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Los argentinos de la feria



Hernán Ronsino, escritor argentino que nos representó en la reciente feria internacional del Libro de Guadalajara


"Mis novelas y relatos se posicionan en una zona periférica de la cultura argentina, porque exploran un territorio rural o provincial. Indagando en una diversidad de voces, investigando los núcleos que articulan y reproducen ciertas tramas comunitarias alejadas de los grandes centros urbanos. Por lo tanto, me interesa, desde la escritura, y desde la potencia que guardan esos rincones periféricos, construir una mirada crítica del mundo."



Biografía     

Nací en Chivilcoy, una pequeña ciudad en la pampa argentina, nueve meses antes del golpe militar de 1976. Viví allí hasta que terminé la secundaria y luego me radiqué en Buenos Aires donde estudié sociología y, ahora, soy docente de la Universidad de Buenos Aires y de la Facultad latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).
Crecí, entonces, entre los restos de una  geografía que mostraba fábricas y silos abandonados; la ausencia del ferrocarril y los fantasmas de una época clausurada por la violencia. Entre tanta descomposición social, se filtraba en la intimidad, como una forma de esperanza, el incesante y, por lo tanto, mítico relato familiar  gobernado por un imaginario cargado de aventuras: la Segunda Guerra Mundial, un viaje en barco desde Italia y la construcción de una familia amplia y luminosa en una tierra nueva y extranjera. Esa hazaña familiar (la de mis abuelos, la de mis padres) convertida en relato, se volvía una posibilidad. Es decir, se trataba de grandes narradores orales, cercanos pero anónimos, que fueron mis primeros contactos con la literatura. Llego a la literatura por la pasión que me despierta la narración oral. El hecho de contar historias.
En el año 2003, después de recibir un premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina, publico mi primer libro de relatos, Te vomitaré de mi boca. Luego participo en dos antologías de narrativa: La erótica del relato (Adriana Hidalgo, 2009) y Sólo cuento, Tomo II (UNAM, 2010). Casi todo lo que escribo está conectado con ese espacio rural y pueblerino en el que viví hasta los 20 años. En 2007 publiqué mi primera novela, La descomposición (Interzona). Y en 2009, la novela Glaxo (Eterna Cadencia), traducida al francés y, en 2012, al alemán.
El fragmento y los desvíos narrativos me interesan como una forma de recuperación de ciertas tradiciones que me han deslumbrado. Me interesan esas tradiciones narrativas que valorizan la figura del narrador, en los términos que lo plantea Benjamin. Faulkner, Beckett, Duras, Onetti, Rulfo, Saer, Haroldo Conti, son algunos de los tantos autores que me han marcado profundamente. Pienso, así, en la figura de un narrador que explore, que indague y busque nuevas maneras de contar, nuevas formas estéticas. Y entiendo, también, que esa búsqueda estética es una forma de exploración política. Escribir sobre esa geografía pampeana está en línea, entonces, con mi experiencia y con la necesidad de recuperar ciertas formas de la memoria.




Fragmentos de la novela Glaxo (Eterna Cadencia, 2009)

1.Vardemann.

Un día dejan de pasar los trenes. Después llega una cuadrilla. Seis o siete hombres bajan de un camión. Usan cascos amarillos. Empiezan a levantar las vías. Yo los miro desde acá. Los miro trabajar. Trabajan hasta las seis. Se van antes de que salgan los obreros de la Glaxo. Dejan unos tachos con fuego, para desviar el tránsito. Cuando ellos se van, yo cierro la peluquería.
Entonces empiezo a soñar con trenes. Con trenes que descarrilan. Se hamacan, antes de caer. Rompen los rieles. Largan chispas. Y después viene ese ruido, previo a la detención, tan estridente. Que hace doler las muelas. Que conmueve. Como cuando la navaja raspa en la zona de la nuca, y las cabezas se estremecen, las espaldas se estremecen, y no importa si es Bicho Souza o el viejo Berman, las espaldas se sacuden como los vagones de un tren descarrilando. Escalofrío, que le llaman. Después hay un ardor, en la nuca. Y la picazón del cepillo, entalcado, rodeando el cuello. Y una primitiva calma.

