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El sabio ortotipográfico

Mariano Vitetta es traductor público, el año pasado con ocasión de una beca obtenida  para estudiar en Cálamo & Cran y estando en España, visitó al tipógrafo José Martínez de Sousa en su casa de Barcelona.

Entrevista

Para un traductor aficionado a la ortotipografía, leer la obra de Martínez de Sousa es gozar de la certeza de recurrir a la fuente de donde todos beben con la seguridad de encontrar la explicación adecuada para solucionar los problemas de tipografía más abstrusos que uno se pueda imaginar. Conocer en persona al autor detrás de esas explicaciones es un privilegio en grado extremo. 
«Pepe» —así se lo conoce en el medio— recibió a este cronista en la sede de la «factoría» (sus seguidores entenderán): un estudio abarrotado de libros desde el piso hasta el techo; en más de un anaquel, hay libros en tres filas.



—¿Cómo es un día de trabajo en la vida de José Martínez de Sousa? 

—Es para toda la extensión de la entrevista. (Risas). Un día normal comienza, luego de levantarme y desayunar, por encender el ordenador y revisar los mensajes recibidos; casi todos —en el 90%— son de la lista Apuntes. De esos, normalmente me quedo con uno o con dos. Listo esto, paso a lo que quiero hacer, pero generalmente hay algo que escribir, algún amigo al que llamar. Luego, me meto ya en el trabajo en serio, que puede ser completar un libro, añadir una nota de un libro leído el día anterior, y así hasta la noche, alrededor de las veinte, cuando veo un poco de televisión y me relajo.

 —A lo largo de su carrera, ¿sintió el peso de su formación autodidáctica?

 —Te voy a decir algo que te puede sorprender: si yo hubiera salido con un título de una universidad, no hubiera escrito mi obra. Yo solo podía escribirla partiendo de la ignorancia propia y del deseo de superarla. Hubiera estado formado de otra manera y no lamento que haya sido así, aunque echo de menos conocimientos concretos de lingüística, por ejemplo. Ahora, ¿cómo se puede escribir una obra sobre lexicografía sin ser lingüista? Bueno, ese es el milagro de la obra de Martínez de Sousa… 

—¿Alguna vez ha escrito una obra que nunca publicó? 

—Esto liga con la ignorancia: era tan ignorante que ninguno de los libros que yo he hecho me ha parecido que no debería hacerse. Sí me ha pasado de encontrarme con editores que me han dicho que no después de que mi nombre ya sonaba. Lo difícil es colocar el primer libro, y a mí se me dio muy fácil, porque me lo aprobó el propio editor para el que yo trabajaba en Labor, Trias Fargas. Y pude presentar mi segunda obra diciendo que tenía un libro que estaba por publicar esa editorial. 

—¿En qué obra está trabajando actualmente? 

—En poner al día el MELE [Manual de estilo de la lengua española]. Nada más. En ese momento, Pepe saca la edición de trabajo del MELE 3 y me muestra todos los cambios que va haciendo. «Míralo cómo está, pobrecito», me dice sobre uno de sus vástagos. (Claro, para él, el libro es algo supremo. Al comienzo de la charla, me había aclarado que no le gusta marcar los libros; siente como una afrenta dejar la marca indeleble del lector sobre la página impresa. Y no es difícil de entender: alguien como él, que ha cultivado el libro como objeto de estudio y admiración, lo ve como algo sagrado). Ese libro de trabajo está subrayado por doquier: son los avances que prepara para la próxima edición. 

—¿Quién corrige y quién maqueta sus libros? 

—Yo. Yo escribo, yo corrijo, de vez en cuando pido a la editorial que me nombre un corrector porque quiero que lea el trabajo alguien distinto. Pero, por lo general, yo escribo el libro, lo corrijo, lo compagino, lo vuelvo a corregir y lo mando por Internet a la editorial, que lo recibe y se lo da a la imprenta, que se encarga de imprimirlo. 

—¿Cómo es su relación con los libros con los que trabaja? 

—Una de mucho amor y respeto. El libro, en todas sus formas, es vehículo de la cultura de la humanidad, y por eso se le debe respeto. Después de trabajar con los libros y vivir de ellos descaradamente como lo hago yo, ya digo que sería un monstruito si no los amara. 

—¿Cómo evalúa la labor de la Academia en estos últimos veinte años? 

—Lógicamente, ha hecho cosas, pero absolutamente todo es discutible. Y todo es discutido, que ya no es lo mismo. Para mí, la Academia pierde la oportunidad de hacer un gran favor a la lengua española y a los hispanos que la hablan. Ahora tenemos el DPD que dice una cosa, el DRAE que dice otras, el Diccionario del estudiante que dice otras, el Diccionario esencial que dice otras… ¿Dónde se acaba esto? 

—¿Cree que la frecuencia con que la Academia está publicando obras va en detrimento de lo que otros autores independientes pueden producir de propia cosecha? 

—Va en detrimento de la propia autoridad académica, porque no se puede mantener autoridad cuando se está llenando el mercado de libros. ¿Cuál es el verdaderamente bueno que te lleva a no errar? 

—¿Qué opina sobre el hecho de que la Academia tienda hacia el descriptivismo? 

—La Academia no sabe si es prescriptiva o descriptiva. Su papel, por definición, es prescriptivo. Descriptivos son los autores que, aparte de hablar de la ortografía y de la gramática académicas, tratan esas materias desde un punto de vista propio. La Academia ha creído que no hay más puntos de vista que los suyos. Hace unos años, viene aclarando que sus obras son normativas, y entre unas y otras, hay diferencias. 

