la epopeya un episodio,
Una fábula al tiempo, y que sin odio,
Lucro o pasión de amor se acuchillaron?

Los busco en su leyenda, en la postrera
Brasa que, a modo de una vaga rosa,
Guarda algo de esa chusma valerosa
De los Corrales y de Balvanera. (Borges, “Tango,” Obra poética 114)

Siguiendo a Bergson, por medio de la abstracción y del ensueño, otorgando importancia a elementos menores de la cotidianeidad porteña, Borges se empeña en forjar una memoria nacional a partir de las historias mínimas que cuentan las milongas y los primeros tangos. Ya que ve en esos viejos tangos  “puro descaro,” “pura sinvergüencería,” “pura felicidad de valor,” antes de la corrupción que padeció el género musical, más tarde con la llegada de la inmigración masiva, por la sensiblería, el lunfardo y la queja tristona de la tragedia social.
Una cosa es el tango actual, hecho a fuerza de pintoresquismo y de trabajosa jerga lunfarda, y otra fueron los tangos viejos, hechos de puro descaro, de pura sinvergëncería, de pura felicidad de valor. Aquéllos fueron la voz genuina del compadrito: éstos (música y letra) son la ficción de los incrédulos de la compadrada, de los que la causalizan y desengañan. (Borges, “Carriego y el sentido del arrabal,” El tamaño 29-30)
La recuperación volverá a esas figuras menores, poetas y cantores populares, definitivamente en otra cosa: en personajes de la literatura de Borges. Así, los barrios poetizados ―en particular el arrabal, zona preferida del poeta―, que aparecen en un principio vacíos y desiertos, vienen a ser poblados por figuras estilizadas como las de compadres y malevos.

Nada. Sólo el cuchillo de Muraña.
Sólo en la tarde gris la historia trunca.
No sé por qué en las tardes me acompaña ese asesino que no he visto nunca.
Palermo era más bajo. El amarillo
paredón de la cárcel dominaba arrabal y barrial. Por esa brava
región anduvo el sórdido cuchillo.
El cuchillo. La cara se ha borrado
y de aquel mercenario cuyo austero oficio era el coraje, no ha quedado
más que une sombra y un fulgor de acero.
Que el tiempo, que los mármoles empaña,
salve este firme nombre. Juan Muraña.
(Borges, “Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos,” Antología 31)

Una cultura de provocaciones, cuchillos y heroísmo se instala en los barrios de esta ciudad sin historia, sin pasado guerrero o tradiciones extraordinarias. El pasado que Borges le inventa a Buenos Aires, inmaterial, legendario, compuesto por turbias historias y escenas singulares, el arrabal “rosado de tapias” y a la vez “relampagueando de acero,” sirve a su turno de molde donde se podrán inscribir los hechos de un presente material y ordinario. Y, más allá, forjará el futuro ya que le servirá de mito. “Esta ciudad que yo creí mi pasado, / es mi porvenir, mi presente” (Borges, “Arrabal,” Obra poética I:37).

