El Diccionario de americanismos,
dirigido por Humberto López Morales, se publicó en Lima en 2010.
Obedece a un antiguo deseo de las academias de la lengua de contar con
un diccionario diferencial de lo que conciben como vocabulario
característico del «español de América», por contraposición al español
de la Península, considerado «español general». En su preparación
intervinieron muchas personas: los académicos de la Asociación de
Academias de la Lengua Española (ASALE) y un equipo de redacción situado
en Madrid, compuesto por cerca de treinta lexicógrafos, aparte de su
grupo de tecnología informática.
Para todo lector un diccionario sirve, ante todo, para facilitar la comprensión de voces que desconoce o cuyo significado, al menos, le resulta oscuro. De ahí que tengan utilidad obras en las que se ofrece una glosa aproximada del significado o una breve definición, siempre que el acervo de vocablos que contenga sea suficientemente amplio. El Diccionario de americanismos cumple con esta necesidad de sus lectores en la medida en que logra reunir cerca de 55 000 artículos correspondientes a palabras registradas, primero, en el acervo histórico de la Real Academia Española —28 000, según afirma su introducción—; después, en «casi 150 diccionarios de americanismos —generales y nacionales— publicados desde 1975 a la fecha» y otros más todavía inéditos, y también ofreciendo pequeños textos definitorios que ayudan a la comprensión de los significados.
Hace por lo menos medio siglo que varios filólogos y ling¨istas hemos venido poniendo en cuestión el sentido de una obra de esta clase. Cuestionamos el planteamiento diferencial que lo sustenta, en cuanto supone que el vocabulario del «español general» corresponde, en su mayor parte, al peninsular, y dentro de éste, al que los diccionarios de la Academia Española han venido reuniendo desde hace tres siglos, en tanto que los americanismos —como también los andalucismos, murcianismos, canarismos, etc.— solo pueden constituir un vocabulario periférico, todavía marcado en muchos lugares de España e Hispanoamérica como proclive al barbarismo y siempre objeto de necesaria corrección. Si cuando se elaboró el Diccionario de autoridades no se hacía diferencia entre el vocabulario utilizado en América por peninsulares aclimatados en América, criollos y mestizos, y el utilizado por españoles en la Península, la concepción colonialista que introdujeron los borbones desde Francia, el correspondiente centralismo de Madrid y la extrema dificultad española —que persiste en gran parte de su público— para hacerse cargo de la extensión del ámbito americano y conocer su variedad cultural fueron perfilando una clara ideología, según la cual la metrópoli colonial se distingue de su periferia, tanto peninsular como americana, y, en consecuencia, las variedades del español en América solo pueden tomarse en cuenta por su particularismo, su pintoresquismo o su exotismo.
De ahí que el «español general» preconizado por la Academia Española y sus satélites americanas no sea otra cosa que la manifestación de esa ideología. No se podrá hablar, objetiva y documentadamente, de un «español general» mientras no haya estudios descriptivos profundos de la realidad de la lengua española en los veinte países que la tienen como lengua nacional, estudios que las Academias no se han planteado llevar a cabo y cuya necesidad ni siquiera parecen reconocer; mientras tales estudios no existan, no se puede proceder a una comparación entre todas las variedades —incluidas, por supuesto, las de España— que permitan deslindar un «español general» o «común» o «internacional», respecto del cual se reconozcan los particularismos de cada dialecto, incluidos, por supuesto, los españolismos, que claramente existen, y aquellos cuya difusión pueda realmente ser atribuida a toda América o a amplias regiones históricas americanas, que sería el caso de los americanismos.
López Morales dio a conocer en el opúsculo Diccionario académico de americanismos la «Presentación y planta del proyecto». En ella define el Diccionario de americanismos (DA) como un «diccionario dialectal —del español de América [el subrayado es mío]— y diferencial con respecto al español de España» (p. 70); de él se excluyen «términos que, aunque nacidos en América, se usen habitualmente en el español europeo (chocolate, canoa, tomate, etc.)».
El DA se presenta también como un diccionario descriptivo, en el sentido de no ser normativo. La Academia Española, en efecto, ha venido derivando de su normativismo histórico a un descriptivismo —acerca de cuyas características no parece haber reflexionado— que causa bastante confusión en una comunidad hispánica malacostumbrada al dictado académico.
Como sucede con todos los diccionarios de la Real Academia, sus datos no son fruto de investigaciones amplias y rigurosas del léxico hispánico; si se piensa que los 28.000 vocablos del acervo madrileño se han venido reuniendo desde hace trescientos años, y los que provengan de los «casi 150» diccionarios consultados tienen características muy heterogéneas en cuanto a extensión, planteamiento, calidad y actualidad, es imposible considerar que se trate, en efecto, de un diccionario descriptivo, independientemente de su utilidad.
