Crónicas Visitar Monk’s House, la casa de campo de Virginia y Leonard Woolf, es una experiencia que participa tanto del más terrenal sentido de la excursión de fin de semana para turistas como de una íntima inmersión en un libro secreto. La casa como un refugio y como un santuario lleno de signos secretos, fetiches y fantasmas donde las mariposas y las piedras son mucho más de lo que parecen, y todos los pasillos y recovecos conducen inevitablemente a un cuarto propio.
Por: Esther Cross
En el vagón de segunda clase, una pareja mayor lee el Sunday Times. El diario habla de la boda de lord Weymouth con una modelo que será la primera marquesa negra de Inglaterra –también es millonaria, pero eso no compensa del todo a la nobleza–. Afuera se ven ovejas lacias, caballos, lomas. Sube una matrona de Marks & Spencer. Entra al vagón un viejo adolescente transfundido al celular. Pasamos Plumptons y nos mecemos de pueblo en pueblo. Algunas cosas cambiaron, pero hace noventa años Virginia y Leonard Woolf también bajaban del tren en esta estación. El cartel dice “Lewes”, hay un guarda detrás del molinete y en el bar no pega dar propina. Se puede llegar a Monk’s House andando 6 kilómetros a campo traviesa. Los taxistas ubican la casa de Virginia Woolf. Viene gente a verla, aunque no tanta. La ruta cruza caseríos. Rodmell es un pueblo chico, descendente. Donde termina Rodmell está Monk’s House.
A fines de la Primera Guerra, Virginia y Leonard Woolf tuvieron que mudarse de Asheham, su primera casa de campo. Después de unos rodeos encontraron esta casa simple, de cientos de años, que bancó añadidos y refacciones. “A pesar del frío y el fuerte viento en contra, Virginia fue en bicicleta a inspeccionar Monk’s House. Los prudentes reparos acerca del tamaño de las habitaciones, la falta de agua caliente, que no tuviera baño y las malas condiciones y humedad de la cocina no minaron el encanto del huerto, los frutales, y el profundo placer por el tamaño, forma, fertilidad y lo agreste del jardín”, cuenta y cita Irene Chikiar Bauer en su excelente biografía Virginia Woolf, la vida por escrito.
Monk’s House se transformó en refugio, opuesto afable de la Londres eléctrica. “Monk’s House –escribió Virginia en 1919– será mi dirección para siempre. Marqué el lugar para nuestras tumbas, donde el jardín se une con la pradera.”
Las cenizas de los Woolf están enterradas a los pies de los olmos que bautizaron con sus nombres, aunque esos árboles ya no existen. Una tormenta derribó a uno, al otro se lo comió una plaga, pero quedaron escritos y ahí están, invisibles y homónimos, junto a los restos de sus dueños, que ahora son su referencia fantasmal.
Desde el jardín
Un señor del National Trust cobra la entrada. Apenas venden una taza con la cara de Virginia, tres postales y libros, sin ánimo de marketing. Lo mejor es inspeccionar el jardín y entrar a la casa por el invernadero, como hacían los Woolf. Las flores brotan del suelo y los muros; forman puentes en el aire. El jardín toca la torre de una iglesia de la Edad Media. Dos mujeres sacan fotos a las plantas y una adolescente saca fotos al azar. Leonard Woolf se dedicaba con placer obsesivo a este jardín. También se obsesionaba con Virginia, la política, la literatura y los perros, en escala variante de graduación, Virginia primera. Hay una cancha de bolos. Hay una huerta y senderos que agrandan la superficie del jardín al caminarlo. De pronto el jardín se abre al campo. “Parece que la tierra siguiera y siguiera para siempre”, escribió Virginia, y salía caminando a seguirla.
El campo cede al valle, con la “habitual vieja belleza de Inglaterra”. Al escribir, desde su silla, Virginia Woolf captaba el valle del río Ouse, el Monte Caburn, Lewes y su castillo. Todo eso ingresaba en su visión periférica. Algunos días el esplendor la angustiaba pero no generalmente. La mayoría de las veces salía de su jardín y entraba en ese espejismo realizado: después lo contaba. Recorrió estos lugares durante más de veinte años. Salía con su perra, poniendo en movimiento el paisaje que veía desde la ventana. Naturalista de Sussex, registró sus cambios de color y carácter. Veía las señales del tiempo en ese mundo rural amenazado, también las marcas de la historia: huellas inmemoriales, ruinas romanas, isabelinas, y los aviones cayendo en picada en la Segunda Guerra, y las sirenas, los vidrios rotos.
