De la
fundación mítica a la pérdida en el
laberinto
A menudo se le atribuye a
Borges la etiqueta del autor cosmopolita y universal, de alguien
que ha dedicado poco espacio a la realidad argentina dentro de su
obra, centrado más en los juegos metafísicos, las
variaciones literarias de algunas metáforas esenciales, las
cuestiones del tiempo, del infinito, o a los avatares de las
religiones heterodoxas. Se le ha acusado de cosmopolitismo
desarraigado, de escribir una prosa antiargentina, sin matices
nacionales. Sin embargo, Borges, en “El escritor
argentino y la tradición” argumenta que la
tradición argentina es toda la cultura
occidental.
En este trabajo retomamos
algunos de los motivos que de primera vista se podrían
caracterizar de locales o nacionales y que aparecen en la primera
obra del autor. En primer lugar, la ciudad: el reencuentro del
joven poeta con los barrios de su ciudad, vistos con los ojos de un
vanguardista (influido por el ultraísmo y el expresionismo),
recién llegado de Europa. En segundo, el tango y sus
figuras: el recurso a ―como también la
valorización desproporcionada de― personajes poco
canónicos y de fuerte color local (malevos, compadres,
cantores del arrabal), para crear, por medio de una estética
novedosa, un pasado heroico al que se mira con nostalgia. En tercer
lugar, el desafío cuya culminación es el duelo: la
ciudad mítica y los personajes de los primeros tangos
persisten en la obra posterior de Borges, en cuentos como “El
Sur” o “El fin,” y permiten al autor reescribir
la tradición argentina a partir de dilemas universales: los
desdoblamientos del yo, la pérdida en el laberinto, los
juegos con el infinito, los libros y el mundo.
1. La ciudad: fundar es
inventar la memoria
¡Qué lindo ser habitadores de una ciudad que
haya sido comentada por un gran verso! Buenos Aires es un
espectáculo para siempre (al menos para mí) [...]
Pero Buenos Aires, pese a los millones de destinos individuales que
lo alborotan permanecerá desierto y sin voz, mientras
algún símbolo no lo pueble.
Borges, El
tamaño de mi esperanza
La ciudad se podría
percibir como una condensación, tanto simbólica como
material, del cambio y por lo tanto, puede ser exaltada o
criticada. Artefacto humano, lugar de hábitat, forma
privilegiada de interacción social, es portadora de la
cultura en un sentido amplio, y lleva en sus entrañas,
acumulados y sobrepuestos, múltiples estratos temporales:
los ingredientes de una memoria colectiva, individual, nacional.
Como un escenario en el que desfilan los fantasmas de la
modernidad, la ciudad es la máquina simbólica
más poderosa del mundo moderno (Sarlo, Borges
9).
Como es sabido, en los
tiempos de la colonización del territorio americano, las
ciudades se fundaban a través de una doble ceremonia formal:
por un lado la de la espada y la cruz y, por el otro, la del acta
del escribano que redactaba la escritura, a la vez testimonio y
asiento de la nueva ciudad. De la misma manera diríamos,
parafraseando a Borges, que toda ciudad, pese a los millones de
destinos individuales que la abarrotan permanecerá desierta
y sin voz mientras algún símbolo no la pueble. Su
fundación no es sólo un hecho material sino
también un hecho social y poético que tiene que ver
con su constitución como elemento de memoria viva. Memoria y
olvido se relevan así en materias primas de toda ciudad y
aún más de una ciudad como Buenos Aires que, sin el
bagaje histórico de Londres o París, tantas veces ha
tratado trasvestirse como una réplica de las
metrópolis europeas.
A Borges le
preocupó siempre la cuestión del origen del universo,
la construcción primordial del cosmos y su ciudad es
también un rincón del universo que para existir tiene
que ser nombrado y poblado por seres de cierto valor en el
imaginario colectivo: seres míticos, legendarios.
Sólo de esta manera alcanzará un estatuto
ontológico. “La provincia sí está
poblada: allí están Santos Vega y el gaucho Cruz y
Martín Fierro, posibilidades de dioses. La ciudad sigue a la
espera de una poetización” (Borges, El
tamaño 126). El poeta se vuelve, así el hacedor
por antonomasia, insuflando el ser a las cosas y a los seres.
Buenos Aires forma parte de este universo también y para
existir tiene que ser nombrado.
¿Y fue por este
río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a
fundarme la patria?
Irían a los tumbos
los barquitos pintados
entre los camalotes de la
corriente zaina. [...]
[...] Prendieron unos
ranchos trémulos en la costa,
durmieron
extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos
fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y
en mi barrio: en Palermo.
Una manzana entera pero en
mitá del campo
expuesta a las auroras y
lluvias y suestadas.
La manzana pareja que
persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano,
Paraguay y Gurruchaga. [...]