—¿Le parece adecuado que la Academia trate temas de ortotipografía? 

—En absoluto, porque no conoce la tipografía. Podrá aconsejarse por otros, pero así como sí puede saber de gramática y de ortografía, de tipografía no, porque no ha trabajado en ello. Puede contratar colaboradores, pero algunos han llegado al absurdo de decir «esto lo hace así el Chicago Manual of Style». 
Pero ¿!qué tiene que ver con nosotros eso!? ¿Qué nos importa cómo hacen las cosas en Chicago…? 

—¿Qué modelo de Academia es deseable? 

—Hoy la Academia escribe de todo, pero solo debe tratar de lo que es su propio campo, que es el lenguaje. La tipografía y la ortotipografía no deberían formar parte de su competencia, más bien eso debería estar incluido en un organismo técnico encargado de ello. Por ejemplo, una academia técnica del texto sería algo bueno. 

—¿Qué opina sobre el hecho de que la Academia no incluye bibliografías en sus obras? 

—La Academia hace mal. Todo el mundo, cuando se aprovecha de lo que tú has escrito, te menciona. La Academia no tiene la gallardía de decirlo. 

—¿En qué medida pueden desobedecerse las normas dictadas por la Academia? 

—El escribiente no está obligado a escribir según las leyes académicas. Si lo hace, es porque le reconoce a esa corporación autoridad en la materia. 

—¿Qué piensa sobre el lema «unidad en la diversidad»? 

—¿Cómo se puede ser uno si son diversos? Publicitariamente le salió muy bien al que lo inventó, pero por lo demás, no… Lo que yo noto es que hay un fenómeno, totalmente entendible, de que el español de Latinoamérica se aleja cada vez más del de la Península. Este fenómeno es parecido al de Brasil y Portugal. Para bien o para mal, en algunos contratos de edición, ya se especifica que se necesita el español de la Argentina, por ejemplo. 

—¿Cuál es la formación ideal de un corrector? 

—La formación ideal de un corrector no tiene límites. Tiene que saber de gramática, aunque no se le puede exigir que sepa todo sobre la materia, porque no es un gramático. Tiene que saber mucho de ortografía, materia que debe dominar. Debe conocer la ortotipografía. 
También debe poseer —le guste o no— conocimientos de cultura general. Un corrector que no supiera dónde desemboca el Nilo sería inaceptable. Debe conocer a fondo las técnicas de corrección, que varían mucho según la obra que se corrija. Sería ideal que la formación fuera universitaria, aunque sea de tres años: una diplomatura. 

—¿Hay variaciones en la ortotipografía del español según sus regiones? 

—No creo… Pero tenemos que tener en cuenta que nuestras costumbres ortotipográficas vienen del francés, no del inglés. Los sajones fueron desde el centro de Europa hasta Inglaterra y desde ahí hasta los Estados Unidos. En nuestro caso, las normas alemanas pasaron a Francia y de allí a España. Por lo tanto, está justificado que pensemos ortotipográficamente en francés y no en inglés. 

—¿Cuánto de ortotipografía debe saber un traductor? 

—Solamente como traductor, debe conocer las reglas básicas, porque como tal, le puede tocar traducir lo que haya en el original que no sea texto. Por ejemplo, una palabra subrayada puede tener un valor determinado en un idioma y no en español, que utiliza la cursiva para dar énfasis. En suma, debe saber traducir la ortotipografía del original extranjero al español. 

—¿Está en peligro el español? 

—No, !qué va! Ninguna lengua establecida necesita defensa; sí pueden necesitarla las lenguas minoritarias, pero… ¿el español en peligro? Entonces, ¿en qué hablaremos dentro de cien años? El español no corre más peligro que todos los idiomas de este mundo que evolucionan, se desarrollan, a veces se abren y se convierten en otro tipo de lengua. Probablemente dentro de quinientos años se hable del argentino y del chileno; no es forzoso pensarlo.

 —¿Piensa que el libro electrónico puede llegar a desplazar al tradicional en papel?

 —Por desgracia, sí. El fenómeno no es tan terrible como lo pintan. Pero, a pesar de que pasas páginas, y hasta a veces se reproduce el sonido de las páginas, no es el libro que uno ha hecho… El paso del viejo libro al nuevo libro es penoso, porque ¿quién se encargará de compaginar esas obras? El tema es que los hace cualquiera… 

—¿Cómo ve el mundo de la edición actualmente? 

—Desde mis tiempos «primitivos» hasta aquí, el mundo editorial ha cambiado muchísimo. Primero, ya no se tiene el prurito de editar bien; solo se tiene el deseo de editar barato, de ganar lo máximo posible y pagar lo mínimo posible. Ahora, a los editores solo les interesa que el libro salga en la fecha convenida y no importa si hay errores. Sí me gustaría que el mundo editorial fuera otra cosa que ahora no es y que, probablemente, en el futuro sea menos, porque con el libro electrónico vamos camino a que el editor «normal» tenga poco que hacer… 
Pepe recuerda, como si el tiempo no hubiera pasado, aquellos días en los que hasta los diarios tenían correctores en planta permanente. Ese fue el entorno en el que llegó a trabajar hasta diecisiete horas diarias, así se formó, por lo que no resulta extraño que, con sus conocimientos del buen hacer editorial, añore esos tiempos que ya pasaron y nunca volverán…

Fuente: La página del idioma español
 
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