Ahora es una tarde cálida, de sábado. Por eso los obreros no trabajan, enfrente. Nada más los tachos, tiznados, arden un fuego que de día parece no existir. Tomamos mate con mi padre. La ambulancia municipal dobla con velocidad en la esquina de la carnicería de Souza, y se detiene frente a la casa de los Barrios. Miro, con el mate en la mano, desde atrás de la puerta. Bajan dos médicos. Uno entra en la casa, lo recibe la madre de Miguelito. El otro, desciende la camilla y entra empujándola. Mi padre, arqueado en un rincón, ajeno y viejo, consumido como un hueso pelado, larga: Apure con el mate. Unos minutos después salen los hombres sosteniendo la camilla. La madre de Miguelito tiene un ataque de llanto. La contiene, con un abrazo, Juan Moyano. Miguelito Barrios ahora viaja, otra vez, en la ambulancia municipal, rumbo al Hospital.

2. Bicho Souza

Luque decide reponer la semana pasada la película El último tren de Gun Hill. Fue una sorpresa. Guardaba una copia en el archivo del cine y, según dijo en La verdad, es una de las películas más conmovedoras que vio. La película se estrenó en 1959. Y se proyectó en el cine Español, en la primavera de ese mismo año. La fui a ver con los muchachos del barrio. Vardemann era un fanático de Kirk Douglas. Y le gustaba imitarlo. Era gracioso ver la cara del Flaco Vardemann copiándole los gestos y el andar a Kirk Douglas. Nos reíamos en el bufé del Bermejo. El finado Miguelito Barrios, pobrecito, en cambio, sacaba igual los pasos de John Wayne. Entonces cuando se ponían en pedo, el Flaco Vardemann y Miguelito Barrios armaban un duelo imaginario; el Flaco salía a la calle, Miguelito se sentaba dándole la espalda a la entrada; y cuando el Flaco Vardemann reaparecía, ya no era más el único hijo del peluquero de la Glaxo, ese flaco insulso y desgarbado, ahora el Flaco Vardemann era Kirk Douglas y con unos pasos inseguros se acercaba, rodeado por alguna risa contenida, para tocarle el hombro a Miguelito, que para ese entonces también se había transformado y ahora era John Wayne; entonces el duelo se volvía inevitable. Se separaban unos veinte o treinta pasos. Era muy divertido verlo a Miguelito caminando igual que John Wayne, chueco, bamboleante y con un gesto de amenaza en los ojos. En cambio al Flaco Vardemann se le notaba la rigidez de la postura como para creer que esos fuesen los movimientos verdaderos de Kirk Douglas. Era imposible, si no se trataba de algún muchacho del grupo, que alguien supiera, al verlo, que el Flaco Vardemann lo que estaba haciendo en esos momentos era una imitación de Kirk Douglas y no una payasada. Entonces se abría la balacera. Al Flaco le gustaba revolcarse en el piso. La mayoría de las veces lo hacía. Miguelito desenfundaba y descargaba de balas el revólver imaginado en su mano, después lo hacía girar, soplaba la punta, y lo volvía a guardar. Mientras Miguelito hacía eso, el Flaco Vardemann jugaba a ser un moribundo,  un herido que se arrastraba por el suelo del Bermejo (una vez tiró una mesa cargada de botellas); casi siempre se moría de la misma manera: masticaba un lamento, le dedicaba unas palabras, que alguno de nosotros, después, tenía que enviarle a la que en esa época era su novia, la Nelly Sosa, y enseguida se moría largando un susurro áspero. A veces se quedaba ahí tirado en el piso, un rato largo. Nosotros nos poníamos a charlar de cualquier cosa, alguien ponía un tango, el chiste del duelo se había terminado; entonces al Flaco no le quedaba más remedio que ir recomponiendo su postura, volver a ser el Flaco Vardemann, ocupar esa silla arrinconada contra el mostrador del Bermejo, contemplar desde el silencio las opiniones de los demás, afilar la mirada para el detalle. O masticar, metódico, pedazos de queso.


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