Llama la atención el modo en que su anormativismo —que sería la designación más exacta, en vez de descriptivismo— se relaciona con una extraña concepción de lo usual, definido explícitamente en relación con la frecuencia de uso de los vocablos:
Este Diccionario es usual, por lo que recoge términos —sea cual sea su significado— con gran frecuencia de uso manejados en la actualidad; también otros cuya frecuencia de uso es baja, más los que han sido atestiguados como obsolescentes […] Sin embargo, la colecta […] ha tenido que ser selectiva, dado el espacio limitado del que se disponía (p. xxxii).
Es claro que «frecuencia de uso» tiene para el DA y su director dos significados: por un lado, en lo que se refiere a la nomenclatura —o lemario, como les gusta decir a los lexicógrafos españoles—, esta debe haberse compuesto mediante una selección de datos del acervo madrileño, los diccionarios de americanismos consultados y algunas opiniones de informantes selectos en cada país hispanoamericano, que definieron su «actualidad»; la inclusión de voces «obsolescentes» contradice también ese criterio de frecuencia; por el otro, en lo que se refiere al orden de las acepciones de cada palabra, según explica López Morales en la página 80 de la «Presentación y planta»:
«La frecuencia se medirá atendiendo a las cifras de hispanohablantes (no de habitantes)» de cada país americano; por la cual México, Colombia y Argentina definen lo más usual de las acepciones. Es decir, cualquier acepción de un vocablo, si se registra en México, aunque sea poco frecuente en este país, predominará sobre el resto de las acepciones de los vocablos. Una extraña multiplicación: una acepción poco frecuente en México, multiplicada por el número de sus hablantes, la vuelve más usual que cualquier acepción muy frecuente en Cuba o en El Salvador, por ejemplo. Además de que su criterio de la frecuencia es totalmente peregrino, los autores del DA no se han dado por enterados de la diferencia entre frecuencia y dispersión, un criterio elemental de la estadística ling¨ística: es más usual un vocablo muy usado en toda Cuba —mejor disperso—, que un vocablo apenas usado en alguna región de México —poco frecuente y mal disperso—. Sin embargo, cuando se trata de las marcas de uso regional o diatópico en cada artículo, se listan de norte a sur para «facilitar la observación de las correspondientes isoglosas léxicas»: desde los Estados Unidos de América hasta Argentina y Chile.
Así, el DA obedece a una caprichosa mezcla de objetivos y de criterios, disfrazada de razonamiento ling¨ístico riguroso. Si predominara el criterio legítimo de la frecuencia, la nomenclatura habría resultado muy diferente, y, cuando se trata de las acepciones de los vocablos, una agrupación por frecuencia da al traste con cualquier arreglo que permita facilitar el reconocimiento de isoglosas léxicas, pues todo orden basado en la mera frecuencia —y menos con esa idea de la frecuencia— da lugar a una extrema aleatoriedad en la comprensión de los significados. Así, por ejemplo, a danzón se le asigna como primera acepción una mexicana: «Música del danzón en compás de dos por cuatro y ritmo lento» (¡bonita circularidad de la definición!) y solo después aparece la cubana: «Baile popular parecido a la habanera»; como todos sabemos, el danzón nació en Cuba y de allí llegó a México, y basta con una buena definición del ritmo, la cadencia y la combinación de compases, unida a la nota de que es parecido a la habanera, para eliminar una acepción imprecisa y redundante, y permitir una isoglosa léxica con sentido, en vez de fragmentar el artículo en dos acepciones, ordenadas de norte a sur. Una isoglosa léxica, es decir, la línea que se puede trazar en un mapa uniendo las zonas en donde se utiliza un vocablo, no se puede restringir al significante de la palabra, sino que tiene que considerar su significado. La posible isoglosa de danzón parece corresponder a toda la cuenca del Caribe —al interior de México llegó por Yucatán— y es un fenómeno cultural más importante de lo que pueda señalar la coincidencia del significante.
Lo primero que llama la atención al abrir el diccionario es la gran cantidad de variantes, derivaciones morfológicas, significados diferentes y locuciones que enlista. Por ejemplo, a partir de arrollar, común en español, se encuentra arrollacalzones, arrollada, arrollado, arrollao. A partir de hablar, se registra hablachento, hablaculo, hablada, habladera, habladero, habladito, hablado, hablador, hablador,-a, hablaera, hablamierda, hablantín, hablantín, -a, hablantina, hablantino, -a, hablantinoso, -a, hablapaja, y 80 locuciones.
