Otras voces
La Real Academia Española ya ha
recomendado no realizar desdoblamientos del tipo “el diputado o la diputada”.
Para la RAE el
uso genérico del masculino “tiene que ver simplemente con el principio básico
de la economía lingüística”.
El problema es que la mayor parte de los
signos verbales poseen la capacidad de servir para más de una función. Las
reglas del género gramatical no son ajenas a esta multifuncionalidad del signo
lingüístico; y, siendo la economía una de las funciones del masculino genérico,
ciertamente no es esta la única que tiene encomendada. Son precisamente las
otras funciones las que nos llevan a mostrar cautela en la aplicación de la
regla que indica denominar ineludiblemente “diputados” a “diputadas y diputados”.
1. La primera de esas otras funciones del
masculino genérico es la ya reconocida invisibilización de las mujeres. Una de
las pruebas de que esta se cuenta entre las funciones del masculino la
proporciona el celo del márquetin político y empresarial en romper la regla del
masculino genérico y nombrar expresamente en femenino cuando el objetivo es
vender sus productos a mujeres. Las investigaciones empíricas proporcionan
pruebas suficientes de que la utilización de masculinos genéricos como los franceses
para referirse a mujeres y a hombres de Francia tiene consecuencias negativas
en la forma de percibir (e ignorar) a las francesas. El último estudio sobre
esta cuestión lo proporciona Juan Cuesta, miembro del Instituto Oficial de
Radio Televisión Española y profesor en una facultad de Ciencias de la Información, quien el
pasado curso presentó a su alumnado como primera tarea la redacción de una
noticia sobre “El primer día en la universidad de un alumno de periodismo”. Sus
estudiantes, treinta alumnas y diez alumnos, escribieron sobre un joven varón
que iniciaba la carrera de periodismo, sin que nadie de la clase imaginara que
la frase podía referirse a una joven.
2. Un segundo efecto/función del masculino
genérico es convertir en androcéntricos no solo los idiomas, sino el propio
pensamiento formulado con ellos. En un periódico nacional, un analista experto
en Europa del Este instaba hace poco a “los lectores” a agarrarse los machos,
mientras un profesor de pensamiento político se dirigía “al lector” como señor
mío. Tras la devastación del Katrina, y dado que el planeta se está calentando
muy deprisa, alguien proponía en otra columna: “Nuestros líderes culturales,
políticos y económicos deberían sustituir la chaqueta y la corbata por algo
como la chilaba, tan cómoda y fresquita”. En ninguno de estos casos los
columnistas recordaron que entre “los lectores” o entre “nuestros líderes”
existían mujeres que ni llevaban corbata, ni podían agarrarse los machos, ni
responder al tratamiento de “señor”.
3. Una tercera consecuencia/función del uso
del masculino para hablar de mujeres y hombres es la de reforzar las relaciones
de identidad y semejanza masculinas. Cuando hablamos de todos, los españoles,
los ciudadanos... para los varones la identificación se produce de forma
inmediata y la mutua identificación suscita el desarrollo de vínculos de
semejanza. El uso del masculino como género universal abre la llave simbólica a
los pactos entre varones, de funesta trascendencia para las mujeres.
4. Sin embargo, el masculino genérico deja a
las mujeres en la zozobra de la incertidumbre de su inclusión. Imagino, por
ejemplo, la duda que pudo suscitar en mujeres dedicadas a la política una
columna de Elvira Lindo del pasado julio, quien denunciaba irónicamente cómo “el
político, fuera de sus tribunas parlamentarias, quiere hacerse humano, y no
siempre lo consigue”, porque “el lado humano de los políticos siempre tiene un
punto impostado”, que se percibe más en verano, cuando “los políticos no están
por la labor de desaparecer del foco de atención”. Hasta ahí podían pensar que
generalizaba sobre mujeres y varones con dedicación a la política... pero, como
la supuesta impostura se notaba, según la escritora, en su forma de llevar en
verano por los pueblos de España el polo y el bermudas (atuendo que pocas
mujeres visten), y en la forma en que acuden a cualquier foco público, “plaza
en la que ellos torean con gran éxito”, se despertaría en ellas un asomo de
alegría por si pudieran quedar libres de la crítica. Alegría que se
desvanecería al leer la única frase en femenino que les dedicaba Lindo: “La
mujer política lo tiene más fácil, dado que su actitud ante la ropa cruza las
estaciones de forma más imaginativa”.
¡Albricias, al menos, solo a ellos se les
puede percibir como impostores!, pensarían aliviadas las políticas que leyesen
la columna, en ese constante ejercicio de creernos incluidas/creernos excluidas
que debemos practicar las mujeres desde que entramos en contacto con el
masculino genérico.
