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Cataratas de Vanoli

Cataratas, editada por Random House, es una rara avis. No por su distopía transhumanista, que ya viene pululando por la literatura contemporánea, a veces de manera tímida y otras de manera fallida;  tampoco por su mirada política sobre el paso dictatorial y los pasados y presente democráticos.  Cataratas es una novela releída, reflexiva y trabajada: algo que no se ve editado habitualmente en la escena literaria actual.

La trama se inicia con Marcos Osatinsky, un becario que es amante de Alicia Eguren, pareja del titular de cátedra y profesor Ignacio Rucci. Un triángulo embebido en la historia peronista- sindical, teórico idealista/pragmática y guerrillera- que sirve de motor para empezar a narrar la incomodidad de un grupo de becarios  del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) que viajan a un congreso de sociología en Iguazú, Misiones.

Las cataratas que nos narra Vanoli tienen asidero en lo real como contexto geográfico, tropical y sensual. Pero son las relaciones obvias- y la sombra de las sutiles- entre la historia política, los consumos culturales, los excesos y los tráficos (de varias épocas) las que hacen que el relato sorprenda.

Cataratas está presentada en seis apartados que organizan la historia. El autor narra lo cuantitativo y lo cualitativo uniendo teoría y método sociológico con una prosa nutrida de un hiperrealismo perverso que mezcla corrupción, codicia, experimentación biológica, parias y exhibicionismo.

Las redes sociales (Google Iris, Twitter devenido en Mao) y la hiperconectividad forman parte indisoluble del universo que propone Vanoli.  Pero a pesar de esas tecnologías, nunca mejor entendidas como herramientas, los cuerpos funcionan como recipientes para enfermedades, mutaciones y como último bastión de la revolución personal; si es que existe tal cosa. Un futuro donde los cuerpos todavía mandan.

Con algunos momentos más volátiles como las riñas de "palomas moscas con hocico de gato" o el reality de Malvinas, que extienden la trama, la novela se desarrolla sólida de principio a fin.

Vanoli apela a guiños constantes con nombres, empresas, marcas y situaciones en las que un maletín con un poderoso experimento biológico y una valija decidirán sobre la vida y la evolución de este grupo de becarios.
Personajes que ya no podrán sostener el relato, que persiste,  de ser sujetos sacralizados de observación y análisis de la sociedad.
 
—¿Cuál fue tu disparador, además de ser sociólogo, para pensar en esta aventura llamada Cataratas?