Esa riqueza de datos, aunque debe manejarse con una cartesiana duda metódica, hace del DA una obra necesaria en toda biblioteca especializada en el conocimiento de la lengua española, a pesar de sus defectos.
(feo, -a). Llama la atención el modo sistemático en que los nombres —sustantivos y adjetivos— dan lugar a entradas homónimas, en que se separa, por ejemplo, movida y movido, -a. Al hacerlo, movida, como sustantivo exclusivamente femenino, se separa de movido, -a que puede ser sustantivo o adjetivo, masculino o femenino. Si se atiende al significado, las acepciones agrupadas bajo I de movida comienzan por un significado mexicano: «Estrategia o maniobra que se realiza para llevar a cabo algún asunto»; sigue «Negocio sucio o ilegal» y solo aparece como tercera acepción «Movimiento que se hace de una cosa» —que sería el significado principal si se considerara una agrupación significativa de las acepciones—, porque se registró en Nicaragua —esta acepción es común en el español y, en consecuencia, tendrían que haberla dejado fuera del diccionario—. Luego aparece una acepción II: «Cita o romance secreto» y en III vuelve «Acción ilegal o inmoral», que debería formar parte de I. La acepción I.1 de movido, -a «Amante, persona con la que alguien tiene relaciones ilícitas o clandestinas» debiera haber formado parte de las acepciones de movida, y no corresponde al resto de las acepciones listadas bajo esta entrada, también dignas de consideración a partir del significado de mover. ¿No habría sido más correcto, semánticamente hablando, hacer un solo artículo movido, -a y englobarlas todas? En particular, la acepción I.1 de movido, -a atribuida a México hace suponer que un amante masculino es un movido, lo cual es falso. Este tipo de organización homonímica produce extrañamiento y muchas dudas: hablador en Costa Rica se glosa como «Habladera, palabrería»; hablador, -ra, como «Mentiroso», se registra entre otros países, también en Costa Rica. No se ve cuál habrá sido el criterio para dividir en dos homónimos.
Las acepciones se agrupan con números romanos, para mostrar la cercanía de sus significados, aunque el criterio de frecuencia los desorganice, y después con arábigos, para separarlas una por una. Cuando solo hay una acepción, parece inútil asignarle un número, lo cual consume espacio y da a la página un abigarramiento innecesario. No hay ejemplos, lo cual es un grave defecto de este diccionario, pues si ya es difícil imaginar en qué condiciones semánticas se pronuncian o se escriben los vocablos, dadas las grandes diferencias dialectales del mundo hispánico, al no haber ejemplos, el interés por comprender adecuadamente los significados de los vocablos y sus usos se ve completamente contrariado.
Para ilustrar el valor del DA haré una somera comparación entre lo que registra este diccionario y lo que registra el Diccionario de argentinismos, coordinado por Claudio Chuchuy para la colección del Nuevo diccionario de americanismos, dirigida por G¨nther Haensch y Reinhold Werner desde Augsburgo, al comienzo en colaboración con el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá, pero posteriormente adoptada por la Editorial Gredos de Madrid como Diccionarios contrastivos del español de América, cambiándoles el nombre y falseando el título, pues ahora el Diccionario de argentinismos (DArg) se nombra equívocamente Diccionario del español de Argentina (2000), a pesar de que no se trata de un diccionario integral del español de Argentina, como lo es el publicado por la editorial Voz Activa de Buenos Aires en 2008.
No hay duda de que han tomado en cuenta el DArg, aunque a veces sin consideración de los registros que ofrece y generalmente abreviando la información; así por ejemplo, en relajar, el significado «Causarle empalago a alguien un alimento o una bebida» no lo registra el DA en Argentina, aunque sí en Bolivia, si es que «Producir hartazgo un alimento o una bebida» es solo una formulación diferente del mismo significado; el significado argentino de «Hacer objeto a alguien de bromas o burla» (acepción II) tampoco aparece, aunque lo registra en Uruguay «Insultar, criticar o reprender duramente a alguien». No encuentro la razón para que, si el DArg ofrece una documentación, generalmente mucho más detallada en cuanto a registros dialectales y de nivel de lengua, no se integre al DA. Las diferencias en las definiciones de los significados pueden obedecer a interpretaciones diferentes de los lexicógrafos de ambos diccionarios. ¿Se puede pensar que, cuando el DA modifica su definición, lleva implícita una revisión crítica de la definición del DArg? En suri refiere a ñandú, en ñandú la descripción se abrevia —la paradoja del orden de países en el artículo lexicográfico: en México, los únicos ñandús que se conocen están en el zoológico o los vemos en algún documental; sin embargo, la marca Mx preside la definición—; luego agrega «Ar.no "hombre cubierto de plumas y colgantes que en las fiestas religiosas danza ante las imágenes en las procesiones"», e igualmente «Que no tiene dinero», acepciones que no registra el DArg; en cambio, el DA no registra el juego infantil «¿Suri me quieres comer?», ni hacer el suri, hacerse el suri. En el artículo de cachulero define «Cosa ordinaria, de mal gusto» y «Persona tosca o poco refinada» pero el DArg es más detallado: «Persona de extracción social humilde, especialmente la que es tosca y tiene poca cultura», y «Una prenda de vestir o un adorno, que revela mal gusto». En cambio, el DA no da aig¨é, que registra el DArg, aunque sí ofrece achinado y cachi, que aparecen como voces afines a cachulero en el DArg.