Ahora también se ve el valle, pero ella no lo escribe. La entrada viene con una guía impresa y un mapa que llega hasta el río Ouse. Ahí van las señoras que fotografiaban plantas. Patti Smith lo hizo y sacó una foto: el río es oscuro, ancho, temible.
Hay una reposera frente a la cabaña. Es el famoso cuarto propio. Por la ventana se ve la mesa, con papeles y sus anteojos de montura redonda encima, como si hubiera salido un minuto y ya fuera a volver. En el porche, hay sillas que invocan por vaciado la foto de Virginia, sentada con su sobrina, su hermana, su cuñado y Maynard Keynes, en ese mismo lugar.
Cuando los Woolf se mudaron, no había baños en la casa, sólo una casilla externa. Se bañaban en una tinaja en la cocina. Cuando le tocaba, Virginia repetía en voz alta frases del texto de turno para probarle el sonido. Al tiempo construyeron un baño en el piso superior, pero Virginia porfiaba la costumbre y desde abajo, en la cocina, Louie Everest, la mucama, la oía bañarse: “dale y dale, se hacía preguntas y respondía; parecía que había dos o tres personas con ella”. Escribía, caminaba pensando, repetía en voz alta antes de corregir, le daba el texto al marido y releía, considerando su devolución. Así se hacían los libros en esta casa hecha con libros. La señora Dalloway pagó dos baños. Las ganancias de Orlando financiaron la cabaña. Le decían Faro al auto, saludando a su sponsor. Los libros daban trabajo y placer, la casa también. “Me gusta ir en auto a Rodmell un viernes caluroso, comer jamón frío, sentarme en mi terraza a fumar mi cigarro con una o dos lechuzas.”
Las mariposas y las piedras
En el living, una voluntaria muestra un fajo de sobres de Leonard Woolf. Habla de los muebles salidos del Omega Workshop y los cuadros. Es una vecina del pueblo. Su marido tocaba el trombón y una vez fue con la orquesta a un beneficio en el jardín de Monk’s House y estaba Leonard Woolf. También se acuerda de Trekkie Parsons, la mujer que enamoró a Leonard después de la muerte de Virginia. “No –responde–, no la trajo a vivir porque estaba casada, pero ella se instalaba acá cuando el marido salía del pueblo. Era un arreglo que tenían los tres.” El dato, conocido, suena como nuevo por la actualidad renovada del chisme.
En la escalera hay otra guardiana. Le preguntan si las mariposas disecadas son las que le regaló Victoria Ocampo a Virginia y dice que “son un regalo de una escritora argentina” pero enseguida abre una carpeta y enfoca la imprecisión, asiente.
Estas mujeres cuidan algo invisible, aparte de los muebles y los cuadros. Corrigen, con diplomacia, al chanta yanqui o inglés, toleran al monstruo informado. La adolescente que sacaba fotos en el jardín está hipnotizada con un biombo de la cocina, pintado por Angélica Bell para su tía Virginia. La familia elegida y las amistades son otra presencia física en esta casa, como en los libros de la escritora. Las portadas de sus libros tenían dibujos de su hermana, Vanessa. Imprimían los ejemplares en la editorial de la familia. Hay muebles, cuadros y tapices salidos de las manos de sus seres queridos.
En el cuarto de Virginia hay otra voluntaria, joven, sentada a los pies de la cama. No dice nada pero ¡qué bien responde a cualquier pregunta! Muestra los libros de Shakespeare que Virginia Woolf forró con sus propias manos. Un visitante dejó abierto el catálogo de la biblioteca original en la ficha del Tobit Transplanted, de Stella Benson, con los datos de archivo y la dedicatoria: “Querida Virginia: como no puedo darte mi auto, te doy mi libro...”.
Los Woolf fueron adaptando la casa –o al revés– pese a los ratones, la lluvia que entraba por la puerta de la cocina, el frío –dicen que una noche Morgan Forster se quemó los pantalones por adosarse a la estufa–. Virginia festejaba en las cartas y el diario las modernizaciones pero se nota, por las quejas de Morgan Forster, que el concepto de confort siempre fue relativo. Para el fanático, la casa es un libro. Casi todas las cosas quieren decir algo, por algo es fanático.
De nuevo en la entrada, el señor del National Trust regala un folleto con las actividades del año. Hay talleres, charlas en Rodmell, un día para perros en el jardín. Entran dos chicos, seguidos por el padre. Están recorriendo Sussex en auto. El padre dice que vieron afuera un cartel que dice Monk’s House y quiere saber de qué se trata. El tono pone a todos en guardia. El voluntario le dice que ésta era la casa de Virginia Woolf pero la aclaración cae en el vacío. Una señora que hojeaba libros explica que Virginia Woolf era una gran escritora y agrega: “Un día se fue caminando por el jardín, se puso una piedra en el bolsillo, se metió al río y se suicidó”.