Hernán Vanoli (H.V.) — Me atraen las novelas con muchos personajes, en general. Con muchas historias, donde pasan muchas cosas, donde el lector puede ir construyendo las geometrías en las que interactúan esos personajes. Después, la elección de los becarios viene por varios frentes. Por una parte, son unos trabajadores bastante precarizados, hay que decirlo, y a mí me interesa hablar del trabajo. También son un grupo social bastante infantilizado por su entorno, una suerte de eternos estudiantes, y me interesaba trabajar el espectro de posiciones que se pueden asumir frente a la beca, frente al sistema de investigación, frente a las tesis, era un mundo que yo conocía bastante bien por mi experiencia personal, y porque muchos de mis amigos son becarios. Entonces, por un lado está esa multiplicidad de posiciones que interactúan. Por otro lado está un desafío que como vos decís es bien de sociólogo, y es que me parecía que el trabajo de becario tiene un ambivalencia radical, al menos en las ciencias sociales, que son el mundo que conozco y sobre el que escribo. Se trata de trayectorias donde el objetivo es la generación de un conocimiento que no tiene porqué servir al mercado, que en un punto pueden pensarse como dispositivos generadores de conocimiento crítico, un conocimiento que siempre se genera colectivamente, en grupos de investigación, con directores de tesis, etc. Pero nunca se entiende bien desde dónde se efectúa esa crítica, ni tampoco se entiende cuál es su relación con el real funcionamiento del Estado.
A veces, el lugar desde donde escribe el becario es verdaderamente un no lugar, un poco tenebroso, también valiente. Después, todo ese costado de construcción colectiva se enfrenta con trayectorias súper individuales, analizadas y evaluadas de formas microscópicas como si se tratase de ciencias duras, y que fomentan destinos ultra conservadores, con un sistema de producción bien neoliberal en un punto, un modo de trabajo muy aislado, sustentado en redes de linaje y contactos personales, un carrerismo que de a momentos se burocratiza. Sabemos además que la ampliación del cupo de becarios es también un efecto de las políticas de desarrollo en ciencia y técnica de este último ciclo político, el kirchnerismo. Los becarios son, en un punto, los cabecitas rubias del kirchnerismo. El modo de vida del becario es un síntoma de nuestra falta de esperanzas en el cambio social vehiculizado por el saber sobre lo social; hace como treinta años Juan Carlos Portantiero ya había dicho que las universidades son playas de estacionamiento para hijos de las clases medias. De hecho la última novela de Piglia, El camino de Ida, es una novela básicamente sobre los mecanismos concentrados de vigilancia y sobre becarios en su senectud; uno de ellos rompe las reglas. Pero yo no pensaba en Piglia cuando escribía, eso fue una coincidencia. Yo pensaba en cómo reescribir La Educación Sentimental de Flaubert en nuestro contexto.
Siempre se trata de reescribir. Me parecía que ese libro, largo, de otra época, aburrido en largos pasajes y en otros demasiado naif, pero sin embargo genial y maravilloso, tiene muchas preguntas para aportar sobre las aspiraciones que puede tener una literatura y sobre las aspiraciones que puede tener una fracción dominada de la clase dominante en momentos de cambio social. Como Frederic, mis becarios son pequeños aristócratas del saber que buscan su destino.

— Decís que a veces el becario escribe desde un no lugar, un valiente; suena a marketing académico…

H.V. — Es que me parece que es una contradicción. Por una parte es un no lugar, es el lugar de la institución universitaria, laica, pública, autónoma, gratuita, la cuna espiritual de la clase media, su gran aparato reproductor a través de las credenciales y de la fe en un ascenso social que por lo general es falso y siempre depende de los capitales heredados –la idea de la meritocracia y el ascenso por medio del esfuerzo es el argumento principal de la Ley de Educación Superior del neoliberalismo, que sigue vigente-, y por otra parte están las trayectorias individuales que intentan sobrevivir en un sistema demente e impiadoso, altamente burocrático y separado de cualquier idea de desarrollo nacional. Quiera o no, el becario cultiva cierta intrepidez para existir en el vacío, y hay muchos que realmente tienen cosas para decir. Ahora bien, habría que empezar por reconocer que una sociedad que te obliga a elegir una carrera,  un destino, cuando tenés 16 años y atravesás la primera de las cuatro o cinco etapas de la adolescencia es un poco criminal. Una vez que una persona elige, muchas veces sin demasiadas otras opciones porque la formación de nuestras universidades públicas es totalmente abstracta e impiadosa, al menos en las facultades de humanidades y sociales, tiene que tener cierta valentía para sostenerla.
Pero esto no significa que yo haga marketing académico, sino todo lo contrario. Creo que a la academia hay que cuestionarla de raíz, como al sistema político, y principalmente a las imágenes de felicidad que nos conforman. 


— Al igual que en Pinamar, donde trabajaste con relatos de la crisis del 2001, en Cataratas se perfilan los relatos que se dan sobre la actividad académica, la política, el marketing,  las redes sociales, el tráfico de la lujuria, el dinero, los agroquímicos, etc. ¿Cómo fue el proceso de construcción de este universo que tiene los tintes necesarios para ser futuro pero que al mismo tiempo se concentran en un presente casi posible?