En relación con los supuestos mexicanismos, para los cuales la mejor obra de referencia sigue siendo el Diccionario de mexicanismos de Francisco J. Santamaría (Porrúa, 1959), llama la atención que registre cabete «Cordón del zapato» en Puerto Rico y no en México, aunque lo incluya el Diccionario de mexicanismos (DM) de la Academia Mexicana (2010). En machincuepa ofrece «Voltereta, pirueta, maroma», un racimo de seudosinónimos, como lo hace el DM. Es una lástima que abrevie la definición de chipotle del DM que, aunque vaga: «Variedad de chile picante, de color rojo ladrillo, que se usa una vez secado con humo», es mejor que la del DA, tan vaga hasta volverla inútil: «Variedad de chile».
Entre la multitud de variantes que ofrece el DA destacan las formadas por variantes gráficas, por ejemplo: g¨ilo, huilo «Tullido» en México y Nicaragua; cuitlacoche, huitlacoche, g¨itlacoche en México; huille, huilli en Chile; pero muchas otras son variantes festivas de vocablos, cuyo cuño social estable da lugar a dudas. Por ejemplo, registra estuche en Centroamérica como «Ataúd» y aunque señala que es popular, culto, espontáneo y festivo, lleva a uno a preguntarse si se entendería fuera de contextos festivos muy localizados; en cabús, después de su significado mexicano de «último vagón de un tren de carga para uso de los tripulantes», asienta como metafórico un significado de «Hijo nacido tardíamente»; aquí se trata de un juego espontáneo, del cual no hay constancia de frecuencia de uso, que permita asignar ese significado al vocablo; lo mismo causa dudas estoque, que remite a estocada como «Mal aliento» en El Salvador; en Puerto Rico ¿se dirá estufa normalmente a un automóvil sin aire acondicionado? Jocho como «Hot dog» es una forma desconocida en México, aunque se haya podido decir alguna vez. Toma del DM la entrada dodge, para introducir una locución en dodge patas «A pie», que evidentemente no es una acepción de un vocablo *dodge ¡señalado como marca registrada! El DM ha seguido este procedimiento de manera irracional, y el DA lo sigue (¿o fue al revés?). En otras palabras, su afán de atenerse a lo que hayan registrado sus fuentes, sin ponerlas en tela de juicio, puede haber dado lugar a una verdadera inflación de formas y acepciones cuyo lugar más bien correspondería a estudios acerca de los juegos verbales en el mundo hispánico, en vez de darles cuño social en un diccionario.
El DA requiere una revisión crítica seria, rigurosa y con conocimiento de los métodos y los procedimientos de la lexicografía contemporánea; para los especialistas es una importante fuente de datos; para los lexicógrafos dedicados a elaborar diccionarios biling¨es y los traductores a lenguas extranjeras, una obra riesgosa, pues puede inducirlos a atribuir correspondencias entre el español y las otras lenguas que no tienen sustento desde el punto de vista del cuño social de los vocablos registrados; para el público en general, una obra que sorprende por la acumulación de información que ofrece, pero que puede llevarlo a cometer errores de contexto y de cultura, si lo utiliza para dirigirse a hablantes de otros dialectos.
Bibliografía
Academia Mexicana de la Lengua (2010): Diccionario de mexicanismos. México D.F.: Siglo XXI.
Chuchuy, Claudio, y Laura Hlavacka de Bouzo (coords.) (1993): Nuevo diccionario de argentinismos. Tomo II de la colección Nuevo diccionario de americanismos. Santafé de Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.
López Morales, Humberto (2005): Diccionario académico de americanismos: presentación y planta del proyecto. Buenos Aires: Academia Argentina de Letras.