(Borges, “La
fundación mitológica de Buenos Aires,”
Textos 239)
Borges emprende,
así, la tarea de hablar sobre los orígenes, de
edificar la ciudad-mito a partir de una memoria en gran parte
inventada, planteando el principio de las cosas como si hubiera
asistido a ese momento fundacional. El poeta ultraísta crea
una memoria urbana como si fuera desde la nada, dejando
atrás toda otra narración que hubiera podido servirle
de precedente.[2] Y es rescatando lo cotidiano
―esquinas, calles, patios, atardeceres― como encuentra
los ingredientes del mito y de una épica porteña la
cual, a su vez, proyecta e imprime para siempre sobre estos
elementos materiales del espacio.
Vi las casas
azules
Vi las casas que tienen
colores de aventura.
Eran como
banderas
Y hondas como en naciente
que suelta las afueras.
Las hay color de aurora y
las hay color del alba;
Su resplandor es una
pasión ante la ochava
De la esquina cualquiera,
turbia y desanimada. (Borges, “Casas como
ángeles,” Luna)[3]
La ciudad de Borges es
más bien chata con esquinas humildes, con patios que
permiten al cielo invadir la casa, y está en armonía
con el paisaje pampeano que la rodea. La parte preferida del poeta
es el suburbio: la periferia, el conjunto de casas insignificantes
que invaden poco a poco los baldíos libres y el espacio
vacío del campo. El lector se vuelve, de esta forma,
espectador de la obstinación de Borges en buscar la memoria
de la ciudad poscolonial de su infancia. Una memoria que es, por lo
menos en parte, ilusoria ya que, como es sabido, el poeta vuelve a
Buenos Aires después de haber pasado los años
cruciales de la adolescencia en Europa. Además, el hecho de
que nunca trató de abrazar la ciudad en su totalidad, sino
que hizo una selección de escenas modestas, criollas,
según él más auténticas, es una actitud
que sin duda tiene que ver con la experiencia europea del poeta
(Wilson). Borges establece así un contraste entre la
modernidad presente en otros poetas vanguardistas de la
época (como Girondo o González Lanuza), incluso
contra la fascinación que demuestra el ultraísmo con
respecto a los inventos de la modernidad (trenes, aviones,
semáforos eléctricos, calles asfaltadas), adoptando
un tono nostálgico, confesional. Sin embargo, su lenguaje
depurado de transiciones y de la adjetivación decorativa,
dando prioridad a la metáfora que crea cortos circuitos de
sentido y deja brotar a la imagen, lleva a la producción de
“una mitología con elementos premodernos pero con los
dispositivos estéticos y teóricos de la
renovación”. (Sarlo, Una modernidad
103).
La memoria incluye una
doble intencionalidad: la de imaginarse, es decir dirigirse hacia
lo fantástico suspendiendo la posición de la realidad
(le donné-absent), y la de recordar, es decir,
dirigirse hacia una realidad anterior (le
donné-présent au passé). Entre estas
dos instancias, la imaginación y el recuerdo, la doctrina
platónica de la imagen (eikon) establece un elemento
en común: la representación presente de una cosa
ausente (Ricoeur 8, 53-54, 65). En este sentido la memoria
busca restituir la presencia de una cosa ausente al mismo tiempo
que presupone su ausencia; aspira, entonces, a la presencia a
través de una ausencia y nace en el punto de
disensión entre la inmediatez de la experiencia y la
mediación de la evocación. Tal proceso implica la
definición de dos momentos temporalmente separados: el que
se define como anterior y el que se define como posterior (Ricoeur
19).
Buscando lo ausente en lo
presente, se arma el locus de la memoria: a veces una ciudad
de paisajes líricos y frágiles, otras una Buenos
Aires densa, misteriosa y dura, no conmovedora sino oscura, un
escenario de turbias historias (Zito 34-35). Memoria
histórica y propia mitología urbana del poeta optan
por escenas particulares componiendo un panorama de esquinas,
patios, colores de atardeceres y sombras, sugiriendo personajes y
paisajes que se imponen y definen la ciudad a través de una
mitología que busca el lenguaje más adecuado. La
fundación es también un proceso
lingüístico: ¿Cuál es la lengua que
más le corresponde a Buenos Aires: el idioma de Cervantes y
de los primeros colonizadores? o ¿el habla local de la
mezcolanza? De Cuaderno San Martín a Luna de
enfrente el lenguaje fundacional se desplaza de un polo al
otro.
La función de la
memoria en la fundación borgeana de Buenos Aires surge
entonces a través de una relación triple entre
ciudad, palabra y memoria: la ciudad no existe sin ser nombrada
(poetizada, cantada, literaturizada), sin ser fijada por la
palabra, el logos poético, que restituye una memoria
tanto evocada como inventada. El logos poético le
devuelve a la ciudad su memoria, salvándola de la
inexistencia y de la muerte, introduciendo en el presente lo que
estando ausente corre el peligro de un desvanecimiento definitivo:
la sumersión en el olvido.
2. Tangos: poblar a la
ciudad fundada
El tango es la
milonga argentina más divulgada, la que con insolencia ha
prodigado el nombre argentino sobre el haz de la tierra. Es
evidente que debemos averiguar sus orígenes y prescribirle
una genealogía donde no falten ni la endiosadora leyenda ni
la verdad segura.
