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Cuentos en el blog. Hoy: Diego Muzzio


Las esferas invisibles





Y si bien en muchos de sus aspectos este mundo visible parece hecho en el amor, las esferas invisibles fueron creadas en el terror.

Herman Melville
Moby Dick




EL INTERCESOR   (fragmento)

Una primera ojeada al lugar bastaba para comprender que era el diablo el autor de aquel espectáculo.

Joseph Conrad

El corazón de las tinieblas



En 1871, año en que la fiebre amarilla devastó a la población de Buenos Aires, fui designado auxiliar en Nuestra Señora de Belén, en la parroquia de San Pedro Telmo. Corrían tiempos difíciles. De pronto, todos recordaron a Dios, todos se declaraban cristianos. En el momento crítico de la epidemia, una multitud de desesperados se agolpaba a las puertas de la sacristía, y desplegando ruegos, llantos, lisonjas, sobornos u amenazas, cada cual intentaba arrastrarme junto al lecho donde un agonizante aguardaba la extremaunción. Los apestados se iban en vómitos y diarreas mientras, instigados por el terror, susurraban a mi oído sus pecados. Yo era un sacerdote joven; me encontraba en la plenitud de mis fuerzas, en el punto más alto y sensible de mi fe. Porque la fe -incluso para los que hemos decidido dedicar nuestras vidas al servicio del Señor- varía como el dibujo de las nubes en el cielo.

La noche del 10 de abril (recuerdo bien la fecha porque aquel fue el día en que la peste cosechó más víctimas), una anciana se presentó pasada la medianoche. Llevaba la cabeza cubierta con una mantilla negra, y sus ojos,

de un celeste casi transparente, eran pequeños e inquietos. Me dijo que su hermano se moría y que había pedido la presencia de un sacerdote. Yo acababa de regresar. Hacía dos días que no dormía ni me lavaba. Le rogué que me diera tiempo de asearme y cambiar de ropa, y luego emprendimos la marcha a través de las calles desiertas.

El espectáculo que ofrecía la ciudad era desesperanzados Frágiles ataúdes se amontonaban en las veredas a la espera de alguno de los carros de recolección de difuntos que circulaban por las calles. En pocos días, el precio de los féretros se triplicó. Aquellos sin medios para adquirir uno, envolvían a sus muertos en sábanas, mantas o ponchos y los abandonaban en las esquinas. A causa de la precipitación y el miedo, se enterraban

personas vivas. En el sur, una muchedumbre vindicativa incendiaba conventillos y orfelinatos, señalados como focos de infección. No había autoridad alguna. Los pocos médicos que quedaban no daban abasto para asistir a la población. Algunos creían hallarse en el final de los tiempos, a las puertas del Juicio. En algún momento, lo confieso, llegué a pensar lo mismo.

La mujer, que hasta entonces me había guiado en silencio, se lanzó a hablar de pronto de manera atropellada y un tanto incoherente. Dijo que su hermano había vuelto del desierto como muerto, con el cuerpo y el alma mutilados; dijo que no sabía por qué quería ver a un sacerdote, siendo que su hermano había renegado de Dios; y dijo que era un viejo cruel y blasfemo, que durante años la había humillado y maltratado, y que, sin embargo, jamás había podido escapar a su influjo; dijo que ella era su esclava; y que la culpa de todo era del Tirano y del desierto y de la oscuridad. De improviso, la mujer detuvo su marcha y, en un susurro, agregó: "y también de los demonios”. Enseguida se puso de nuevo en camino y ya no volvió a hablar. La vivienda era modesta, sobria, de un solo patio. La mujer me señaló una puerta entornada por la que se colaba una franja de luz. Luego, sin que yo la escuchara alejarse, desapareció. Recuerdo haber percibido la humedad del aljibe, al pasar junto a él, y el perfume de una Santa Rita que se adhería al muro del fondo. Con la punta de los dedos empujé la hoja de la puerta y entré.

El cuarto era exiguo, casi desprovisto de mobiliario: una silla, una mesita de noche, el candelabro y la cama en la que yacía el enfermo. Se trataba de un anciano flaco y reseco, con un rostro de ángulos abruptos, como tallados a hachazos. Estaba a medias sentado, cubierto con una sábana que le llegaba a las axilas, la espalda sobre las almohadas, los ojos cerrados y la cabeza apoyada contra el respaldo de la cama. Pensé que había llegado demasiado tarde, pero entonces oí el sonido acompasado de su respiración. Me llamó la atención la ausencia de un recipiente destinado a la recolección de vómitos y heces, y la blancura de las sábanas, de las que ascendía un discreto perfume de lavanda. Me sentí engañado. La amplitud del desastre era tal que, en aquel momento, no se me ocurrió considerar la posibilidad de que una persona pudiese estar muriéndose de otra enfermedad que no fuera “el vómito negro”.

-Buenas noches, padre...

La voz grave del viejo me tomó por sorpresa. Era áspera y salía de su garganta con dificultad, como arrastrándose.

-Me llamo Francisco Vidal -dijo.

Como respuesta, mascullé mi nombre. Vidal detectó mi indignación; enseguida explicó:

-Mi hermana no le ha mentido...

Con un movimiento de la mano derecha, retiró la sábana que lo cubría.

Estaba desnudo. Del lado izquierdo del vientre, bajo la hilera de costillas, un bulto de tamaño considerable le tensaba la piel. Volvió a taparse, pero antes no pude dejar de reparar en sus piernas, su vientre y su pecho, surcados de cicatrices blancas y sinuosas.

-Me dicen que la peste recorre Buenos Aires -comentó luego, casi risueño-:

la imagino como una serpiente gigante que brota desde las profundidades del río. A veces, como un hombre con cabeza de pájaro que se introduce con sigilo en las casas. Pero aquí, padre, aquí no entrará... Sus ojos seguían cerrados. Supuse que esperaba un comentario, una pregunta, y, deliberadamente, guardé silencio. Tomé la silla y me senté junto a la cama. Mientras desenrollaba la estola, pregunté:

-¿Quiere que lo escuche en confesión?

Vidal tardó en responder.

-Padre, mis pecados son imperdonables.

-La Misericordia del Señor es infinita.

-¿Usted cree? -preguntó, y lanzó una carcajada que fue cortada de cuajo por un acceso de tos.

Vidal suspiró y, luego de unos instantes de silencio, dijo:

-¿El Señor perdonará al capitán Robustiano Reyes los repetidos abusos a los que sometió a sus dos hijas?

En un primer momento, no comprendí de qué estaba hablando. Vidal

prosiguió, imperturbable:

-¿Y a Godoy lo redimirá de los desfalcos cometidos a su socio, que es también su hermano? ¿Y a Eleodora Demaria la disculpará por haber empujado al suicidio a su prometido, al abandonarlo por otro candidato con mayor fortuna? Siguió citando nombres y pecados, y entonces, con una mezcla de pánico e incredulidad, caí en la cuenta de que Vidal estaba enumerando las confesiones de los moribundos que yo había asistido a lo largo del día.

-Tal vez el Señor no tenga una idea tan laxa del perdón -concluyó, y, sin darme tiempo de preguntar nada, agregó-: ¿qué cree, padre?, ¿lo perdonará su Dios, llegado el momento, cuando el gallo cante para usted?

Quise ponerme de pie y salir de allí. Quise regresar a la noche, a las callesapestadas, olvidar que alguna vez había entrado en esa casa. Y, sin embargo,

no podía moverme de mi silla.

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