Santamaría, Francisco J. (1959): Diccionario de mejicanismos. México D. F.: Porrúa
Para todo lector un diccionario sirve, ante todo, para facilitar la comprensión de voces que desconoce o cuyo significado, al menos, le resulta oscuro. De ahí que tengan utilidad obras en las que se ofrece una glosa aproximada del significado o una breve definición, siempre que el acervo de vocablos que contenga sea suficientemente amplio. El Diccionario de americanismos cumple con esta necesidad de sus lectores en la medida en que logra reunir cerca de 55 000 artículos correspondientes a palabras registradas, primero, en el acervo histórico de la Real Academia Española —28 000, según afirma su introducción—; después, en «casi 150 diccionarios de americanismos —generales y nacionales— publicados desde 1975 a la fecha» y otros más todavía inéditos, y también ofreciendo pequeños textos definitorios que ayudan a la comprensión de los significados.
Hace por lo menos medio siglo que varios filólogos y ling¨istas hemos venido poniendo en cuestión el sentido de una obra de esta clase. Cuestionamos el planteamiento diferencial que lo sustenta, en cuanto supone que el vocabulario del «español general» corresponde, en su mayor parte, al peninsular, y dentro de éste, al que los diccionarios de la Academia Española han venido reuniendo desde hace tres siglos, en tanto que los americanismos —como también los andalucismos, murcianismos, canarismos, etc.— solo pueden constituir un vocabulario periférico, todavía marcado en muchos lugares de España e Hispanoamérica como proclive al barbarismo y siempre objeto de necesaria corrección. Si cuando se elaboró el Diccionario de autoridades no se hacía diferencia entre el vocabulario utilizado en América por peninsulares aclimatados en América, criollos y mestizos, y el utilizado por españoles en la Península, la concepción colonialista que introdujeron los borbones desde Francia, el correspondiente centralismo de Madrid y la extrema dificultad española —que persiste en gran parte de su público— para hacerse cargo de la extensión del ámbito americano y conocer su variedad cultural fueron perfilando una clara ideología, según la cual la metrópoli colonial se distingue de su periferia, tanto peninsular como americana, y, en consecuencia, las variedades del español en América solo pueden tomarse en cuenta por su particularismo, su pintoresquismo o su exotismo.
De ahí que el «español general» preconizado por la Academia Española y sus satélites americanas no sea otra cosa que la manifestación de esa ideología. No se podrá hablar, objetiva y documentadamente, de un «español general» mientras no haya estudios descriptivos profundos de la realidad de la lengua española en los veinte países que la tienen como lengua nacional, estudios que las Academias no se han planteado llevar a cabo y cuya necesidad ni siquiera parecen reconocer; mientras tales estudios no existan, no se puede proceder a una comparación entre todas las variedades —incluidas, por supuesto, las de España— que permitan deslindar un «español general» o «común» o «internacional», respecto del cual se reconozcan los particularismos de cada dialecto, incluidos, por supuesto, los españolismos, que claramente existen, y aquellos cuya difusión pueda realmente ser atribuida a toda América o a amplias regiones históricas americanas, que sería el caso de los americanismos.
López Morales dio a conocer en el opúsculo Diccionario académico de americanismos la «Presentación y planta del proyecto». En ella define el Diccionario de americanismos (DA) como un «diccionario dialectal —del español de América [el subrayado es mío]— y diferencial con respecto al español de España» (p. 70); de él se excluyen «términos que, aunque nacidos en América, se usen habitualmente en el español europeo (chocolate, canoa, tomate, etc.)».
El DA se presenta también como un diccionario descriptivo, en el sentido de no ser normativo. La Academia Española, en efecto, ha venido derivando de su normativismo histórico a un descriptivismo —acerca de cuyas características no parece haber reflexionado— que causa bastante confusión en una comunidad hispánica malacostumbrada al dictado académico.
Como sucede con todos los diccionarios de la Real Academia, sus datos no son fruto de investigaciones amplias y rigurosas del léxico hispánico; si se piensa que los 28.000 vocablos del acervo madrileño se han venido reuniendo desde hace trescientos años, y los que provengan de los «casi 150» diccionarios consultados tienen características muy heterogéneas en cuanto a extensión, planteamiento, calidad y actualidad, es imposible considerar que se trate, en efecto, de un diccionario descriptivo, independientemente de su utilidad.
Llama la atención el modo en que su anormativismo —que sería la designación más exacta, en vez de descriptivismo— se relaciona con una extraña concepción de lo usual, definido explícitamente en relación con la frecuencia de uso de los vocablos:
Este Diccionario es usual, por lo que recoge términos —sea cual sea su significado— con gran frecuencia de uso manejados en la actualidad; también otros cuya frecuencia de uso es baja, más los que han sido atestiguados como obsolescentes […] Sin embargo, la colecta […] ha tenido que ser selectiva, dado el espacio limitado del que se disponía (p. xxxii).