3. Duelos: el mismo el otro y el laberinto

Entre el primer Borges y el posterior se podría decir que existe cierta continuidad. La preocupación del poeta vanguardista, relativa a la búsqueda de un pasado y de una identidad nacional no desaparece, sino que se mezcla con las paradojas y los enigmas filosóficos, tomando la forma de cuentos. Estos enigmas y cuestionamientos de valor universal se convierten en un instrumento más para seguir inventando el pasado, la ciudad y sus personajes; para seguir reescribiendo la tradición argentina desde la perspectiva de un pensamiento sin fronteras nacionales. Los paisajes y personajes que han poblado la ciudad mítica y los arrabales, fundados por la poesía y los ensayos, siguen habitando el universo de cuentos como “El fin” (1944) y “El Sur” (1953). “El fin” es la reescritura del poema épico nacional Martín Fierro. Este segundo Borges, el de los cuentos, aunque renuncia e incluso se arrepiente de toda filiación previa con vanguardias y manifiestos, no deja de ser innovador de otro modo (un vanguardista heterodoxo, como lo llama Bernal Herrera) ya que recupera a las figuras del pasado y las cambia para siempre. El resultado de esta operación es lo que Beatriz Sarlo llama las “versiones y perversiones” de la tradición. Y, a propósito de “El fin,” en particular, Sarlo señala:
By presenting Martin Fierro’s death in a duel, Borges also kills the most famous literary character in Argentine culture. He closes the poem that Hernández had left open: the death of Martín Fierro is both the death of a character and the end of a literary cycle. In this way, Borges answers an ideological and aesthetic question: what should an avant-gard writer do with tradition? (Sarlo, Borges 42)
En “El arte narrativo y la magia,” Borges presenta la ficción como un “juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades,” y explica las diferencias entre la realidad externa y la literaria postulando, para cada una de ellas, un diverso orden causal: de un lado está el vertiginoso e indescifrable que rige “el asiático desorden del mundo real,” del otro, el mágico, el de la “peligrosa armonía, la frenética y precisa causalidad,” que rige la literatura y los “buenos films.”
   En el marco de las tan temidas simetrías y de las reglas de una causalidad sin desvíos, el duelo se revela, por un lado, como un acto heroico, primitivo y tradicional y, por el otro, un face à face, como el del espejo: una invitación al desdoblamiento. ¿Quién matará a quién?  y ¿cuál habría de ser el destino del que sobreviva? Un duelo ¿se puede repetir? Y el acuchillado ¿es el que pierde o el que gana?
Tanto “El fin” como “El Sur” dan lugar a este tipo de preguntas que surgen como el nexo que reúne el cuestionamiento abstracto-metafísico con el mito de la patria, su fundación poética y las figuras heroicas que lo pueblan. Borges considera “El Sur” como su mejor cuento y es verdad que puede ser leído de maneras diversas. Jaime Alazraki ve en él una metáfora de toda la historia argentina que se resumiría en un solo símbolo: “un pobre duelo a cuchillo” (citado en Gertel 39).
“El Sur” introduce la cuestión de la búsqueda de identidad en el Buenos Aires contemporáneo: un laberinto urbano que disuelve toda identidad. La narración se desarrolla a partir de un sistema de relaciones binarias y de paralelismos discontinuos que adquieren una función doble y ambigua.  El desdoblamiento del personaje empieza con su trayectoria a través de la capital porteña como también a través de las paginas de un libro (que es otro laberinto, figurado; otro orden cósmico que se yuxtapone al del mundo real) y se corona con la transgresión: un accidente, la intervención médica, pero también la transgresión de la frontera sur de la ciudad: “Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia” (Borges, Artificios 81).
El accidente de Dahlmann (un golpe de la cabeza contra un batiente recién pinchado mientras subía las escaleras, apurado como estaba para examinar un ejemplar recién conseguido de las Mil y una noches) se desarrolla en circunstancias del todo cotidianas y marca, no cabe duda, un umbral: él de otra vida ―sueño inconsciente de Dahlmann o bifurcación del destino. Durante su estadía en el hospital, días infernales que lo acercan a la muerte, el personaje está sometido a intervenciones parecidas a rituales de sacrificio: “[...] lo desvistieron, le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo (Borges, Artificios 80).
Dahlmann se vuelve, por una serie de incidentes incoherentes y dolorosos, objeto de una duración temporal que no controla. El tiempo se detiene o adquiere otra dimensión: “Ocho días pasaron como ocho siglos.” Milagrosamente salvado de la muerte, el héroe emprende un viaje hacia el Sur, pasando por etapas diferentes. Es la entrada a un tipo de catarsis que disipa la angustia y salva al personaje de su destino obscuro; a la vez es obvio que se trata de la iniciación a un espacio regido por otras reglas, que Dahlmann reconoce, feliz y al borde del vértigo:
La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él. (Borges, Artificios 81)
Esta última frase ―las cosas que regresaban a él― sugiere la inversión de la imagen y la percepción simultánea de la realidad múltiple que rodea al personaje, otra versión del vértigo. La partida del tren es la entrada progresiva en el camino iniciático de la búsqueda. Subir al vagón es sinónimo con la entrada al laberinto, en el sentido de un trayecto complejo que simboliza un retorno imposible y en cuyo núcleo se encuentra la muerte. También lo es en el sentido de una pesadilla: las simetrías y los espejos, que multiplican las paradojas. Y mientras el héroe atraviesa la ciudad, aparecen de nuevo las Mil y una noches, otro conjunto de caminos enredados. El libro contiene la palabra de Dios, o más bien todos los secretos de la ciencia: cerrado es un enigma, abierto es la revelación.
Mises en abyme, historias de espejos y de dobles, duelos y dualidades, caminos iniciáticos hacia el otro yo, Dahlmann cambia de lugar (va hacia el Sur) y de tiempo (va hacia el pasado), y con esto cambia también el universo de los objetos y personajes que lo rodean: el almacén, los caballos, “la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro,” cosas de gauchos que, como se dice el personaje, “ya no quedan más que en el Sur” (Borges, Artificios 85). Dahlmann crea así su propia muerte soñada, igual que Borges ha creado el pasado y la memoria: morirá no como el humilde bibliotecario de la calle Córdoba, sino como su ancestro Francisco Flores: “de muerte romántica.” Dejará atrás su yo intelectual, moderno, cosmopolita y morirá, de manera heroica, en la frontera indefinida entre ciudad y pampa, eligiendo la fatalidad y el inútil coraje del destino argentino (Gertel 43-47). De esta manera recobrará su identidad (el Mismo) en el mito de un pasado legendario, dejando atrás al Otro, el encarcelado del sanatorio, el habitante de la ciudad, el experto de la biblioteca.


Obras citadas

Bergson,Henri. Matière et mémoire. Paris: PUF, 1993 [1939].
Borges, Jorge Luis. Discusión. Madrid: Alianza Emecé, 1964 [1932].
---. Textos recobrados 1919-1929. Buenos Aires: Emecé, 1997.
---. El tamaño de mi esperanza. Barcelona: Seix Barral, 1993.
---. Antología poética 1923-1977. Madrid: Alianza Emecé, 1993.
---. El idioma de los argentinos. Madrid: Alianza, 1995.
---. Fervor de Buenos Aires. Obra poética. Buenos Aires: Emecé, 1995.
---. Artificios. Madrid: Alianza Cien, 1995.
---. Obra poética. 2 vols. Madrid: Alianza, 2000, 2003.
Gertel, Zuñidla. “‘El Sur’ de Borges; búsqueda de identidad en el laberinto.” Nueva Narrativa Hispanoamericana 2 (1971): 35-55.
Herrera, Bernal. Borges, Arlt & Cía: Narrativa rioplatense de vanguardia. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1997.
Olea Franco, Rafael. El otro Borges, el primer Borges. Buenos Aires: FCE, 1993.
Ricoeur, Paul. La mémoire, l’histoire, l’oublie. Seuil, Paris, 2000.
Sarlo, Beatriz. Una modernidad periférica: Buenos Aires, 1920 y 1930. Buenos Aires: Nueva Visión, 1988.
---. Borges: A Writer on the Edge. London: Verso, 1993.
Wilson, Jason. “Borges and Buenos Aires.” Donaire 13(1999),
Zito, Carlos Alberto. El Buenos Aires de Borges. Buenos Aires: Aguilar, 1998.


 Fuente: Christina Komi-Kallinikos

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