La infancia de Jesús comienza con la llegada de un niño, David, y de Simón, el adulto “responsable de él”, al Centro de reubicación Novilla. Se trata de la puerta de entrada a una sociedad muy peculiar, imposible de situar geográficamente, donde los sujetos reciben nuevas identidades –nombre, edad, idioma, trabajo-, a partir de las cuales se espera que dejen atrás su pasado y empiecen una nueva vida. El ambiente del inicio es eminentemente kafkiano: la “amplia y sobria” oficina, los inconvenientes burocráticos que van postergando la asignación de un alojamiento para los recién llegados y, en general, la presentación de un mundo con reglas muy precisas y rígidas que tanto el lector como los personajes ignoran y sólo muy gradualmente irán descubriendo, sin terminar de comprenderlas. El comienzo también puede evocar en los lectores de Coetzee, el último capítulo de Elizabeth Costello –la obra maestra del sudafricano- aquel en que la escritora llegaba a un pueblo –tan indeterminado geográfica e históricamente como Novilla- donde en una oficina de aduanas igualmente kafkiana se le pedía una declaración acerca de sus creencias. Pero si aquella novela finalizaba con la escritora que, incapaz de proclamar una fe, permanecía detenida en esa frontera sin poder pasar al otro lado, La infancia de Jesús comienza, justamente, cuando los personajes ya han cruzado a ese “otro lado”.
Los primeros capítulos están dedicados a la exploración de ese mundo, caracterizado fundamentalmente por la sobriedad y el ascetismo: la alimentación se limita al pan y el agua –“no sólo de pan vive el hombre”, se quejará, con una formulación evangélica, Simón-; hay escasos rastros de avances tecnológicos; los placeres sensuales están prácticamente vedados y reemplazados por estudios filosóficos, y aún la ironía parece ausente de ese mundo, que se presenta como “el único posible” . En esta primera parte, el tono de la novela puede llegar a resultar desabrido y hasta tedioso. La descripción de los primeros pasos de Simón y David en Novilla –conseguir trabajo, alojamiento, comprar comida, hacerse amigos, ir a un partido de fútbol-, narrados en una prosa que se limita fundamentalmente al registro de acciones, despojada voluntariamente de toda emoción y lirismo, y con una profusión de diálogos seudo-filosóficos se vuelve, al menos por momentos, algo árida. El motor de la trama, en estas páginas, es la búsqueda de la madre de David, que se separó del niño en algún momento del trayecto hacia el nuevo mundo, y sobre la que Simón no tiene ningún dato, pero que está seguro de poder reconocer. Cuando finalmente se produce el encuentro con Inés, la mujer que Simón -sin demasiado fundamento lógico- señala como madre del niño, la novela, manteniendo su estilo sobrio y despojado, comienza a ganar en intensidad, especialmente en el modo en que la historia de “la familia de David” empieza a tejer, al principio de modo muy sutil, diversos vínculos con los relatos y tradiciones sobre Jesús de Nazaret.
En Umbrales, Gerard Genette planteaba una pregunta muy sugerente: “¿Cómo leeríamos el Ulises de Joyce si no se llamara Ulises?” Podemos pensar que en La infancia de Jesús el título cumple una función similar a la que tenía en la monumental obra de Joyce: invita –casi obliga- al lector a trazar relaciones entre la historia de Simón y David y la que narran los evangelios. En la novela de Coetzee encontramos frases, episodios y personajes que tienen correspondencias más o menos directas con el texto bíblico: la primera noche en que Simón y David deben dormir en un precario cobertizo porque no consiguen otro alojamiento, remite al pesebre donde María da a luz al niño, “porque no había lugar para ellos en la posada” (Lucas 2,7); la improvisada fiesta donde David obliga a tomar vino a todos los presentes recuerda el episodio de las bodas de Caná (Juan 2, 1-12); la proclamación “Yo soy la verdad” que David escribe en el pizarrón ante la irritación de su maestro repite la de Jesús en Juan 14,6. Coetzee incorpora incluso fragmentos de los evangelios apócrifos, por ejemplo, en las discusiones de David con Simón acerca de los números y las letras, que recuerdan episodios recogidos en El evangelio árabe de la infancia y la Historia de la infancia según Tomás. Sin embargo, no puede decirse que La infancia de Jesús sea una reescritura del evangelio –al estilo de las que ensayaron Mailer, Saramago o de Mattos- ni una transposición que sitúa los episodios bíblicos en un contexto moderno –como El evangelio según Marcos, de Borges o Jesús de Montreal, de Arcand-. Más allá de los paralelos que hemos señalado, las diferencias son suficientemente significativas como para afirmar que La infancia de Jesús no se propone como una narración alternativa de la infancia de Jesús. Se trata de una interpretación o, mejor aún, una indagación ficcional acerca de cómo pudo haber sido la personalidad de un niño –que se creía- divino, especialmente en relación con su familia.