Es claro que «frecuencia de uso» tiene para el DA y su director dos significados: por un lado, en lo que se refiere a la nomenclatura —o lemario, como les gusta decir a los lexicógrafos españoles—, esta debe haberse compuesto mediante una selección de datos del acervo madrileño, los diccionarios de americanismos consultados y algunas opiniones de informantes selectos en cada país hispanoamericano, que definieron su «actualidad»; la inclusión de voces «obsolescentes» contradice también ese criterio de frecuencia; por el otro, en lo que se refiere al orden de las acepciones de cada palabra, según explica López Morales en la página 80 de la «Presentación y planta»:
«La frecuencia se medirá atendiendo a las cifras de hispanohablantes (no de habitantes)» de cada país americano; por la cual México, Colombia y Argentina definen lo más usual de las acepciones. Es decir, cualquier acepción de un vocablo, si se registra en México, aunque sea poco frecuente en este país, predominará sobre el resto de las acepciones de los vocablos. Una extraña multiplicación: una acepción poco frecuente en México, multiplicada por el número de sus hablantes, la vuelve más usual que cualquier acepción muy frecuente en Cuba o en El Salvador, por ejemplo. Además de que su criterio de la frecuencia es totalmente peregrino, los autores del DA no se han dado por enterados de la diferencia entre frecuencia y dispersión, un criterio elemental de la estadística ling¨ística: es más usual un vocablo muy usado en toda Cuba —mejor disperso—, que un vocablo apenas usado en alguna región de México —poco frecuente y mal disperso—. Sin embargo, cuando se trata de las marcas de uso regional o diatópico en cada artículo, se listan de norte a sur para «facilitar la observación de las correspondientes isoglosas léxicas»: desde los Estados Unidos de América hasta Argentina y Chile.
Así, el DA obedece a una caprichosa mezcla de objetivos y de criterios, disfrazada de razonamiento ling¨ístico riguroso. Si predominara el criterio legítimo de la frecuencia, la nomenclatura habría resultado muy diferente, y, cuando se trata de las acepciones de los vocablos, una agrupación por frecuencia da al traste con cualquier arreglo que permita facilitar el reconocimiento de isoglosas léxicas, pues todo orden basado en la mera frecuencia —y menos con esa idea de la frecuencia— da lugar a una extrema aleatoriedad en la comprensión de los significados. Así, por ejemplo, a danzón se le asigna como primera acepción una mexicana: «Música del danzón en compás de dos por cuatro y ritmo lento» (¡bonita circularidad de la definición!) y solo después aparece la cubana: «Baile popular parecido a la habanera»; como todos sabemos, el danzón nació en Cuba y de allí llegó a México, y basta con una buena definición del ritmo, la cadencia y la combinación de compases, unida a la nota de que es parecido a la habanera, para eliminar una acepción imprecisa y redundante, y permitir una isoglosa léxica con sentido, en vez de fragmentar el artículo en dos acepciones, ordenadas de norte a sur. Una isoglosa léxica, es decir, la línea que se puede trazar en un mapa uniendo las zonas en donde se utiliza un vocablo, no se puede restringir al significante de la palabra, sino que tiene que considerar su significado. La posible isoglosa de danzón parece corresponder a toda la cuenca del Caribe —al interior de México llegó por Yucatán— y es un fenómeno cultural más importante de lo que pueda señalar la coincidencia del significante.
Lo primero que llama la atención al abrir el diccionario es la gran cantidad de variantes, derivaciones morfológicas, significados diferentes y locuciones que enlista. Por ejemplo, a partir de arrollar, común en español, se encuentra arrollacalzones, arrollada, arrollado, arrollao. A partir de hablar, se registra hablachento, hablaculo, hablada, habladera, habladero, habladito, hablado, hablador, hablador,-a, hablaera, hablamierda, hablantín, hablantín, -a, hablantina, hablantino, -a, hablantinoso, -a, hablapaja, y 80 locuciones.
Esa riqueza de datos, aunque debe manejarse con una cartesiana duda metódica, hace del DA una obra necesaria en toda biblioteca especializada en el conocimiento de la lengua española, a pesar de sus defectos.