5. Existe aún una quinta función del
masculino, sutil, pero tremendamente efectiva: constituirse en mecanismo de
naturalización del derecho masculino a ocupar en propiedad casi exclusiva el
espacio simbólico que denota la etnia, nacionalidad, profesión o religión. No
es ajena a esta función la redacción empleada en el Diccionario de la Real Academia (2001)
en definiciones referidas a antropónimos religiosos, a títulos profesionales o
a gentilicios que denoten patria, nación y etnia, donde se adscribe a los
varones pertenecientes a esas colectividades religiosas, profesionales,
nacionales o étnicas el nombre del grupo (judíos, abogados, indios,
indígenas…), reservando para las mujeres del grupo una denominación
subordinada, en atención primordial a su sexo (mujeres judías, mujeres abogadas,
mujeres indias, mujeres indígenas), como puede comprobarse en los ejemplos
siguientes:
chador. m. Velo con que las mujeres musulmanas
se cubren la cabeza y parte del rostro.
almuédano. m. Musulmán que desde el alminar
convoca en voz alta al pueblo para que acuda a la oración. (Nótese que solo
puede ser un hombre).
morabito. m. Musulmán que profesa cierto
estado religioso parecido en su forma exterior al de los anacoretas o ermitaños
cristianos. (Nótese que solo puede ser hombre).
muecín. m. Musulmán que convoca desde el
alminar. (Nótese que solo puede ser hombre).
La principal función del masculino musulmán y
de la aposición las mujeres musulmanas no es comunicativa, puesto que el
Diccionario de la RAE
no hace mención al sexo masculino en entradas en las que podría haber sido
necesario especificar “varón” junto a “musulmán”, mientras que la frase “las
musulmanas” habría bastado para dar la información requerida. En este segundo
caso, donde es reiterativo escribir las mujeres musulmanas, el tan cacareado
principio de economía lingüística se ha soslayado para dar paso a otra función
del masculino: la asignación simbólica al varón del nombre del grupo.
Indicaba el informe de la RAE que antes mencionaba yo
que en el uso genérico del masculino “no debe verse intención discriminatoria
alguna”. Posiblemente sea así cuando se trata de hablantes individuales, pero
la filosofía del lenguaje nos ha revelado la íntima conexión entre ideología,
lenguaje y poder. No es posible ignorar en pleno siglo XXI estudios como los de
Beauvoir o Muraro, desde el feminismo, o de Foucault, Gramsci, Althusser,
Volosinov o Bourdieu, desde el posestructuralismo y el neomarxismo. Ahora ya no
podemos dejar de reconocer que durante siglos se han aceptado realidades
económicas, jurídicas, familiares, religiosas, mitológicas y lingüísticas
sexistas porque esas realidades gozaban de consonancia cabal entre sí.
De ahí que en los párrafos previos haya yo
identificado la función lingüística con su efecto o consecuencia sociocultural.
Ni gramática ni uso lingüístico han caído del cielo o se han formado en una
atmósfera aséptica etérea, sin conexión con la sociedad que usa esa lengua. Muy
al contrario. Mientras la sociedad aceptaba como “natural” la preponderancia y
mayor relevancia del varón, todas las combinaciones de pares de palabras
formados por un femenino y un masculino hicieron preceder el hombre a la mujer:
hombres y mujeres, marido y mujer, padre y madre, hermano y hermana... (a
excepción de los corteses, y, por tanto, “antinaturales”, damas y caballeros).
Mientras se hacía de lo masculino el origen de la cultura —hasta la Biblia nos decía que las
mujeres provenían de una costilla de Adán—, en cabal correspondencia simbólica,
en el colegio aprendimos que las voces femeninas derivaban de las masculinas,
algo más que discutible en multitud de ocasiones. Mientras se invisibilizaba a
las mujeres, ignorándose sus necesidades y despreciando sus contribuciones a la
cultura, el lenguaje hacía concordar masculino y femenino en el género gramatical
masculino, al que se revestía de universalidad y neutralidad, permitiendo así
esconder la existencia femenina.
El masculino genérico ha ido adquiriendo
progresivamente a lo largo de siglos todas las funciones anteriormente
descritas hasta constituirse en el ladrillo simbólico con el que en nuestra
mente —eminentemente lingüística— se construía y naturalizaba una sociedad
patriarcal y sexista. Es muy de lamentar que la RAE no solo muestre renuencia al reconocimiento
de las otras funciones del masculino, sino que con alguna de sus formas de
redactar contribuya al mantenimiento de algunas de sus más tristes
consecuencias.
Fuente: Mercedes Bengoechea -Filóloga, decana
de la Facultad
de Filosofía y Letras de la
Universidad de Alcalá e integrante de NOMBRA (Comisión
Asesora sobre Lenguaje del Instituto de la Mujer).
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