Es curioso que un hombre que emana solemnidad como lo es Bartolomé, que en arameo quiere decir “el que abre los surcos”, haya dado lugar a uno de los sinónimos más despectivos de holgazán, vago, muy torpe. Cuando Bartolomé dejó paso al sobrenombre Bartolo, este apelativo a semejanza de otros como Paco, Pancho o Sancho- se convirtió en una forma genérica de nombrar a un personaje popular cualquiera, portador de los defectos al pueblo se le ocurriese endilgarle. Bartolo, figura habitual en coplas y refranes (“Bartolo tenía una flauta…”, etc.), tomó la imagen de vago e inepto, lento y remiso para actuar y trabajar. De allí a adjudicarle la pereza que suele atribuirse a los muy gordos no hubo más que un paso, que dio origen a bartola, panza en lenguaje coloquial. Ese es también el origen del verbo bartolear, pasarse el día panza arriba, según la acepción hispana. Los rioplatenses, en cambio, asociaron bartola con dejadez, inepcia, descuido y acuñaron bartolero y bartolear para aludir a quien se preocupa muy poco por hacer las cosas bien y confía más en la casualidad que en su propia capacidad. La frase “a la bartola” se emplea con idéntico sentido tanto en la Península como en nuestro país como expresión del principio de inercia aplicado a la voluntad y la conducta. En la torpe negligencia al manejar un asunto, por ejemplo, o en el remate de un jugador de fútbol que en lugar de apuntar al arco no hace más que patear la pelota a la tribuna.
Héctor Zimmerman
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