El efecto es impresionante, pese a la floja relación entre causa y efecto. “¿Y por qué? –dice el hombre–. ¿Por qué hizo eso?” Acto seguido se enrosca con la mujer en una discusión loca, como si quisiera que lo convenciera de que suicidarse está bien. El señor del National Trust no registra la discusión. Su indiferencia resalta la banalidad del otro. Atiende, como si nada, a dos señoras, cobra, da vuelto y les dice que pueden entrar por el jardín, a través del portón chico de madera que hay al lado.
A fines de la Primera Guerra, Virginia y Leonard Woolf tuvieron que mudarse de Asheham, su primera casa de campo. Después de unos rodeos encontraron esta casa simple, de cientos de años, que bancó añadidos y refacciones. “A pesar del frío y el fuerte viento en contra, Virginia fue en bicicleta a inspeccionar Monk’s House. Los prudentes reparos acerca del tamaño de las habitaciones, la falta de agua caliente, que no tuviera baño y las malas condiciones y humedad de la cocina no minaron el encanto del huerto, los frutales, y el profundo placer por el tamaño, forma, fertilidad y lo agreste del jardín”, cuenta y cita Irene Chikiar Bauer en su excelente biografía Virginia Woolf, la vida por escrito.
Monk’s House se transformó en refugio, opuesto afable de la Londres eléctrica. “Monk’s House –escribió Virginia en 1919– será mi dirección para siempre. Marqué el lugar para nuestras tumbas, donde el jardín se une con la pradera.”
Las cenizas de los Woolf están enterradas a los pies de los olmos que bautizaron con sus nombres, aunque esos árboles ya no existen. Una tormenta derribó a uno, al otro se lo comió una plaga, pero quedaron escritos y ahí están, invisibles y homónimos, junto a los restos de sus dueños, que ahora son su referencia fantasmal.
Desde el jardín
Un señor del National Trust cobra la entrada. Apenas venden una taza con la cara de Virginia, tres postales y libros, sin ánimo de marketing. Lo mejor es inspeccionar el jardín y entrar a la casa por el invernadero, como hacían los Woolf. Las flores brotan del suelo y los muros; forman puentes en el aire. El jardín toca la torre de una iglesia de la Edad Media. Dos mujeres sacan fotos a las plantas y una adolescente saca fotos al azar. Leonard Woolf se dedicaba con placer obsesivo a este jardín. También se obsesionaba con Virginia, la política, la literatura y los perros, en escala variante de graduación, Virginia primera. Hay una cancha de bolos. Hay una huerta y senderos que agrandan la superficie del jardín al caminarlo. De pronto el jardín se abre al campo. “Parece que la tierra siguiera y siguiera para siempre”, escribió Virginia, y salía caminando a seguirla.
El campo cede al valle, con la “habitual vieja belleza de Inglaterra”. Al escribir, desde su silla, Virginia Woolf captaba el valle del río Ouse, el Monte Caburn, Lewes y su castillo. Todo eso ingresaba en su visión periférica. Algunos días el esplendor la angustiaba pero no generalmente. La mayoría de las veces salía de su jardín y entraba en ese espejismo realizado: después lo contaba. Recorrió estos lugares durante más de veinte años. Salía con su perra, poniendo en movimiento el paisaje que veía desde la ventana. Naturalista de Sussex, registró sus cambios de color y carácter. Veía las señales del tiempo en ese mundo rural amenazado, también las marcas de la historia: huellas inmemoriales, ruinas romanas, isabelinas, y los aviones cayendo en picada en la Segunda Guerra, y las sirenas, los vidrios rotos.
Ahora también se ve el valle, pero ella no lo escribe. La entrada viene con una guía impresa y un mapa que llega hasta el río Ouse. Ahí van las señoras que fotografiaban plantas. Patti Smith lo hizo y sacó una foto: el río es oscuro, ancho, temible.
Hay una reposera frente a la cabaña. Es el famoso cuarto propio. Por la ventana se ve la mesa, con papeles y sus anteojos de montura redonda encima, como si hubiera salido un minuto y ya fuera a volver. En el porche, hay sillas que invocan por vaciado la foto de Virginia, sentada con su sobrina, su hermana, su cuñado y Maynard Keynes, en ese mismo lugar.
