Desde la dictadura militar de los setenta las letras argentinas están violentamente atravesadas por la conmoción del dolor, la ausencia y el exilio
El año 1976 fue un parteaguas en la historia argentina. La dictadura que instauró al golpe militar de aquel año fue el régimen más macabro y atroz de cuantos habían campado por el país. “15.000 desaparecidos, 10.000 presos 4.000 muertos, miles de desterrados son las cifras desnudas de ese terror”, escribió en 1977 Rodolfo Walsh. Las cifras desnudas seguirían aumentando, encarnadas en el propio Walsh, asesinado ese mismo año. Otros autores, como Julio Cortázar o Juan Gelman, habían salido del país antes del golpe. No pudieron volver y los que se quedaron vivieron al acecho de la violencia política. La literatura argentina, acostumbrada a tejer su universo estético con la turbulenta materia prima de su historia, quedó a partir de los años setenta definitiva y profundamente atravesada por la conmoción del dolor, la ausencia y el exilio.
“Las marcas de la última dictadura militar pueden rastrearse en las producción de las nuevas generaciones. Todorov sostiene que un país que padeció campos de concentración tiene el corazón comido por los gusanos. Esos gusanos son los que nutren explícita o tácitamente escrituras que simulan tomar distancia de ese período negro”, apunta el escritor Guillermo Saccomanno. El régimen militar promovió una fractura entre un adentro y un afuera. Las voces disidentes debían ser silenciadas o expulsadas. Julio Cortázar, desde afuera, lo definió en 1978 como un “genocidio cultural”. Entre los que se quedaron dentro, Ernesto Sábato respondía que la cultura argentina, con sus limitaciones, seguía adelante. Quizá el autor de El Túnel se estaba refiriendo a artefactos de precisión vanguardista como Cuerpo Velado de Luis Gusmán o Ema la cautiva de César Aira, pero sin duda el mayor recuerdo del antagonismo de aquella época fue la foto de Jorge Luis Borges, Horacio Esteban Ratti, Leonardo Castellani y el propio Sábato compartiendo mesa, mantel y cuchara con el dictador Jorge Rafael Videla.
Esa polarización ya estaba presente a mediados del siglo XIX en un autor como Esteban Echeverría. En su obra El Matadero, considerada el primer cuento argentino, utiliza las escenas de un matadero de Buenos Aires como alegoría de la brutalidad del régimen de Juan Manuel de Rosas. La escritora, dramaturga e hija del exilio Fernanda García Lao apunta otro de los libros seminales para entender el funcionamiento dialéctico de la historia y la literatura argentina: Facundo o civilización y barbarie. “Es una civilización violenta pero también con mucha intelectualidad. Se utilizan herramientas literarias para entender las cosas, como la narración o el relato. La realidad se construye a través de un discurso literario y no al revés. Y siempre hay una dicotomía, nunca es de una sola manera”.
El componente fantástico que marca gran parte de literatura latinoamericana moderna sirvió también en el caso argentino para ser capaz de contar lo que no se puede decir. La obra de Cortázar, desde su exilio voluntario en Francia, fue ganando resonancias políticas ya desde el deslumbramiento que le provocó la revolución cubana. Su cuento de 1977, Segunda Vez, de apenas seis páginas, describe la desaparición de un grupo de personas en circunstancias misteriosas. Pero los personajes no son ya meros cronopios surgidos de los sueños, sino personas reales que viven el horror como algo verosímil y cotidiano.
Bioy Casares, otro de los maestros de lo fantástico, fue contemporáneo de Cortázar. Se alabaron mutuamente, fueron amigos, pero también los separaban profundas diferencias. Bioy nunca sufrió la censura y jamás abandonó su casa porteña donde tan a menudo recibía como invitado a Borges para la cena. “Es un intelectual de cuño conservador, dandístico, más bien apartado del compromiso político, exceptuando su antiperonismo furibundo, igual que Borges. No obstante, su escritura trasunta un interés por la lengua plebeya, por lo popular y una búsqueda de lo cotidiano que se vuelve contradictoria con su antipopulismo”, señala Saccomanno.
De nuevo esa lucha de opuestos juega un papel central en la poesía de Juan Gelman. Su fuerte conciencia política lo llevó viajar a Europa como portavoz del movimiento Montonero, del que luego abjuró. El golpe militar le sobrevino estando en Italia y desde el exilio sufrió el asesinato de su hijo y su nuera y el secuestro de su nieta. Durante los primeros siete años de exilio su voz literaria quedó muda. “Su poesía está atravesada por un tensión entre polos opuestos: la plenitud y lo marchito, memoria y olvido, unidad y desmembramiento, belleza y espanto, lo que arde libre y lo oprimido. Su palabra se juega en un torbellino de fuerzas contrarias”, explica Jorge Boccanera, amigo de Gelman y también poeta y exiliado.
Tras un tenaz y largo trabajo de búsqueda, en el año 2000 se reencontró con su nieta Maria Macarena Gelman, uno de los centenares de niños secuestrados y entregados a matrimonios sin hijos afectos a la dictadura en otro de sus criminales intentos de borrar la memoria. La escritora Ángela Pradelli, que acaba de publicar un libro que recupera la vida de cinco de esos niños, recuerda que “las historias de las personas que han recuperado su identidad nos involucran a todos. Cuentan el derrumbe de un país entero en manos de un Estado terrorista. El quiebre que el robo de niños significó en sus vidas instaló al mismo tiempo una fractura en la sociedad. La herida en el cuerpo y la subjetividad de las víctimas, se cometía también en el cuerpo social”.
Fuente: Cultura El País
Comentarios
Publicar un comentario
Esperamos tu comentario