H.V.— Siempre me obsesionó el lenguaje de la política. Lenguaje del estado, violencia y lenguaje, el lenguaje como partícula elemental del poder. El poder necesita ser contado, y es contado por la Cultura, la Industria, la gilada o como nos guste llamarla, y la literatura es una suerte de contrarelato que vampiriza, horada, deforma. Me interesa el lenguaje del marketing porque creo que es muy performativo, mucho más rico de lo que se cree, y además ese, el del marketing, es el lenguaje de la política en la época en la que me tocó vivir. No hace falta que me refiera a los políticos, y mucho menos a los candidatos presidenciales, para que cualquiera pueda darse cuenta de que el lenguaje del marketing y de la publicidad informa al de la política pero al mismo tiempo es mucho más sensual y sugerente.

La política es la hija boba del marketing, y cuando la política supera al marketing se muestra incapaz de generar su propio lenguaje y se termina sirviendo de lenguajes del pasado. Eso es una tragedia.
Las redes sociales son un ulular constante que sólo puede ser codificado en el lenguaje del marketing; básicamente porque la materialidad de las redes sociales está estructurada para eso. Ahora bien: el hecho de que me interesen los lenguajes no significa que tuviera que escribir una novela aburrida o contemplativa. Por eso intenté unir esos lenguajes, sus rispideces, en una novela de aventuras. Dicho esto, no podía ser una historia pensada desde un realismo clásico o convencional, porque para mí eso no es realismo sino una evocación a los protocolos de lectura de la cultura literaria. Seguro es una limitación, yo siempre quiero hacer realismo y no me sale, porque no me puedo tomar muy en serio lo que pasa, siempre lo siento como la avanzada de algo mucho más siniestro y al mismo tiempo cariñoso y banal. Me interesa más el hiperrealismo, pero no entendido como “muy realista”, sino como un tipo de perspectiva que desborda los protocolos de mirada del realismo convencional sin renegar de ellos. Los personajes de Pinamar tenían otra edad y vivían en un estado de excepción donde el estado era raquítico y ni siquiera podía garantizar el monopolio del lenguaje del dinero –muchas monedas, muchos presidentes, la gente igual de vacaciones-, y hablaban el lenguaje arrebatado de una política crispada. Los personajes de Cataratas viven en un estado de excepción donde el Estado es un actor central en los procesos de construcción de la subjetividad, el Estado engordó, construyó derechos y despachos, intentó enseñar el bien, pero sin embargo apenas puede garantizar la supervivencia biológica, no puede garantizar ni siquiera la privacidad porque se ve desbordado por poderes que lo exceden y con los que tiene que negociar en forma permanente. Entonces el mundo de Cataratas fue surgiendo como un universo paralelo, algo deforme, con elementos exacerbados  como la cuestión de la interfaz corporal de las redes sociales, otros congelados como el parque automotor, otros retrocedidos como el sistema de casinos instalado en las represas hidroeléctricas, pero es un mundo donde principalmente todo se negocia, mientras que en Pinamar las bandas actuaban por fuera de la ley, casi sin ley.


— Los nombres de todos los personajes tienen una intencionalidad muy fuerte (guerrilleros, sindicalistas, peronistas, famosos) como así también los lugares que visitan, las marcas que consumen ¿Desde un comienzo te planteaste esa veta tan ideológicamente visible para la historia?

H.V.— Me encantaría decirte que todo fue pensado desde el principio pero sería una mentira. La cuestión de los nombres no fue desde el comienzo, fue a medida que la historia se desarrollaba y un poco me llevaba por delante. Considero a los nombres muy importantes, por esta cuestión del realismo que veníamos hablando, no le puedo poner Juana Jiménez a un personaje y que no signifique nada, prefiero hacerlo bien artificial y que tenga un sentido. Partí de algunas hipótesis. Por un lado está la cuestión de la farándula en los ochentas, quiénes son nuestros famosos después de la dictadura militar, cuando la Argentina tiene esa enorme voluntad de reconstruir sus instituciones, modernizarse y decir “nunca más”, qué pasa en esa cuerda emocional e inconsciente que después fue recapturada por el canal Volver. Qué pasó en el ecosistema mediático en los ochentas, qué le debemos, hasta que punto la porquería que es la televisión privada argentina hoy es tributaria de eso, me parece que no está pensado. Después, está la cuestión de las generaciones de escritores. La generación mayor a la mía tiene una relación muy sacralizada con los militantes de las organizaciones armadas y los desaparecidos, en un punto se sienten culpables por no haber participado y en otro se sienten agradecidos por haber sido demasiado chicos como para hacerlo. Eso está claro en la última trilogía de Alan Pauls, esa fascinación melancólica y derrotada, pero puede rastrearse en toda una generación y sus maneras moralizantes de abordar el problema, siempre responsabilizando a la sociedad civil por su colaboracionismo, como si los escritores fueran una suerte de conciencia moral progresista de la nación. No obstante, por lo general, compraron el discurso estatal que los construye como víctimas, víctimas del terrorismo de estado.
Y aunque me parece que en un punto es cierta, a mí la figura de la víctima me parece muy problemática. Es una suerte de endiosamiento tanático que impide pensar, y en un punto es solidaria con la teoría que sostiene gran parte de la clase media argentina, más allá de su signo político, y que es que los desaparecidos eran pobres pibes arrastrados sea por las cúpulas, sea por el clima de época, que chocaron contra una maquinaria asesina, el ejército. Sinceramente creo que la dictadura militar fue nefasta, inoperante, torpe y asesina, pero también siento que aquellos que militaban en las organizaciones armadas que pretendían tomar el poder no fueron simples víctimas altruistas, fueron personas conscientes que tomaron decisiones seguro equivocadas, que decidieron matar, que decidieron combatir, que encontraron un sentido a sus vidas en objetivos que trascendían la mórbida acumulación genealógica o el turismo, que estaban fascinadas por la estética de la violencia, pero eran gente de acción, no sólo víctimas con derechos que el Estado tiene que proteger, en una figura que se usa tanto ahora, y me parece necesaria pero insuficiente porque en un punto clausura la discusión sobre la época.
Lo mismo hacen versiones de los setentas supuestamente más frescas pero en realidad más idiotas, que pintan a los militantes como personas que sólo querían coger o desplegar sociabilidad, o que por ejemplo proponen que la actividad de las Madres de Plaza de Mayo fue precursora del spam. No me sorprende, como tampoco me sorprende que la cultura de izquierdas, deplorable y añeja, no haya podido construir una épica en torno a esos combatientes, aunque es obvio porque la cultura de izquierda no cree en la trascendencia, todo termina en la muerte, el Papa es malo, etc. Si se quiere, en el universo de Cataratas los montoneros expulsados de la plaza tomaron un túnel transdimensional y fueron a parar al Conicet –un poco fue lo que pasó, exilio mediante-, con sus contradicciones, sus ambivalencias y su deseo de mejorar las formas de vida preponderantes en su entorno. Por eso elegí figuras centrales en la historia oficial, en la desaparecidología oficial, como puede ser Gustavo Ramus, pero también figuras laterales, cuyas historias no son tan conocidas, militantes rasos muchas veces asesinados en formas crueles, pero que tenían una historia de vida por detrás.


— Ubicás la posibilidad “transdimensional” de los montoneros como becarios Conicet en Cataratas… ¿los integrantes de la organización Surubí, que aparecen en tu texto, qué plano tendrían en transferencia con la historia argentina?

H.V. — El lenguaje es un juego de espejos y de sombras, y lo mismo pasa un poco con lo arbitrario de la nominación. Todos los que apelan a la transparencia, a la verosimilitud basada en un cierto vitalismo a mí me parecen unos estafadores, toman por idiota al lector. Los integrantes de Surubí no tienen ninguna referencia histórica directa, desde ya que no pueden pensarse en paralelo con las organizaciones armadas, ni con los malones, ni con los bandoleros u otras formas de violencia popular. Son otra cosa, en primer lugar porque su rasgo fundamental en tanto grupo es que son una comunidad de enfermos. Se supone que, para delimitar sus fronteras y producir un antídoto capaz de consolidarla ante los ataques exteriores, la comunidad tiene que expulsar a los débiles, producir una explicación para el sufrimiento, una teodicea, y ser capaz de expulsar a los desfavorecidos. Surubí es una comunidad de enfermos –podría decirse: de enfermos que se niegan a asumirse como víctimas-, su doctrina es una ensalada ideológica muy lábil, veneran a Henry David Thoreau (“la desobediencia es el verdadero fundamento de la libertad”), leen el Corán, no tienen un programa o una creencia demasiado articulada, su utopía es defensiva y en cierta manera premoderna aunque con rasgos de millennials; sólo te piden que te infectes, que pongas el cuerpo. Su transferencia con la historia argentina es a futuro, aunque por supuesto tienen algunos repertorios de acción nacionales y populares, como el piquete, o latinoamericanos, como la vinculación con el tráfico de droga.


— Uno de los rasgos descriptivos que se repite es la manera en la que te focalizás en las expresiones faciales de tus personajes ¿Cómo trabajaste esa idea?

H.V.— Me encantan las buenas descripciones de rostros, pero no me salen, todavía las estoy practicando, creo que son uno de los desafíos más lindos del arte de narrar, entonces preferí tomar un atajo y describir sensaciones que van tomando el poder en las facciones, y en especial esos momentos donde la vacuidad del universo y los interminables momentos de espera y desasosiego que nos conforman se nos pegan en el rostro y conforman la expresión facial neutra.


— Leer Cataratas lleva inmediatamente a Huxley pero también a todo un batallón de películas como Gattaca, Brasil, Doce Monos, Matrix, etc ¿hay influencias directas del cine en tu escritura?

H.V.— Totalmente. Consumo todo el cine de ciencia ficción que puedo. Desde lo clásico hasta lo nuevo, me gusta mucho también el trabajo sobre los géneros del cine coreano y del cine japonés. Trato de pensar lo que escribo como películas, o en realidad en diálogo con las películas. Creo que la literatura es superior a los modos de entretenimiento audiovisual, pero debe escribirse en tensión con ellos. Tiene que intentar superarlos, o al menos hacer cosas que no pueden, y creo que en ese punto lo clave es el trabajo con el lenguaje, obvio, pero también con la ideología. Si voy a escribir un libro que es como una película pero más aburrido bueno, ahí hay un problema. Si creo que soy un artista visual que trabaja con palabras, otro problema. La autonomía no existe, pretender que la literatura es un refugio del entorno mediático es conservador. Tiene que ser un revulsivo. Y por supuesto que tiene que incluir un cierto nivel de abstracción que en el entretenimiento audiovisual no existe y sí es importante en las artes visuales. La poesía tiene eso. Pero, y esto es una cuestión de gusto personal, prefiero que la narrativa se parezca más al cine que a otras artes.

— Hace unos años, en una entrevista con Ana María Shua, señalaste que  "Si no hay violencia, si  es una literatura que te pone en un lugar muy cómodo, no funciona" ¿sentís que con Cataratas pudiste lograr esa incomodidad?

H.V.— No lo sé, al menos yo me sentí bastante incómodo escribiéndola y eso es algo. Incómodo porque si bien yo ya no trabajo más en el sistema académico le reconozco muchas cosas, me formó y de ese sistema participan personas muy valiosas. Es un lugar extraño, mi familia, mis amigos pasaron o están en ese sistema. Quizás algunas personas del CONICET se sientan incómodas, quizás algunos becarios, no lo sé, yo no escribí para eso. No me interesa incomodar a personas. Me interesa interrogar dinámicas sociales e institucionales, creo que en el fondo eso es mucho más incómodo, y aunque no haya respuestas deja algo.
El otro día un amigo editor, que fue al Colegio Nacional de Buenos Aires, sobre el cual la novela hace bastantes comentarios, me pasó un link del diario Le Monde que contaba que en Japón estaban cerrando las carreras de humanidades y de ciencias sociales porque consideraban que estaban fuera de época y no servían para nada. Bueno, yo creo que los japoneses, un pueblo al que admiro, son un poco drásticos, y desde ya que jamás creería que hay que cerrarlas. Quizás subordinarlas en serio al modelo de desarrollo que elige el país, quizás integrarlas de otra manera con las necesidades del estado, quizás generar un polo de alto desarrollo en teorías sociológicas, pero cerrarlas no. Es una discusión, y por supuesto que es incómoda, fijate que nadie, ningún político, ni siquiera el kirchnerismo en diez años, ningún candidato se atreve a tocar a la educación superior pública, al CONICET, son totems en la buena conciencia, parte de la identidad del “país de clase media” que somos. Creo en el poder redentor de la violencia, y creo en que discutir consensos- desde el plano de la fantasía- incomoda mucho más que “narrar las grietas de la propia clase social” desde protocolos que se regodeen tanáticamente en las fallas de la moralidad pequeñoburguesa a través de un realismo soso, o que invoquen a un reviente adolescente como fuente de una supuesta sabiduría conservadora.

— ¿Podemos pensar en Cataratas como una distopía transhumanista?; ¿Una fábula del  peronismo y guerrilla CONICET?

H.V. — A pleno, me gusta esa lectura que proponés. Una distopía –siempre en tensión con las utopías sociales, que son casi el único tema que me apasiona- y una fábula –en el sentido de una estructura simple y opaca a la vez, un tratado sobre las pasiones-. Y el peronismo, claro, que sigue siendo el gran tema, el Estado y el Peronismo, sus distancias, sus superposiciones, dos máquinas de guerra solapadas. El Peronismo es un acelerador de partículas narrativas capaz de vendernos que la guerrilla fue llevada a cabo por víctimas del terrorismo de un Estado que ahora es una enorme enfermera dadora de derechos y propulsora de la dignidad del trabajo. La construcción me resulta fascinante, desde luego que no la compro, pero es notable.


— Sos lector, crítico, escritor y editor ¿Cómo ves cada uno de esos espacios en la actualidad?; ¿Cuál es el proyecto cultural desde el que escribís? 

H.V.— Como lector, creo que se lee mucho, que el lector en general es muy paciente, y que cada vez hay más estímulos cada vez más complejos, y que un lector es no sólo un hermeneuta sino un administrador virtuoso de sus tiempos, porque todo el tiempo encuentro cosas que me interesan y lo importante, me parece, es organizarse. Me gusta leer divulgación científica y leer el discurso de las marcas, porque las marcas están en todas partes, son religiones en el clóset, como la literatura también lo es.
Como escritor, creo que todo el mundo escribe, que mucha gente lo hace muy bien, y que lo que hace falta es más discusión. En Twitter hay un chiste muy resentido que dice que hay más talleres literarios que escritores. Como todo chiste tiene una parte de verdad, pero creo que en realidad faltan más buenos talleres literarios, buenas escuelas de escritura ficcional, y buenos talleres de lectura y espacios de discusión; los que en general hacen ese chiste son poco capaces.
La literatura argentina, en general, no me gusta, la tolero como se tolera a la familia. Con respecto a la edición, bueno, es un poco largo el tema, yo estoy muy contento con el trabajo de edición que hago en Momofuku con Lolita Copacabana, a paso lento pero firme, y el papel en este país es carísimo porque hay un oligopolio muy ineficiente y un sistema industrial muy atrasado que tienen protección estatal.
Mi proyecto cultural como escritor es, en el plano personal, tratar de superarme libro a libro, y esto me requiere mucho tiempo, esfuerzo, sufrimiento y concentración, que desde luego no valen la pena en términos económicos, pero sí valen la pena en los términos de que la literatura como actividad vital tiene algo muy hermoso, casi religioso, es una manera de imaginar mundos, de combatir la estupidez propia, de suscitar emociones y discusiones que uno, espera, puedan de alguna forma intervenir en la imaginación pública para enriquecerla y densificar las experiencias de lo político, de la vida cotidiana, del consumo, de la tierna y peligrosa complejidad que tienen las relaciones humanas.

Fuente: Mariana Kozodij

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