Una distopía es lo opuesto a una utopía. Tomaremos prestadas, entonces, las definiciones que da Las cien mejores novelas de ciencia ficción del siglo XX, coordinada por Julián Díez:
Utopía: obra que describe un futuro estado feliz de la humanidad, en el que cada persona tiene satisfechas sus necesidades y existe un gobierno benévolo que provee de todo lo necesario (o bien el gobierno ha desaparecido absolutamente, tras resultar innecesario). El nombre procede de la obra homónima de Tomás Moro (que viene del griego u topos, ningún lugar).
Distopía: por contraposición a «utopía», obra en la que se describe una sociedad opresiva y cerrada sobre sí misma, generalmente bajo el control de un gobierno autoritario, pero que es presentada a los ciudadanos de a pie como una utopía.
En resumen: la utopía es el mejor de los mundos, la libertad definitiva y absoluta, el sueño de todo ciudadano hecho realidad. La distopía es el peor de los mundos, la sumisión definitiva y absoluta, el sueño de todo gobernante hecho realidad, y será tanto más efectiva cuanto mayor grado de satisfacción produzca en el ciudadano. Es lo que Sam J. Lundwall define en su Historia de la ciencia ficción como "la pesadilla con aire acondicionado".
Las utopías arrancan con la obra ya citada de Tomás Moro (1516). Concebidas en un principio como obras de carácter cuasi teórico político en las que se ofrecía luz y guía al benévolo gobernante, conforme avanza el tiempo empiezan a adquirir mayores matices. La posibilidad de plasmar el pensamiento utópico en una organización política real nos lleva a varios intentos de comunidades, las más destacadas de ellas las reducciones jesuíticas del Paraguay del siglo XVIII y los falansterios de los socialistas utópicos franceses del siglo XIX, que no dejan de ser tentativas aisladas abocadas al fracaso. La publicación del Leviatán de Thomas Hobbes en 1651 constituye la primera advertencia seria de que la utopía definitiva, en caso de alcanzarse, ha de contar con la naturaleza intrínsecamente rapaz de la especie humana. Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift (1726) introducen el elemento satírico en la tradición utópica. Finalmente, la doble revolución industrial y liberal que conforma nuestra sociedad occidental presente no hace sino recordarnos que la utopía, entendida bajo la definición anteriormente expuesta, es inalcanzable para todos: siempre habrá clases. Salvo contadas excepciones (el socialismo fabiano de H.G. Wells o el socialismo determinista de Jack London), las utopías se van separando de la teoría política, para pasar a ser coto casi exclusivo de la creación literaria.
Ahora bien, la literatura también sufre un cambio como consecuencia de la doble revolución industrial y liberal. De acuerdo con Brian Aldiss, la publicación en 1818 de Frankenstein o El moderno Prometeo de Mary Shelley marca el comienzo del género literario conocido como ciencia-ficción. El nacimiento del género como tal es objeto de una controversia permanente, cuyos pormenores no viene al caso comentar aquí. Sea cual sea el origen de la ciencia-ficción (el Frankenstein de Mary Shelley, 1818; La máquina del tiempo de H.G. Wells, 1895; la edición del primer número de la revista Amazing Stories en 1926), el caso es que las utopías van poco a poco acercándose a él. Durante el siglo XIX, la literatura utópica aún recurre al recurso tradicional inaugurado por Tomás Moro: el viaje fantástico a territorios lejanos, en los que poder desarrollar sin complejos el modelo político propuesto. Ecos de esta concepción se perciben en una de las obras maestras de la literatura utópica,Erewhon de Samuel Butler (1872). La tierra de Erewhon (que no es sino nowhere puesto del revés, es decir, "ningún lugar", es decir "utopía") nos muestra algunos claroscuros en su retrato del impacto de la industrialización sobre los habitantes de un mundo que ya no es perfecto, tan sólo casi perfecto.
Sin embargo, esta forma de fabulación tiene los días contados. Los territorios inexplorados se terminan, hacia 1911, con la conquista del Polo Sur, ya no queda ningún lugar sin hollar por el ser humano. La búsqueda de utopías ya sólo puede acontecer en dos direcciones: el tiempo futuro, o bien en otras tierras. El cambio de escenario de la literatura de viajes utópicos acompaña al cambio de escenario en la literatura de aventuras. Ambos géneros, utópico y aventurero, integran parte de su producción (sólo parte, me gustaría aclarar este punto) en el género fantástico, y más concretamente en la ciencia-ficción.
No obstante, estamos hablando de una clase de literatura cada vez más escapista. Con las excepciones de H.G. Wells y Jack London, empeñados en buscar los aspectos menos optimistas del futuro mundo feliz, la utopía se muestra benévola con el devenir de la humanidad. Dos hechos cambian la percepción de las cosas. La I Guerra Mundial (1914-1918) demuestra que es posible una castástrofe global, con ella viene a ponerse fin a un equilibrio continental que se había mantenido casi intacto durante cerca de medio siglo. La Revolución soviética de 1917 demuestra que la utopía es posible, no sólo a una escala reducida, como pretendieron los socialistas utópicos con sus pequeñas comunidades, sino nada menos que en el país más extenso del orbe. El optimismo desaforado de los años veinte, los felices años veinte, es sólo una verdad a medias. Durante los años de entreguerras se producen tres obras fundamentales en la llamada literatura distópica, tres obras que a su manera influyen en el 1984 de George Orwell y que constituyen advertencias muy serias, aún no igualadas desde los punto de vista literario y admonitorio, de cuán terrible podrá llegar a ser el futuro si el poder recae en unas manos dispuestas a partes iguales a coartar los derechos del individuo y a manipular su percepción de la realidad hasta el punto de que, aun padeciendo una horrible represión, se crean en posesión del mayor grado de libertad nunca visto. Estas obras son Nosotros de Yevgueni Zamiatin (1921), Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932) y La guerra de las salamandras de Karel Capek (1936).
Fuente: Bibliópolis
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