Ir al contenido principal

La educación de los sentidos




Vitagliano no está cautivo entre los barrotes de las modas. Según sus propias palabras, entiende la literatura como experimentación; aunque, por fortuna, sabe que los retorcidos deben ser los personajes no la prosa. Se nota, eso sí, que escribe sin un rumbo predeterminado: el final nos toma por sorpresa. Es éste uno de esos libros espléndidos que obligan al lector a rellenar los huecos.


Si cada pareja es un mundo buscando acoplarse dentro de otro mayor, Lina y Rodi, los protagonistas de La educación de los sentidos (Norma), desarrollan su excesiva pasión amorosa a través de un plan sistemático de expansión territorial: la gordura de sus cuerpos. Entre los dos suman doscientos sesenta y tres kilos, y aspiran a más. Pero la vida de estos profesores de escuela media, que transcurre sin mayores sobresaltos, empieza a cambiar sutilmente cuando ambos establecen una relación filial y erótica con una joven vecina embarazada.


 “En un momento en que todo se mira a través de la imagen, por qué alguien no puede decidir ocupar el mundo con su cuerpo. Frente a tantos delirios imperiales, ellos profesan un delirio imperial amoroso”, dice Miguel Vitagliano. 

“Me interesa explorar lo que se podría llamar microsociedades, relaciones familiares o de pareja. Esta novela trabaja estos aspectos bien en el borde. La literatura se encuentra con una gran dificultad cuando quiere encarar la realidad de frente, porque hay tantas luces encendidas que uno queda cegado. Por eso prefiero enfrentar la realidad siempre de manera oblicua.”

Vitagliano opina que la novela “indaga la realidad de una manera en que ningún otro género puede hacerlo”. El escritor y profesor de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires trabaja en un proyecto novelístico de indagación desde la década del ’90, cuando publicó su primera novela, Posdata para las flores, a las que se fueron agregando El niño perro, Los ojos así, Cielo suelto, Vuelo triunfal y Golpe de aire. “Mis novelas están emparentadas con los quiebres que ha sufrido el género en el siglo XX”, subraya el escritor. “Uno puede analizar lo que se hizo con estas fracturas, como es el caso de James Joyce, que mostró hasta dónde puede llegar una novela. ¿Y después de Joyce qué hacemos? Hay que inventar de nuevo la novela, porque es la única forma artística que necesita tanto del no arte para ser arte”, señala Vitagliano.

–¿Por qué le interesa trabajar especialmente con microsociedades?

–Pienso que en las microsociedades está el huevo de la serpiente. Hay una discusión entre los críticos y teóricos que se preguntan hasta qué punto Kafka pudo adelantarse a los desastres del siglo XX que ocurrieron después de su muerte. Esto completaría una imagen de Kafka como visionario. Pero Kundera dice que, más que ser un visionario, Kafka trabajaba con microsociedades: con la familia, con las relaciones laborales, y en esas microsociedades se puede rastrear el germen de lo que será la sociedad. Mi interés por las microsociedades tal vez tenga que ver con esto; me gusta meterme en esos lugares donde todavía las cosas no se imponen y no presentan toda su dimensión.

–¿Algo similar ocurre con las certezas de los protagonistas que creen saber más de lo que saben?

–Lina y Rodi, que aparecen como los que pueden entender, son los que en definitiva no entienden lo que pasa. Creo que somos animales con un disfraz de humanos. Pero cuando uno rasga un poco esa piel de civilización, lo que encuentra es una bestia. Me interesa observar estas bestias que somos debajo de algo tan delgadito como es nuestra humanidad, nuestra cultura. En mis novelas, en general, los que creen saber no saben. El saber no está en ningún lado, está repartido y no hay un secreto. Ojalá hubiera un secreto porque esto nos daría la posibilidad de tomar el secreto por asalto, pero no podemos tomar ni el secreto ni el cielo por asalto. Mis personajes están muy convencidos de que conocen, de que lo que saben les puede permitir descubrir cosas, pero siempre hay algo que se pierden.

–Hay como una novela dentro de La educación de los sentidos, la historia del maestro japonés que rompe con la trama principal. ¿Qué función cumple esta parte respecto del todo?

–Era un desafío para mí. Sabía que estaba fracturando una novela y era mi obligación de artista hacerlo; cómo podía escribir sobre Japón sin mencionar nunca la palabra karate y sin caer en los clichés de la cultura japonesa. Cuando era chico, se decía que había distintos tipos de países: desarrollados y no desarrollados, en vías de desarrollo, y después estaban Japón y Argentina como países antagónicos, aunque en ese antagonismo se parecían mucho. En el momento en que componía la novela, donde se percibía una disgregación social muy fuerte, me pregunté qué pasaba con las cuestiones de la identidad, y decidí cruzar estas dos identidades. Y no soy el primero que lo intentó, hasta Atahualpa Yupanqui pensaba conexiones entre el mundo japonés y La Pampa. Tenemos que empezar a contar nuestras historias. Por eso en mis novelas tengo berretines: mis personajes siempre visitan museos y hablan de lo que pasa. Cuando me preguntan cuáles son los temas de mi literatura, respondo que son los mismos temas que plantea cualquier escritor. El mundo es ancho, pero no es ajeno.

–Quizá le preguntan esto porque se cree que la sociedad en la que vive un escritor condiciona, a priori, los temas de su literatura.

–Las sociedades en las que vivimos nos marcan a fuego, ya sea por cómo habla la gente, por las frustraciones, por la desesperación, por cómo vivimos en el culo del mundo, pero nos creemos en el centro del mundo. Estamos tironeados entre “somos una mierda”, “somos el último orejón del tarro” o “estamos a la cabeza de todo”. En ese tironeo desesperado se ubican mis novelas.


Fuente: Página 12

Comentarios

Entradas populares