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Las pequeñas intenciones...

En medio de una tormenta de Santa Rosa, un hombre cuenta su vida. Se la cuenta a otro que está ahí, con él, que no preguntará nada, que no acotará palabra. De arranque se sabe que el narrador y protagonista de Pequeñas intenciones, cuyo nombre el lector no sabrá, está en una situación muy precaria: solo, con los víveres para la subsistencia, con una renguera que le limita los movimientos, instalado en un cuchitril en un pueblo y alejado de la casa de Haedo en la que vivió desde su nacimiento. Lo que se dice en la miseria. Y sin perspectivas. Así que enseguida se hace llamativo el modo en el que recorre el camino que lo llevó hasta ahí, el modo en que Jorge Consiglio compone su voz: sin estridencias ni lamentos cargosos, con una mirada muy perspicaz sobre el funcionamiento de las cosas, pero con notoria resignación ante los sucesos que se le aparecen en el camino.
Hay un notorio parentesco de elementos de composición entre esta novela y el libro anterior de Consiglio (Buenos Aires, 1962), los cuentos de El otro lado (y sobre todo los de la segunda parte de ese volumen, La verdad de los otros). Como muchos de los protagonistas de aquellos relatos, el narrador de Pequeñas intenciones transita desde la clase media hacia la marginalidad, vive enredado en la sordidez cotidiana, complicado por una familia que acaso le impregna los materiales fallidos para relacionarse con los otros (asunto del que él no se queja). Intenta, no consigue componer, y sigue su camino consciente de que la cosa va en declive. De buen talante. Así cuenta. Como en su obra anterior, Consiglio prescinde de épicas, espectacularidades, golpes de efecto, marcas políticas señaladas y hasta de marco temporal concreto; pero aquí aparece, cada tanto, algún brillo –módico, por supuesto– que deviene del talante del narrador, que le permite disfrutar de momentos fugaces: una comida, un incipiente gallinero y unos tomates plantados en el fondo de la casa, la lectura de revistas de divulgación científica, sobre todo de artículos de óptica geométrica.
En la narrativa de Consiglio, el deterioro de los materiales, de las relaciones y de los cuerpos es un tema muy presente: hay, ahí, una poética. La voz de este narrador introduce una variante: se lleva, a sí mismo, mejor puesto que muchas de sus otras criaturas. Y eso que la tiene difícil: madre muerta cuando tenía 10 (“un cáncer la barrió en 15 días, de tanto tragar hiel”) y padre ídem cuando tenía 22; un hermano con deficiencia mental que queda a su cargo luego de que otra hermana se case y se largue para mandar, dos décadas después, a un sobrino que lo apretará para vender la casa familiar. Tiempo de derrumbes en cadena: la vivienda se va haciendo inhabitable, las changas como electricista y una pensión no alcanzan para comprar la comida, la salud del hermano empeora y habrá que internarlo, un incendio casi lo liquida y le deja el pie derecho machucado. Aparecerán, en esa cuesta abajo, otros personajes: el cura que les da de comer en la Iglesia, una enfermera, un hombre que sigue internado tras el incendio, una mujer que intentará cuidarlo sin mucha suerte: “Siempre me incomodó la proximidad física”, dice él.
“Hay cosas que realmente me resultan fascinantes –dice el tipo luego de conseguir cinco números de Muy Interesante–. Es como si lo cotidiano se pudiera mirar con otros ojos, como si las cosas guardaran un secreto bajo su aparente simpleza.” Que un tomate sea un 95 por ciento de agua, o que las gotas de lluvia no tengan forma de lágrima, que sean más bien esferoides. “No sé cómo decirlo. Estos datos me asombran: incluso lo más estúpido tiene una vuelta de tuerca”, explica. “Usted me entiende”, le hace decir Consiglio cada tanto, en ese contraste entre la lenta deriva de su vida y la tempestuosidad de Santa Rosa. Bien podría contestarle uno de los personajes de El otro lado, un tanto más escéptico: “Creo que lo único que puede aliviarnos es la confesión, pero nunca vamos a poder alcanzar la tranquilidad: todos los oídos están sordos, completamente sordos”.
Sus personajes tienen un fuerte parentesco con Meursault, el antihéroe existencialista de El extranjero, de Albert Camus. Sus vidas son ordenadas, viven en cuartos chicos y prolijos, y sus placeres nacen de la sensualidad cotidiana: ducharse, comerse un buen plato de comida o simplemente mirar cómo la luz del atardecer cambia el color de un muro de cemento. Pero al mismo tiempo, en todas sus actividades —que podrían interpretarse como banales— hay una angustia subyacente y amenazante. También existe la posibilidad de interpretar las acciones cotidianas de los personajes de Consiglio como gloriosas. En el sentido de que cualquier acto consciente frente al nihilismo y la inevitabilidad de la muerte es un acto heroico.