(feo, -a). Llama la atención el modo sistemático en que los nombres —sustantivos y adjetivos— dan lugar a entradas homónimas, en que se separa, por ejemplo, movida y movido, -a. Al hacerlo, movida, como sustantivo exclusivamente femenino, se separa de movido, -a que puede ser sustantivo o adjetivo, masculino o femenino. Si se atiende al significado, las acepciones agrupadas bajo I de movida comienzan por un significado mexicano: «Estrategia o maniobra que se realiza para llevar a cabo algún asunto»; sigue «Negocio sucio o ilegal» y solo aparece como tercera acepción «Movimiento que se hace de una cosa» —que sería el significado principal si se considerara una agrupación significativa de las acepciones—, porque se registró en Nicaragua —esta acepción es común en el español y, en consecuencia, tendrían que haberla dejado fuera del diccionario—. Luego aparece una acepción II: «Cita o romance secreto» y en III vuelve «Acción ilegal o inmoral», que debería formar parte de I. La acepción I.1 de movido, -a «Amante, persona con la que alguien tiene relaciones ilícitas o clandestinas» debiera haber formado parte de las acepciones de movida, y no corresponde al resto de las acepciones listadas bajo esta entrada, también dignas de consideración a partir del significado de mover. ¿No habría sido más correcto, semánticamente hablando, hacer un solo artículo movido, -a y englobarlas todas? En particular, la acepción I.1 de movido, -a atribuida a México hace suponer que un amante masculino es un movido, lo cual es falso. Este tipo de organización homonímica produce extrañamiento y muchas dudas: hablador en Costa Rica se glosa como «Habladera, palabrería»; hablador, -ra, como «Mentiroso», se registra entre otros países, también en Costa Rica. No se ve cuál habrá sido el criterio para dividir en dos homónimos.
Las acepciones se agrupan con números romanos, para mostrar la cercanía de sus significados, aunque el criterio de frecuencia los desorganice, y después con arábigos, para separarlas una por una. Cuando solo hay una acepción, parece inútil asignarle un número, lo cual consume espacio y da a la página un abigarramiento innecesario. No hay ejemplos, lo cual es un grave defecto de este diccionario, pues si ya es difícil imaginar en qué condiciones semánticas se pronuncian o se escriben los vocablos, dadas las grandes diferencias dialectales del mundo hispánico, al no haber ejemplos, el interés por comprender adecuadamente los significados de los vocablos y sus usos se ve completamente contrariado.
Para ilustrar el valor del DA haré una somera comparación entre lo que registra este diccionario y lo que registra el Diccionario de argentinismos, coordinado por Claudio Chuchuy para la colección del Nuevo diccionario de americanismos, dirigida por G¨nther Haensch y Reinhold Werner desde Augsburgo, al comienzo en colaboración con el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá, pero posteriormente adoptada por la Editorial Gredos de Madrid como Diccionarios contrastivos del español de América, cambiándoles el nombre y falseando el título, pues ahora el Diccionario de argentinismos (DArg) se nombra equívocamente Diccionario del español de Argentina (2000), a pesar de que no se trata de un diccionario integral del español de Argentina, como lo es el publicado por la editorial Voz Activa de Buenos Aires en 2008.
No hay duda de que han tomado en cuenta el DArg, aunque a veces sin consideración de los registros que ofrece y generalmente abreviando la información; así por ejemplo, en relajar, el significado «Causarle empalago a alguien un alimento o una bebida» no lo registra el DA en Argentina, aunque sí en Bolivia, si es que «Producir hartazgo un alimento o una bebida» es solo una formulación diferente del mismo significado; el significado argentino de «Hacer objeto a alguien de bromas o burla» (acepción II) tampoco aparece, aunque lo registra en Uruguay «Insultar, criticar o reprender duramente a alguien». No encuentro la razón para que, si el DArg ofrece una documentación, generalmente mucho más detallada en cuanto a registros dialectales y de nivel de lengua, no se integre al DA. Las diferencias en las definiciones de los significados pueden obedecer a interpretaciones diferentes de los lexicógrafos de ambos diccionarios. ¿Se puede pensar que, cuando el DA modifica su definición, lleva implícita una revisión crítica de la definición del DArg? En suri refiere a ñandú, en ñandú la descripción se abrevia —la paradoja del orden de países en el artículo lexicográfico: en México, los únicos ñandús que se conocen están en el zoológico o los vemos en algún documental; sin embargo, la marca Mx preside la definición—; luego agrega «Ar.no "hombre cubierto de plumas y colgantes que en las fiestas religiosas danza ante las imágenes en las procesiones"», e igualmente «Que no tiene dinero», acepciones que no registra el DArg; en cambio, el DA no registra el juego infantil «¿Suri me quieres comer?», ni hacer el suri, hacerse el suri. En el artículo de cachulero define «Cosa ordinaria, de mal gusto» y «Persona tosca o poco refinada» pero el DArg es más detallado: «Persona de extracción social humilde, especialmente la que es tosca y tiene poca cultura», y «Una prenda de vestir o un adorno, que revela mal gusto». En cambio, el DA no da aig¨é, que registra el DArg, aunque sí ofrece achinado y cachi, que aparecen como voces afines a cachulero en el DArg.