Cuando los Woolf se mudaron, no había baños en la casa, sólo una casilla externa. Se bañaban en una tinaja en la cocina. Cuando le tocaba, Virginia repetía en voz alta frases del texto de turno para probarle el sonido. Al tiempo construyeron un baño en el piso superior, pero Virginia porfiaba la costumbre y desde abajo, en la cocina, Louie Everest, la mucama, la oía bañarse: “dale y dale, se hacía preguntas y respondía; parecía que había dos o tres personas con ella”. Escribía, caminaba pensando, repetía en voz alta antes de corregir, le daba el texto al marido y releía, considerando su devolución. Así se hacían los libros en esta casa hecha con libros. La señora Dalloway pagó dos baños. Las ganancias de Orlando financiaron la cabaña. Le decían Faro al auto, saludando a su sponsor. Los libros daban trabajo y placer, la casa también. “Me gusta ir en auto a Rodmell un viernes caluroso, comer jamón frío, sentarme en mi terraza a fumar mi cigarro con una o dos lechuzas.”
Las mariposas y las piedras
En el living, una voluntaria muestra un fajo de sobres de Leonard Woolf. Habla de los muebles salidos del Omega Workshop y los cuadros. Es una vecina del pueblo. Su marido tocaba el trombón y una vez fue con la orquesta a un beneficio en el jardín de Monk’s House y estaba Leonard Woolf. También se acuerda de Trekkie Parsons, la mujer que enamoró a Leonard después de la muerte de Virginia. “No –responde–, no la trajo a vivir porque estaba casada, pero ella se instalaba acá cuando el marido salía del pueblo. Era un arreglo que tenían los tres.” El dato, conocido, suena como nuevo por la actualidad renovada del chisme.
En la escalera hay otra guardiana. Le preguntan si las mariposas disecadas son las que le regaló Victoria Ocampo a Virginia y dice que “son un regalo de una escritora argentina” pero enseguida abre una carpeta y enfoca la imprecisión, asiente.
Estas mujeres cuidan algo invisible, aparte de los muebles y los cuadros. Corrigen, con diplomacia, al chanta yanqui o inglés, toleran al monstruo informado. La adolescente que sacaba fotos en el jardín está hipnotizada con un biombo de la cocina, pintado por Angélica Bell para su tía Virginia. La familia elegida y las amistades son otra presencia física en esta casa, como en los libros de la escritora. Las portadas de sus libros tenían dibujos de su hermana, Vanessa. Imprimían los ejemplares en la editorial de la familia. Hay muebles, cuadros y tapices salidos de las manos de sus seres queridos.
En el cuarto de Virginia hay otra voluntaria, joven, sentada a los pies de la cama. No dice nada pero ¡qué bien responde a cualquier pregunta! Muestra los libros de Shakespeare que Virginia Woolf forró con sus propias manos. Un visitante dejó abierto el catálogo de la biblioteca original en la ficha del Tobit Transplanted, de Stella Benson, con los datos de archivo y la dedicatoria: “Querida Virginia: como no puedo darte mi auto, te doy mi libro...”.
Los Woolf fueron adaptando la casa –o al revés– pese a los ratones, la lluvia que entraba por la puerta de la cocina, el frío –dicen que una noche Morgan Forster se quemó los pantalones por adosarse a la estufa–. Virginia festejaba en las cartas y el diario las modernizaciones pero se nota, por las quejas de Morgan Forster, que el concepto de confort siempre fue relativo. Para el fanático, la casa es un libro. Casi todas las cosas quieren decir algo, por algo es fanático.
De nuevo en la entrada, el señor del National Trust regala un folleto con las actividades del año. Hay talleres, charlas en Rodmell, un día para perros en el jardín. Entran dos chicos, seguidos por el padre. Están recorriendo Sussex en auto. El padre dice que vieron afuera un cartel que dice Monk’s House y quiere saber de qué se trata. El tono pone a todos en guardia. El voluntario le dice que ésta era la casa de Virginia Woolf pero la aclaración cae en el vacío. Una señora que hojeaba libros explica que Virginia Woolf era una gran escritora y agrega: “Un día se fue caminando por el jardín, se puso una piedra en el bolsillo, se metió al río y se suicidó”.
El efecto es impresionante, pese a la floja relación entre causa y efecto. “¿Y por qué? –dice el hombre–. ¿Por qué hizo eso?” Acto seguido se enrosca con la mujer en una discusión loca, como si quisiera que lo convenciera de que suicidarse está bien. El señor del National Trust no registra la discusión. Su indiferencia resalta la banalidad del otro. Atiende, como si nada, a dos señoras, cobra, da vuelto y les dice que pueden entrar por el jardín, a través del portón chico de madera que hay al lado.
Fuente: Suplemento Radar
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