Este es el caso con el protagonista de Pequeñas Intenciones, la novela que arranca así:

“Desde que pasó lo que me pasó tuve problemas con cualquier distancia. Ahora que estamos en una habitación chiquitita, de mala muerte, es un esfuerzo para mí ir hasta las ventanas y cerrar los postigos. Tengo un andar de tres metros, y sin embargo me cuesta. Doy un paso firme con la pierna derecha y en seguida arrastro la rigidez de la izquierda".

Aquí se detecta también una indiscutible afinidad con los personajes de Samuel Beckett, frecuentemente limitados por sus dolencias y los pequeñas cuartos que habitan (y exploran, con algo entre la neurosis autodestructiva y el ritual místico). Pero las obras de Consiglio, y Pequeñas intenciones en particular, no son derivativas. Tienen su propia voz. Son mundos propios.

En Pequeñas intenciones conocemos a un narrador que habla en primera persona y que vive en una pequeña casa en Haedo —en el conurbano bonaerense— que heredó de su padre, con un hermano deficiente mental. Ambos subsisten con una pequeña pensión que también heredaron de su padre. El protagonista hace pequeñas changas ya que “se da maña” para arreglar artefactos electrónicos. Si algún día se comen un gato del barrio, preparado con ternura y expertise gastronómica es una pequeña cosa. No es para hacer escándalo.

Pero lo que nos muestra esta novela de Consiglio, si nos dejamos llevar sin prejuicios, es que el mundo más pequeño es una especie de milagro. Y el placer más pequeño —ducharse con una manguera en el patio mirando las estrellas— también es un milagro.
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PALABRA DE AUTOR              
                           
Nos reunimos con Consiglio en un bar en la calle Carlos Pellegrini, cerca del bajo, para charlar sobre su vida como escritor y este último libro.

A primera lectura es un poco tétrica la novela….

 
Es cierto que tiene elementos sombríos, el personaje. Sin embargo yo creo que en un conjunto —esto es mi punto de vista— la novela es bastante luminosa. Y te explico por qué: este personaje es un sobreviviente absoluto. Pero absoluto. Es un tipo que genera una estrategia de supervivencia que está al margen de la estrategia oficial de la supervivencia.

Hay una forma social en la que vos te tenés que comportar: ser feliz, disfrutar, etcétera, etcétera… Pero también, hay formas alternativas. Eso es lo que me seduce del personaje.

Yo veo una intensidad de disfrute que es más poderosa cuando está en el margen… Con muchas menos cosas de las que nos quieren vender podemos llegar a ser enormemente felices, y quizás más intensamente felices que tragándonos el sapo de “¡te hace falta ahora esto!” y con ese tiempo de espera por conseguir esto vivís demorando la intensidad vital del presente.

Igual, pasan cosas en la novela que son bastante cruentas, como el episodio de comer gatos…

 
Pero incluso en eso cruento hay algo de belleza. Yo creo que esta extremación —no se si existe el término extremación— pero este llevar al extremo ciertos recursos se ha convertido en parte de mi ficción. Me parece que es la forma en que le escapo al realismo inmediato, a un realismo socialista que no me interesa laburar. O sea, extremando ciertos recursos…. Yo creo que trabajo una base realista y la quiebro a través de la perversión. O una perversión sexual o una perversión a través de lo cruento. De aplicar la muerte. De generar dolor.

Usted es poeta también. ¿Cómo influye eso en su prosa novelística?

 
Trato de prestarle atención a dos cosas, y en eso soy muy minucioso o muy obsesivo. En principio, escuchar el ritmo del texto. A tratar de prestarle atención a un ritmo interno, a un sonido, a una música de la palabra que tiene que ver con la sintaxis mínima y no con la oración. Y en segundo lugar, con trabajar con ciertas imágenes. Es decir, no solo una cuestión de mera sintaxis o elección de adjetivos, sino también una elección de qué es lo que cuento. De describir una lluvia, o describir a un personaje, o describir ciertas situaciones… Pero tengo que tener cuidado con esto. Tengo que tener cuidado de que todos estos elementos propios del lirismo no quiebren el tono y lo vuelvan demasiado afectado y rompan el verosímil.

Por último, ¿me cuenta cómo elige sus títulos? Y este en particular: Pequeñas intenciones.

 
Me da la impresión que busco una síntesis del texto, de un clima, de un tono… En este caso, lo que pensé era que este título era el mejor retrato de ese mundo que se arma el personaje. El tipo se arma su pequeñísimo mundo y con ese mundo es autosuficiente y se permite la felicidad en un margen. Era adecuado establecer un título que quizás discuta con el sentido total del texto, pero que refleje sí un clima o una aspiración del personaje. 




Fuente: Página12, Revista Ñ.

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