El 24 de febrero de 1946, Juan Domingo Perón obtuvo un rotundo triunfo en las urnas. El 56 por ciento de los electores votó su candidatura presidencial. En los mítines, Perón no trataba a los adversarios políticos de tontos y desgraciados, que hubiera sido lo razonable, sino de pastenacas y chantapufis, o sea, lo mismo dicho en alguna de esas jergas porteñas tan comunes entonces.
Los opositores políticos eran unos contreras y quienes apoyaban al peronismo, los grasas. Fórmulas de indudable éxito que entonces te podían llevar a la Casa Rosada. Los peronistas veían en ellas la expresión popular, desgarrada y arrogante de un líder al estilo de los viejos caudillos criollos. A poco de ganar las elecciones, en la paredes de Buenos Aires aparecían pintadas como "Le ganamo a lo dotore". Los doctores eran, como puede suponerse, gente poco peronista y poco amiga de la grasa.
En sí misma, la oratoria peronista no era nueva. Seguía una tradición muy antigua y muy arraigada en el Plata, una especie de plebeyismo lingüístico que consistía en ganarse la voluntad de las masas procurando hablar como hablaban ellas. Había algo de artificio en el procedimiento, pero era útil. El peronismo debió su éxito propagandístico a estos particulares usos (en la parte que le corresponde). Igual que en la campaña presidencial de Eisenhower, en 1952, se ganaban las presidenciales con el lema "I like Ike", en la Argentina de los años cuarenta, un chantapufi o una tratativa (negociación) bien puestos le venían muy bien al político populista.
En esto, no habían cambiado mucho las costumbres argentinas típicas del siglo XIX. Sarmiento describe así el país: "Había, antes de 1810, en la República Argentina dos sociedades distintas, rivales e incompatibles, dos civilizaciones diversas: una, española, europea, culta, y la otra bárbara, americana, casi indígena; y la revolución de las ciudades sólo iba a servir de causa, de móvil, para que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo se pusiesen en presencia una de otra, se acometiesen y, después de largos años de luchas, la una absorbiese a la otra". La primera sociedad solía integrar el partido unitario y la segunda, el federal. El unitario se distinguía por sus modales finos, su comportamiento ceremonioso, sus ademanes pomposamente cultos y su lenguaje altisonante y lleno de expresiones librescas. Para los unitarios, los federales eran unos gauchos o jiferos, o sea, unos bárbaros. Para los federales, los unitarios eran unos cajetillas, o sea, unos afeminados. El político federal Juan Manuel Rosas advirtió que podía atraerse las simpatías de la gente del pueblo, y ejercer su influencia sobre ella, precisamente hablando como un gaucho. Yasí lo hizo. El escritor Lucio V. Mansilla recuerda que aquellos años el lenguaje se pervirtió y circulaban "vocablos nuevos, ásperos, acres, no usados". Curiosamente, a pesar de su gusto confesado por las clases populares, el desprecio de los federales por los indígenas era absoluto.Los consideraban salvajes. No se tomaron el trabajo de asimilarlos y, por la vía militar, los fueron eliminando o provocaron su huida hacia otras zonas. De modo que el problema lingüístico que el indigenismo hubiera podido crear a la nueva república -buena parte del cual se lo habían planteado los misioneros españoles de antaño- desapareció por tan expeditivo y violento método.
El plebeyismo idiomático reapareció en los años presi denciales de Nicolás Avellaneda, en 1880, cuando se produjo la revolución de Carlos Tejedor. En .la llamada "resistencia" de Buenos Aires, el fervor localista fue tan grande que en los cuarteles, según Ernesto Quesada, testigo de los hechos, "convivió la juventud patricia con el compadraje y la chusma, tropa y oficialidad fraternizábamos y se establecía, como vínculo democrático común, el de un término medio equidistante en indumentaria y lenguaje". Según el propio Quesada, la circunstancia ayudó a que en el habla diaria se imitara el rasgo popular, haciéndolo deliberadamente caló y descuidado, pues había que demostrar que se era parte del pueblo y se exageraban los rasgos lingüísticos atribuidos a eso, al pueblo. Entonces se cantaban coplas como ésta:
El castellano me esgunfia,
no me cabe otro batir
que cantar la copla en lunfa
porque es mi forma é sentir.
Esgunfiar viene del italiano sgonfiare, "desinflar, desanimar", y la lunfa es el lunfardo, una jerga que apareció en los barrios bajos bonaerenses y cuyas expresiones son una mezcla complicada de italianismos, galicismos, anglicismos y lusismos, todo revuelto, y que se difundió por conventillos (casas de vecindad) , piringundines (verbenas) y ambientes del hampa. Las letras de los tangos se nutren de ella. En el barrio bonaerense de la Boca, como consecuencia del gran número de inmigrantes que entraron en Argentina desde 1857 -unos quince mil al año hasta 1946- se gestó otra jerga italohispana, el cocoliche. Ha tenido menos fama que el lunfardo, porque para este último, dado el anhelo que sentían algunos argentinos por diferenciarse lingüísticamente, no ha faltado quienes lo definían como "el genuino lenguaje porteño", consideración evidentemente exagerada.
