La literatura argentina posterior a Borges es incomprensible sin el autor de 'En la zona'
La edición de sus cuentos completos y de cuatro de sus novelas rastrea la esencia de su obra El autor ha marcado la narrativa reciente en Río de la Plata
El sutil y preciso prólogo que escribe Ricardo Piglia para la edición conjunta, que ahora se publica de Responso, La vuelta completa y Cicatrices se titula ‘El lugar de Saer’; ese mismo título lo había usado Piglia para una conferencia que dictó en 2006 en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona; pero en realidad ‘El lugar de Saer’ fue, mucho antes, un breve —y esencial— ensayo de María Teresa Gramuglio que apareció como prólogo a Juan José Saer por Juan José Saer (Buenos Aires, 1986). La repetición no es gratuita: una de las operaciones obligada de la crítica frente a Saer (Serodino, Argentina, 1937-París, 2005) es, precisamente, la determinación de su lugar: descentrado como escritor argentino, porque su narrativa no tiene casi nunca como escenario a Buenos Aires, y porque vivió los últimos treinta y cinco años de su vida en París. Y aunque su obra incorpora abiertamente la influencia del pensamiento y la novela franceses de la segunda mitad del siglo XX sería ridículo considerarlo un extraterritorial. No sólo porque su orbe narrativo siguió teniendo como centro ese lugar, esa zona del litoral fluvial argentino de la que él provenía sino porque la literatura rioplatense post-Borges es incomprensible sin Juan José Saer, sin poner en el centro esa misma tentación por la periferia que Saer cultivó en toda su obra. Basta mirar la nómina de los escritores de su generación y de las siguientes que le han rendido tributo explícito para comprender el cambio de rumbo que novelas como El limonero real, El entenado o Glosa suponen para la literatura del Río de la Plata —ese Río sin orillas que él mismo historió genialmente siguiendo el modelo de El Danubio de Magris, y ficcionalizó en la que es acaso su novela más famosa, El entenado.
De Borges se trata en cierto modo porque fue a él a quien Saer, desde una profunda admiración, le discutió —se diría que casi cuerpo a cuerpo— el proverbial desprecio por la novela que el autor de Ficciones profesó con ahínco. ‘Borges como problema’ se titula uno de los magníficos ensayos que Saer reunió en La narración-objeto, donde se intenta desbrozar con precisión el auténtico valor de la obra borgeana de su mito popular y sus alardes conservadores. Pero ya en 1981 había escrito un artículo provocador desde el título, ‘Borges novelista’, en el que se sostenía que el rechazo de Borges por ese género era menos una poética que una imposibilidad (o, más bien, una poética de la imposibilidad): “Si Borges no ha escrito novelas, es porque piensa, y toda su obra lo demuestra, que la única manera para un escritor del siglo XX de ser novelista consiste en no escribir novelas”. Porque Saer coincidía en que la poesía es el sistema solar de toda literatura que merezca ser tenida en cuenta —él mismo puso en el corazón de su escritura un único, progresivo libro de poemas, paradójicamente titulado El arte de narrar—, pero que la novela podía ser un género mayor, tan completa y limpia de materia superflua como el más memorable de los poemas modernos.
La primera posteridad de Juan José Saer estuvo marcada por la intensa discusión, precisamente, en torno a la novela inconclusa —la más extensa de las suyas, sin embargo— La Grande, publicada poco después de su muerte. Era a la vez una visible suma de su mundo narrativo, un cierre coherente mediante una figura cara a Saer —la “vuelta completa”, el ciclo, la reanudación, el odiseico, sinuoso viaje de regreso— representada por el Gutiérrez; un hombre que, después de treinta años en Europa, decide volver a su lugar de origen, a la zona, en el interior de la Argentina, donde la nostalgia lentamente incubada colisiona con una imposible adecuación. Pero esa novela era a la vez extraña al sistema Saer: más extensa y explícita que sus otras grandes ficciones, planteaba la pregunta acerca de cómo habría sido en verdad si su autor hubiera tenido tiempo de terminarla y de revisarla. ¿La muerte, relativamente repentina, había hecho que una obra construida tan a conciencia a lo largo de cuarenta años quedara abrochada por un accidente? ¿O era exactamente así como Saer había planeado terminarla? Muchas voces se pronunciaron al respecto —en Buenos Aires, en México, en París, en Barcelona— sin abolir todavía la inquietante seducción de La Grande.
Por otra parte, desde la órbita académica se intensificaban los abordajes a la obra de Saer: en Argentina, un joven profesor de la Universidad del Litoral, Paulo Ricci, compiló el curioso libro (de visible espíritu borgeano) Zona de prólogos (Buenos Aires, Seix Barral, 2010), en el que distintos críticos y escritores —Beatriz Sarlo, Alan Pauls, Sergio Chejfec, Juan Carlos Mondragón, Martín Kohan, Nora Catelli, entre otros— “prologaban” cada uno de los libros de Saer, como en una obra completa vaciada de la obra. Ese mismo año se publicaba —coordinada por Julio Premat, catedrático de la Universidad París 8 Saint Denis— la edición crítica, desde la perspectiva genética, de dos novelas de Saer, Glosa y El entenado, en la prestigiosa colección Archivos; un volumen cuyo importante aparato rescató algunos relevantes trabajos críticos que se hallaban dispersos o casi inéditos. Y a principios de 2012 aparecieron las actas de las jornadas internacionales dedicadas a la obra de Saer en la Cité Universitaire de París en junio de 2010. Mientras tanto, se compilaron también sus artículos publicados en prensa en el volumen Trabajos (Buenos Aires, Seix Barral, 2006), que esbozaban un mapa de sus intereses como lector: su amigo Alain Robbe-Grillet, quien a su vez escribió sobre Saer: “Si se buscase un parangón con el nouveau roman, Cicatrices sería un nouveau roman ejemplar”; el gran poeta Francis Ponge, cuyo “partido tomado por las cosas” no podía ser indiferente a la mirada saeriana sobre el mundo material; la alternancia y oposición vanguardia/posmodernismo (en la que tomaba abierto partido por la primera); un elogio del traductor argentino de Ulises, J. Salas Subirach —y, obviamente, del propio Joyce, entre otros muchos asuntos—.