En relación con los supuestos mexicanismos, para los cuales la mejor obra de referencia sigue siendo el Diccionario de mexicanismos de Francisco J. Santamaría (Porrúa, 1959), llama la atención que registre cabete «Cordón del zapato» en Puerto Rico y no en México, aunque lo incluya el Diccionario de mexicanismos (DM) de la Academia Mexicana (2010). En machincuepa ofrece «Voltereta, pirueta, maroma», un racimo de seudosinónimos, como lo hace el DM. Es una lástima que abrevie la definición de chipotle del DM que, aunque vaga: «Variedad de chile picante, de color rojo ladrillo, que se usa una vez secado con humo», es mejor que la del DA, tan vaga hasta volverla inútil: «Variedad de chile».
Entre la multitud de variantes que ofrece el DA destacan las formadas por variantes gráficas, por ejemplo: g¨ilo, huilo «Tullido» en México y Nicaragua; cuitlacoche, huitlacoche, g¨itlacoche en México; huille, huilli en Chile; pero muchas otras son variantes festivas de vocablos, cuyo cuño social estable da lugar a dudas. Por ejemplo, registra estuche en Centroamérica como «Ataúd» y aunque señala que es popular, culto, espontáneo y festivo, lleva a uno a preguntarse si se entendería fuera de contextos festivos muy localizados; en cabús, después de su significado mexicano de «último vagón de un tren de carga para uso de los tripulantes», asienta como metafórico un significado de «Hijo nacido tardíamente»; aquí se trata de un juego espontáneo, del cual no hay constancia de frecuencia de uso, que permita asignar ese significado al vocablo; lo mismo causa dudas estoque, que remite a estocada como «Mal aliento» en El Salvador; en Puerto Rico ¿se dirá estufa normalmente a un automóvil sin aire acondicionado? Jocho como «Hot dog» es una forma desconocida en México, aunque se haya podido decir alguna vez. Toma del DM la entrada dodge, para introducir una locución en dodge patas «A pie», que evidentemente no es una acepción de un vocablo *dodge ¡señalado como marca registrada! El DM ha seguido este procedimiento de manera irracional, y el DA lo sigue (¿o fue al revés?). En otras palabras, su afán de atenerse a lo que hayan registrado sus fuentes, sin ponerlas en tela de juicio, puede haber dado lugar a una verdadera inflación de formas y acepciones cuyo lugar más bien correspondería a estudios acerca de los juegos verbales en el mundo hispánico, en vez de darles cuño social en un diccionario.
El DA requiere una revisión crítica seria, rigurosa y con conocimiento de los métodos y los procedimientos de la lexicografía contemporánea; para los especialistas es una importante fuente de datos; para los lexicógrafos dedicados a elaborar diccionarios biling¨es y los traductores a lenguas extranjeras, una obra riesgosa, pues puede inducirlos a atribuir correspondencias entre el español y las otras lenguas que no tienen sustento desde el punto de vista del cuño social de los vocablos registrados; para el público en general, una obra que sorprende por la acumulación de información que ofrece, pero que puede llevarlo a cometer errores de contexto y de cultura, si lo utiliza para dirigirse a hablantes de otros dialectos.
Bibliografía
Academia Mexicana de la Lengua (2010): Diccionario de mexicanismos. México D.F.: Siglo XXI.
Chuchuy, Claudio, y Laura Hlavacka de Bouzo (coords.) (1993): Nuevo diccionario de argentinismos. Tomo II de la colección Nuevo diccionario de americanismos. Santafé de Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.
López Morales, Humberto (2005): Diccionario académico de americanismos: presentación y planta del proyecto. Buenos Aires: Academia Argentina de Letras.
Santamaría, Francisco J. (1959): Diccionario de mejicanismos. México D. F.: Porrúa
* Luis Fernando Lara (Ciudad de México, 20 de marzo de 1943) es un lingüista, investigador y académico mexicano que colabora para el Centro de Estudios Ling¨ísticos y Literarios de El Colegio de México desde 1970. Es miembro, desde el 2005, del Comité Internacional Permanente de Ling¨istas (CIPL) de la Unesco y, desde marzo de 2007, de El Colegio Nacional. Dirigió los trabajos del Diccionario del español usual en México.
Fuente: Luis Fernando Lara
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