De aquellos días data el desaire que Juan María Gutiérrez le hizo a la Real Academia. En 1879, los ilusos académicos creían que le hacían un honor nombrándolo miembro correspondiente de la docta casa. Gutiérrez destapó su argentinismo contestándoles que podían esperar sentados, porque no aceptaba tamaño honor. Es más, ¿qué podía ofrecer él, un bonaerense, a una academia española? Para Gutiérrez, el habla de Buenos Aires estaba en constante efervescencia gracias a la aportación de los dialectos italianos, del catalán, del gallego, del galés, del francés y del inglés --se conoce que allí no se hablaba nada llegado, por ejemplo, de La Mancha- y todas esas voces "cosmopolitizaban", con palabro de Gutiérrez, la tonada bonaerense. Era inútil pretender fijar tales corrientes según moldes académicos; por lo menos él no se sentía con ánimos. Su amigo Juan Bautista Alberdi daba entonces la siguiente recomendación: igual que Dante (observen: otro italiano) en su día llevó la lengua hablada en Florencia a los inmortales versos de la Divina comedia, los escritores porteños debían reflejar en su prosa el castellano modificado que se hablaba en Buenos Aires, en vez de tener la vista puesta en los diccionarios que venían de Madrid. Otros autores, como Rafael Obligado o Alberto del Solar, no pensaban así y defendían el valor de una lengua común, sin casticismos que la interrumpieran.
El caso es que polémicas de este tenor se han prolongado hasta mediados del siglo xx. El día que a don Américo Castro se le ocurrió escribir un libro poniendo el grito en el cielo sobre lo particulares y descuidados que eran los argentinos al hablar, y previendo que de seguir así se iban a apartar de la corriente hispánica general -estábamos en 1941-Jorge Luis Borges le contestó, en un artículo titulado "Las alarmas del doctor Américo Castro", lo siguiente: "En cada una de sus páginas abunda en supersticiones convencionales [...]. A la errónea y mínima erudición, el doctor Castro añade el infatigable ejercicio de la zalamería, de la prosa rimada y del terrorismo". Pero Castro no estaba entonces tan descaminado: que se sepa, la única voz que en las altas instancias idiomáticas ha defendido alguna vez el "derecho a la incorrección" predicaba, no por casualidad, desde la Academia Argentina en 1943. Las altas instancias porteñas no dejaban de ser sorprendentes: un locutor de radio, cuyo mérito dicen que era la verborrea, llegó a alto cargo del Ministerio de Educación. Una vez allí, seguía hablando como si estuviera delante de los micrófonos con finezas como utensillo (en vez de utensilio), áccido (en vez de ácido), dejenmelón (en vez de déjenmelo), sientensén (en vez de siéntense) y cumpleaño, rompecabeza, " es usted un héroe, señorita", etc., etc.; visto lo visto, el académico Luis Alfonso habló sobre la conveniencia de estudiar el idioma para quienes tenían responsabilidades en cargos públicos, a lo que el aludido contestó: "No es urgente hacerlo. Total, el idioma no va a desaparecer por dejar de estudiarlo".
El desgarro idiomático argentino, junto a la manía de una lengua nacional apartada de la norma común española, cedieron, y con ello, el último frente de unas guerras idiomáticas que se habían iniciado en los albores de la independencia americana. Hecho el balance, resulta que Argentina no sólo ha dado extraordinarios escritores antiguos y modernos, -incluso en pleno fervor separatista dio figuras como Domingo Faustino Sarmiento o Estanislao del Campo- sino que desde mediados del siglo xx se iba a convertir en un foco editorial importante cuyas publicaciones se han distribuido por todo el mundo hispánico. Se ha explicado la razón del particular desapego al idioma apelando al genio de los argentinos, a cierta soberbia heredada de los españoles, a una afirmación de su plenitud vital; se han querido ver razones humanas en la notable inmigración que recibió la zona, procedente de los más diversos países europeos, y que propició la mezcla de lenguas muy distintas; se han querido ver razones históricas en el hecho de que el Virreinato del Plata fuera el último constituido y, por tanto, el de menor apego a España. Habrá un poco de todo. Lo cierto es que, todavía en los años cuarenta, el nacionalismo argentino seguía blandiendo la bandera de la lengua, con cierto éxito en algunos sectores de la opinión pública y en instituciones como la escuela, donde los niños debatían si Argentina tenía, o debería tener, lengua propia y cómo denominarla. Era el último resto ideológico de unas guerras idiomáticas iniciadas en los años de Bolívar y San Martín. Amado Alonso le dedicó un trabajo clásico al caso.
Fuente: Juan Ramón Lodares, "Gente de Cervantes. Historia humana del idioma espanol"
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