La posteridad ha respetado, en Saer, al menos por ahora, los rasgos que él mismo imprimió a su labor intelectual y literaria: no sería adecuado llamarlo “perfil bajo”, pues jamás rehuyó ninguna batalla ni dejó de estar donde se sentía convocado, pero siempre con la máxima exigencia, el extremo rigor de un trabajo narrativo desarrollado con el compromiso formal de un poeta, de alguien consciente de que, en una novela destinada a perdurar, no importa sólo la peripecia sino sobre todo su construcción, su forma. La galaxia narrativa del siglo XX en la que Saer se ganó un lugar —Faulkner, Onetti, Proust, Pavese, Joyce, Beckett, Guimarães Rosa, Antonio di Benedetto; pero también Raymond Chandler o Saul Bellow— está hecha invariablemente de cuentos y novelas en las que el qué no existe sin el cómo.
Era una decidida vocación por la entidad artística del trabajo de escritor, pero también una forma de resistencia a la creciente homogeneización de las recetas narrativas, que sirven cualquier material en una horma de talla única: “No hay que olvidar que la literatura es, antes que nada, un arte —le dice a Ricardo Piglia en un diálogo de 1986—. Y que frente a la literatura experimentamos emociones estéticas”. A su muerte, Beatriz Sarlo escribió en su necrológica: “Las disputas eran homéricas (…) Nunca conocí a nadie que fuera más implacable con lo que juzgaba mala literatura; no había artificio de la crítica ni señuelo del mercado que lo movieran de sus convicciones”. Uno de sus amigos de toda la vida, el poeta Hugo Gola, miembro, junto a Saer, del grupo que se inició a la literatura en torno al gran poeta entrerriano Juan L. Ortiz, habla de “una ética rigurosa”. Refiriéndose a su primer libro, los trece cuentos de En la zona (1960), agrega: “A pesar del título, su escritura nada tenía que ver con la literatura costumbrista de la época. Saer definía, desde el principio, un lenguaje, una entonación, utilizando los registros de la oralidad y la sintaxis de la lengua hablada que serán también la característica de toda su obra posterior”.
En el prólogo al volumen de las tres primeras novelas que ahora se publica, Ricardo Piglia da a entender que el deliberado y permanente trasvase entre poesía y narración —el único libro de poemas que escribió Saer, producto de sucesivas adiciones, conservó siempre el título de El arte de narrar (Visor, 2008)— fue una forma, muy seriamente irónica, de mantener la tensión formal en (y entre) ambos géneros. Y ahí probablemente radica lo que, a esta altura, podría llamarse el legado saeriano: una mirada muy atenta sobre el mundo físico, que deviene en ocasiones en ese extraordinario regodeo de la descripción, entre el impresionismo y el hiperrealismo, donde una tormenta en la ciudad, unos pescados recién sacados del río e iluminados por una linterna, la pelota con la que juega un niño, las ‘Sombras sobre vidrio esmerilado’ (título de uno de sus cuentos más memorables) o las ondulaciones del agua en una piscina disparan todo un universo de sensaciones, emociones, reflexiones que, a veces, en lugar de sumarse de acuerdo a una lógica automática se van disgregando hasta formar esa inesperada amalgama de abstracción y materialidad, de moralidad y textura que es la irrepetible marca pictórica —o, también, cinematográfica, dado que el cine fue siempre un estímulo y un asunto crítico— de la prosa de Saer. Un virtuosismo que nunca es fin en sí sino que está siempre al servicio de una unidad superior, esa narración-objeto sobre la que él reflexionó con gran sutileza en sus dos volúmenes de ensayos.
Por todo ello se ha convertido casi en un lugar común hablar de su relación con el nouveau roman francés que, en el momento de su llegada a París, en 1969 —iba con una beca para unos meses pero se quedaría allí hasta el final de su vida, treinta y cinco años más tarde—, se hallaba en plena eclosión. Y por eso mismo, también, resulta tan interesante volver a leer ahora sus primeras novelas, Responso o Cicatrices, y sus primeros libros de cuentos. Porque aunque quizás es difícil —e innecesario, además— negar la influencia de la novela francesa de los sesenta sobre determinados procedimientos de obras como Glosa, Lo imborrable o La ocasión es asimismo palmario que hay un temperamento, una mirada y una prosa Saer que ya está, contundente, en esas primeras obras.
La trayectoria fue espiralada: en cierto modo Saer consiguió hacer de París la periferia y poner el centro en esa zona santafecina en que suceden o a la que tienden todas sus ficciones. Porque para escribir hay que estar en esa intemperie, en ese afuera. Un afuera en que, definitivamente, queda la obra tras la muerte del autor; en el caso de Saer, un lugar acaso todavía indeterminado pero cada vez más firme, cristalizado al fin en la convicción, la fuerza y la lenta decantación de una obra ya clásica, en el sentido menos solemne del término.
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