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Héctor Tizón, la paz de los paisajes


‘IN MEMORIAM’

Flora, la mujer de Héctor Tizón, con la que vivió el exilio en España decía que su marido escribió La casa y el viento, su libro más duro, melancólico, poético y rabioso, yendo y viniendo de la casa en la que vivieron en Cercedilla, cerca de Madrid, durante sus años de destierro. Los dos evocaron hace siete años ese largo suceso. Delante estaba su hijo Álvaro, periodista, y detrás había un sonido como de guitarra rota, la extrañeza ante una vida que la insensatez militar dividió en dos y convirtió en una larga extrañeza.
Ese libro, que ahora ha comparado su paisano Jorge Fernández Díaz, en conversación con Francisco Peregil, con los textos de Juan Rulfo, tiene del maestro mexicano la opacidad que esconde la narración de toda derrota; pero mientras que en Rulfo el relato implacable de esa premonición que el azar va cavando como tumbas nace de la imaginación turbulenta de un novelista inconforme, ese libro de Tizón arranca de la matriz misma de la experiencia. Mientras lo escribía, yendo y viniendo de Cercedilla, allí donde Madrid desconoce la ciudad-escombrera, el narrador que acaba de fallecer reconstruyó la pesadilla que es toda literatura de evocación cuando ésta es responsable, enraizada en la turbulencia misma de los males que te enloquecen.

Lo que extrañaba en Tizón, cuando evocaba estos hechos que hay detrás del espejo opaco que es La casa del viento, es el enorme pudor con el que se quitaba del primer plano. Como si eso no le hubiera pasado, como si esa herida que trataba de tapar con la escritura, la pérdida de la tierra, la pérdida de la casa, la pérdida, no fuera un acontecimiento mayor y casi definitivo de su propia vida personal y, por supuesto, de la vida de un colectivo de argentinos que aún sienten rabia cuando se dan cuenta de la pérdida moral que supuso ese paréntesis.

Como en la escritura, sencillo y melancólico, pero auténtico, ajeno a toda fanfarronería demagógica, conversaba de aquel tiempo, que duraba mientras escribía el libro, como si estuviera dándote materiales para entender, no para arrojarte a sus brazos dándole tan tarde el calor de la solidaridad retrospectiva.

Él habló de ese libro, de su hechura, en el prolegómeno de la última edición de esa obra, que apareció en Alfaguara en 2004, veinte años después de su primera aparición. Si hoy se lee ese breve texto (como breve es el libro, capítulo a capítulo) se da uno cuenta cabal de por dónde iba la rabia que nutría su imaginación en aquellos viajes de ida y vuelta a la estación de trenes de Cercedilla. “Si hay páginas mías, de todas las que llevo escritas, que reflejan mi estado de ánimo, son precisamente estas. Por aquellos días escribir era para mí la única forma de salvación personal”. Eran “días aciagos en que sentía —como en la oda de Horacio— que a mis espaldas cabalgaba permanentemente el negro pesar, ya que todo lo que vivía se lo arrebataba a la muerte, lo vivía a costa de ella. Todavía estaban tibias las ascuas del incendio de las naves que abandonamos”.

Como si rasgara la piel de la literatura para hallar la piel de la tierra, Tizón puso la mano en la tecla para empezar así este testimonio: “Desde que me negué a dormir entre violentos y asesinos, los años pasan”. “Sentía”, contó, “los dedos entumecidos sobre la máquina de escribir”. De ese estado de ánimo nació su descripción del alma de los derrotados por una geografía que le trajo a Cercedilla su larga noche del exilio. “Los lugares distintos —la paz de los paisajes—”, sin embargo, “no disipan los pesares, sino el amor y la piedad”. Daba gusto verle mirar; era un escritor raro. Hablaba de sí mismo tan solo para pedir silencio. Y sonreía.


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