Coetzee no se interesa por el aspecto sobrenatural, por las coloridas tradiciones acerca de los milagros atribuidos al Jesús niño, ni para afirmarlas ni para negarlas. El eje, como dijimos, está puesto en el modo en que se configura la familia. En este sentido, es notable el modo en que el escritor aborda uno de los tópicos centrales de los evangelios de la infancia: la concepción y el nacimiento de Jesús. No hay referencias al alumbramiento de David, ni indicios de que este haya tenido nada fuera de lo común. La imaginería vinculada a lo milagroso, ya se ha dicho, está prácticamente ausente de la novela. Pero la estructura familiar propuesta por La infancia…, es análoga a la de la sagrada familia de la tradición cristiana: una virgen –Inés no es la madre biológica, el niño le es entregado “como un regalo, caído del cielo” y ella no parece querer saber nada con los hombres-, que considera a su hijo como un “ser superior, especial, capaz de hacer cualquier cosa”; un hombre que se hace responsable del niño sin asumir el lugar paterno; y un Padre que permanece como misterio insondable –“Dios sabe quién es tu padre”, le dirá Simón al niño -. ¿Cómo crece un niño en ese contexto familiar? ¿Basta una madre sobreprotectora y un padre ausente para explicar la singularidad de David –y, por extensión, la de Jesús-? A lo largo del texto, encontramos en boca de algunos de los personajes afirmaciones que parecen apuntar en este sentido:
“David echa de menos lo verdadero en su vida. Esa experiencia de echar de menos lo verdadero incluye la experiencia de no tener verdaderos padres. David no tiene un asidero en la vida. Por eso se recluye en un mundo de fantasía que cree poder controlar”
“Si uno le concede a un niño todos los caprichos y no para de repetirle que es especial, si se le deja improvisar sus propias normas sobre la marcha, ¿qué clase de hombre llegará a ser?”
La lectura de la novela, sin embargo, relativiza y pone en cuestión el poder explicativo de esta interpretación psicologizante: hay en David un misterio que permanece irreductible. Su conducta es impredecible y, si por momentos es simplemente caprichosa, en otras ocasiones resulta inquietante tanto para los adultos que lo rodean como para el lector. Es justamente en esta indecibilidad, que le da un particular relieve al personaje del niño, donde podemos ubicar el principal hallazgo de la novela. El espacio de la ficción es el de las “cosas que no pueden probarse ni refutarse”, tal como lee David en su versión del Quijote. Si La infancia de Jesús se propusiera simplemente demostrar que el cristianismo tuvo su origen en los delirios compensatorios de un niño con una familia disfuncional, su interés –al menos en términos literarios- sería bastante limitado. Afortunadamente, Coetzee –como Elizabeth Costello- no declara sus creencias. No busca sostener una tesis sino contar una historia. Una historia que, desde el título, se propone como una suerte de modelo a escala, de experimento ficcional que toma ciertas variables de los relatos evangélicos –un niño extraño, una madre virgen, un padre que no es padre- y los pone en funcionamiento en otro escenario, para observarlos mejor. Secretario de lo invisible, el autor renuncia a juzgar lo le ha sido dado: escribe las palabras para ponerlas a prueba.
Fuente: Lucas Adur, No retornable.
Buena reseña. Gracias por compartrnosla.
ResponderEliminarSaludos
Gracias, José, por tus asiduas lecturas y comentarios.
EliminarCariños.