Borges,
“Ascendencias del tango”
La ausencia que presupone
la memoria restituida a través de los versos de Borges se
resume entonces en una negación doble. Primero, es la
negación de la acelerada transformación de Buenos
Aires en una megalópolis caótica.[4] Es la ausencia del referente como
presente, como experiencia inmediata. Nombrando paisajes y
personajes se intenta seguir las pistas de una ciudad que se esfuma
y se transforma velozmente en un monstruo, en masa sin forma ni
límites, que se extiende hacia todos los lados, que pronto
tomará la forma de la urbe descrita por Raúl
Scalabrini Ortiz, la de los rascacielos, de los hijos de
nadie, del hombre de Corrientes y Esmeralda, una ciudad en la
que ya no se podrá recordar ningún origen. Segundo,
se trata de una forma de esquivar la versión
objetiva-oficial de la historia. En “Fundación
mítica de Buenos Aires,” Borges no se preocupa por
forjar el lugar primordial de un núcleo bonaerense
histórico, sino la manzana de su propia casa en Palermo,
rodeada por las futuras calles que la generaron: los cuatro
horizontes de las calles Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga,
que se extienden dejando atrás el núcleo central de
la urbe de rascacielos, grandes avenidas y multitudes, para salir
al encuentro del campo y, a la vez, imponerse sobre éste. Se
trata de una memoria que remite a la cohabitación
plácida entre campo y ciudad; no se agota en la
descripción selectiva de sitios sino que es
acompañada por incidentes y actos, a menudo heroicos, que
ocurren entre los personajes que pueblan los lugares.
Casas de Buenos Aires
con azoteas de baldosa o de cinc, huérfanas de torres
excepcionales o de briosos aleros, comparables a pájaros
mansos con las alas cortadas. Pero ¿qué importa? En
una de ellas murió Evaristo Carriego, el hombre que dijo:
“El ciego / evoca memorias de cosas / de cuando sus ojos
tenían mañanas” (Borges, “Buenos
Aires,” Textos 103-104).
El periodo
histórico patrio sacralizado por Borges, por medio de los
trucos de la negación y de la nostalgia, abarca las
décadas finales del siglo xix y las dos primeras del
siglo xx. Es en el arrabal, esta zona indecisa entre urbe y pampa
(un tipo de pampa transformada), donde el poeta sitúa el
alma de su ciudad. Y otra vez, la preocupación por el
origen, lo lleva a emprender, paralelamente a la fundación
de la ciudad, una genealogía del tango, según la
misma lógica: juntando la “leyenda endiosadora”
con la “verdad segura.” Se fija en figuras menores y en
versos olvidados no solamente para rescatar a la leyenda sino
también para crearla.
Nació en los
corrales viejos,
allá por el
año ochenta.
Hijo fue de una
milonga
y un “pesao”
del arrabal.
Lo apadrinó la
corneta
del mayoral del
tranvía,
y los duelos a
cuchillo
le enseñaron a
bailar.[5]
Saca a la luz y valora de
un modo hasta entonces inédito los versos de los cantores de
arrabal como Miguel A. Camino, a quien se “atribuyen los
versos citados, o Evaristo Carriego al cual llama “un
enterriano tuberculoso y casi genial que miró al barrio con
mirada eternizadora” (Borges, “Carriego y el sentido
del arrabal,” El tamaño 27). Tal proceso de rescate del pasado coincide con la
apreciación de Bergson, según la cual
“Pour
évoquer le passé sous forme d’images, il faut
pouvoir s’abstraire de l’action présente, il
faut savoir attacher du prix à l’inutile, il faut
vouloir rêver”
(Bergson 87).
¿Dónde
estarán aquellos que pasaron,
Dejando a la epopeya un
episodio,
Una fábula al
tiempo, y que sin odio,
Lucro o pasión de
amor se acuchillaron?
Los busco en su leyenda,
en la postrera
Brasa que, a modo de una
vaga rosa,
Guarda algo de esa chusma
valerosa
De los Corrales y de
Balvanera. (Borges, “Tango,” Obra poética
114)
Siguiendo a Bergson,
por medio de la abstracción y del ensueño, otorgando
importancia a elementos menores de la cotidianeidad porteña,
Borges se empeña en forjar una memoria nacional a partir de
las historias mínimas que cuentan las milongas y los
primeros tangos. Ya que ve en esos viejos tangos “puro
descaro,” “pura sinvergüencería,”
“pura felicidad de valor,” antes de la
corrupción que padeció el género musical,
más tarde con la llegada de la inmigración masiva,
por la sensiblería, el lunfardo y la queja tristona de la
tragedia social.
Una cosa es el tango
actual, hecho a fuerza de pintoresquismo y de trabajosa jerga
lunfarda, y otra fueron los tangos viejos, hechos de puro descaro,
de pura sinvergëncería, de pura felicidad de valor.
Aquéllos fueron la voz genuina del compadrito: éstos
(música y letra) son la ficción de los
incrédulos de la compadrada, de los que la causalizan y
desengañan. (Borges, “Carriego y el sentido del
arrabal,” El tamaño 29-30)
La recuperación
volverá a esas figuras menores, poetas y cantores populares,
definitivamente en otra cosa: en personajes de la literatura de
Borges. