Hace años que el argentino Fabián Casas (Buenos Aires, 1965) viene reuniendo en España seguidores de su poesía y, como suele suceder, esos seguidores aumentaron cuando el escritor comenzó a publicar novelas. Es probable que el conocimiento casi confidencial de Casas entre los lectores españoles experimente un salto muy notable con la aparición de su última novela, Titanes del coco (Random House), título que alude irónicamente a unos célebres y televisivos combatientes de lucha libre.
En una primera aproximación, Titanes del coco tiene como argumento el mundo del periodismo, el ambiente de las ya desvanecidas redacciones propensas a la noche, el tabaco y el alcohol, con su pintoresco y desgarrado zoo humano de periodistas de halo mítico y peliculero, que se mueven entre el difícil equilibrio personal y los resbalones vitales.
El joven y hasta el momento irrelevante, aunque prometedor, periodista Andrés Stella es elegido por su jefe para integrar el equipo de un proyecto secreto con el que hacer frente a la competencia, un suplemento nuevo que pondrá el acento en la investigación y que, en primera instancia, abordará el caso de Ernesto Galarraga, preceptor de un colegio e individuo con aura de líder sectario, sobre el que pesan sospechas por el suicidio y el secuestro de sendas alumnas.
Un ambiente, una fauna y, desde el principio, como vector de la trama, la investigación sobre un personaje y sus oscuros rasgos. Por si esto fuera poco, otro nervio electrizado recorre y agita la novela de Casas, los compulsivos y escatológicos amores de Stella con la imprevisible y peculiar Blanca Luz.
Pero Titanes del coco no es, ni mucho menos, una novela lineal, sino, por el contrario, una tela de araña en la que, aspirando casi a la independencia, convergen y se suceden en capítulos cerrados y abiertos a la vez un montón de personajes e historias, de voces, épocas y escenarios, hasta de estilos –del informe al diario- narrativos.
Ningún problema. Con gran habilidad y pericia técnica, Casas ensambla perfectamente su “puzzle”, lo hace comprensible y abarcable en sus costuras, transiciones y saltos. La novela se convierte en un menú largo y estrecho, y muy variado, lo cual incluye la comparecencia de comentarios y citas de figuras literarias y artísticas como el poeta limeño Javier Heraud (1942-1963), abatido a tiros por el ejército de la dictadura peruana en una acción contra la guerrilla de la que formaba parte.
Con la poesía y los poetas también en el meollo del asunto, Casas convoca en su relato a nombres conocidos del panorama poético argentino, cambiando, en ocasiones, sus nombres reales por otros de su invención.
Entre la realidad y la invención loca transcurre Titanes del coco, una novela relativamente breve, pero de prosa muy apretada, en la que Casas no desperdicia una sola línea ni una sola palabra para consumar un texto y una textura tan pirotécnicos como sometidos a férreo control, pródigos en hallazgos verbales y en imágenes potentes.
En una desmelenada fiesta de cumpleaños, muy concurrida por poetas, la madre del anfitrión viene avisando a su hijo –Lamadrid, también poeta- del extraño comportamiento de Cachito, un vecino trastornado por la infidelidad de su mujer, hasta que…”Cachito se ahorcó, Cachito se ahorcó, gritó la madre. Todos, hasta los gatos, quedaron paralizados un segundo. Lamadrid corrió hacia la medianera y se colgó de ella para ver qué le pasaba a Cachito.Todos lo siguieron, trepando, excepto el padre, que, al lado de la parrilla, movía lentamente el fuego de los carbones. Cachito estaba tirado en el piso, con una soga en el cuello y una silla verde, de plástico, a su lado, también volcada. Ni ésa le había salido. Se había querido ahorcar, pero se le cortó la soga cuando partió la silla. Apenas golpeado, Cachito aceptó los mimos que le dieron los que cruzaron la pared para levantarlo y aceptó participar del cumpleaños, que, después del ahorcamiento, se había reanudado. Permaneció durante gran parte de la noche sentado en un costado de la larga mesa, entre Darío Lojo y Laura Wimpi, cabizbajo al principio –se acababa de ahorcar-, pero ganando confianza a medida que su desgracia se metabolizaba con la jarana general”.
He aquí una pequeña viñeta independiente, como tantas en el libro. Y he aquí el constante humor de Fabián Casas, inmisericorde, dispuesto a mezclarse con la negrura y el patetismo, entre el absurdo y el expresionismo esperpéntico. Cachito, que no da una, ha fallado en su intento de suicidio, pero, en fin, se incorpora a la fiesta cumpleañera que se reanuda. Al principio, cabizbajo, como es natural, pues –fogonazo de humor en la seria y circunspecta acotación- “se acababa de ahorcar”.
Fuente: Manuel Hidalgo. El cultural.
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