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Los argentinos de la feria




Fabián Casas, escritor argentino que nos representó en la reciente feria internacional del Libro de Guadalajara.


"Soy un escritor que carece de imaginación, y tiene que sacarle agua a las piedras. Estoy encerrado con un solo juguete y le doy vueltas y vueltas. De ahí salen los ensayos, los poemas y los relatos.


Biografía    

Me llamo Fabián Casas y nací en el barrio de Boedo en 1965. Publiqué varios libros de poemas, muy finitos, que fueron compilados en un solo volumen por la editorial Emecé con el nombre de Horla City, todos los poemas, en 2010. También publiqué Ocio (una novelita) en 2000 y Los lemmings y otros, un libro de relatos, ambos publicados por Santiago Arcos (hay también ediciones en España, Bolivia y Chile). En algún momento del año 2000 empecé a escribir unos ensayitos al tuntún, cuyo primer volumen salió por Emecé con el nombre Ensayos Bonsai, en 2007. Y el segundo volumen, este año, por Santiago Arcos con el nombre de Breves apuntes de autoayuda. Gané en Alemania el Premio internacional  Anna Seghers en 2007 y participé del programa internacional de escritores de la ciudad de Iowa, en Estados Unidos. Escribo poco, leo todo el día y hago karate por las mañanas desde hace años, soy cinturón azul.


Fragmento del ensayo "La Voz extraña"



Para edmundo bejarano

Acabo de cumplir cuarenta y cuatro años y desde los diez que escribo. Al principio escribía historietas que también dibujaba y que armaba en unas hojas de papel que mi  papá me compraba en una cartonería que estaba en frente de mi casa. Mi papá compraba el papel y mi padrino –que vivía con nosotros en una casa inmensa y pobre- cortaba las largas hojas hasta que estas quedaban del tamaño de una revista. Ahora se habla mucho sobre el futuro del libro, si va a mudar definitivamente hasta convertirse en una pura realidad virtual. Los chicos que nacen con Internet pueden acumular toda la obra de Tolstoi en un pequeño archivo. Y leerla en sus computadoras. Sin embargo, me cuesta creer que vamos a poder dejar de tocar el papel, de olerlo. De conservar un libro en el abrigo. Cuando mi mamá enfermó y murió en un hospital de la obra social de mi viejo, yo paseaba por los pasillos con una edición pocket de Trópico de Cáncer. Como una petaca, lo tenía en el bolsillo de mi sobretodo. Eran los años ochenta y algunos jóvenes usábamos sobretodos negros y zapatones negros. En medio de esos días tan desgraciados, sacaba el libro y le empinaba un trago. La voz de Miller me daba fuerzas. Aún sé de memoria ese comienzo increíble: “No tengo ni dinero ni recursos ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, pensaba que era un artista, ya no lo pienso, yo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. No hay más libros que escribir. ¿Entonces esto qué es? No es un libro. Es un líbelo, una difamación. Es un prolongado insulto, en escupitajo arrojado a la cara del arte, un puntapié en el culo de Dios, del hombre, del destino, del tiempo, del amor, de la belleza…”. La voz extraña que le había dictado esos poemas tan increíbles a Rimbaud volvía a hablar en la boca de un expatriado  frenético que a los cuarenta años se rebelaba ante el clishé que es nuestra vida.

Uno nace e inmediatamente es arrullado o conmovido por la voz de nuestros mayores, por la voz cansada de los locutores de tv y la voz matutina de nuestros maestros. Pero, paralelo a estos sonidos, se engendra otro tipo de diálogo. Hay alguien hablándonos desde los comienzos de los tiempos, pero pocas veces intercepta nuestros destinos. Cuando eso sucede, el mundo se convierte en un lugar oscuro y peligroso, donde también está la salvación.
A esto, que voy a llamar la Voz Extraña, no se lo puede definir, pero se lo reconoce. Tiene las características de la poesía. Y a veces se la puede aislar del cuchicheo incesante de nuestro ego. Desde que nos levantamos hasta que nos dormimos, la máquina se pone en marcha y se activa nuestro diálogo interno. Ese diálogo construye el mundo en el que vivimos. Nos dice quienes somos, qué cosas tenemos que conseguir y trata de que lo sigamos al pie de la letra. Quiere que seamos lo que todos esperan que seamos, y que nos reproduzcamos y listo. Una vez conseguido esto, nos abandona con las cuentas impagas y el matrimonio en el horno. Es la Voluntad ciega que está acá sólo para seguir estando y nos hace muy desdichados. Nos hace esclavos.
Cuando escribo algo, tengo como mínimo dos sensaciones: una, que es algo escrito por mí, que me satisface y me representa. Tengo, después un largo tiempo haciéndolo, cierto oficio. Cualquiera adquiere una habilidad si se empecina en eso. El periodismo, por ejemplo, es puro oficio. Pero resulta que uno siente que el escritor debe ir siempre en contra de su habilidad. De manera que esos textos que parecen tan redondos y buenos son en realidad falsos amigos. Así que los dejo de lado o los intervengo hasta que escapan a mi control y empiezan a drenar la voz extraña. Entonces los relatos o los poemas me empiezan a dar vergüenza ajena, incertidumbre y todas esas sensaciones con las que es más difícil convivir. Ahí sé que -más allá de los logros- estoy, como quería Kerouac, en el camino.
Vladimir Nabokov decía que la literatura empezó un día en que un pastor entró en la aldea gritando que venía el lobo, sabiendo que eso no era verdad. Es una buena definición pero está sostenida en un  registro moral que me molesta. Asocia la literatura a la mentira. Un libro de ensayos de Vargas Llosa sobre autores que lo conmovieron se llama La verdad de las mentiras. Sigue en la misma línea de flotación. Hace muchos años volví del colegio y le dije a mi madre que había un chico con unas orejas de burro ortopédicas. Mi mamá me dijo que era porque no estudiaba. Todavía hoy recuerdo la cara de ese chico que nunca existió. Tenía pelo marrón, dientes grandes, un guardapolvo que le quedaba apretado y estaba de pie en la puerta de entrada del Martina Silva de Gurruchaga, justo donde pegaba el sol. Le brillaba el armazón de metal que sostenía las orejas de burro inmensas, que eran de piel. Como ustedes comprobarán, yo no estaba mintiendo: simplemente, como en la Edad Media, como muchos otros chicos del mundo, tenía visiones.





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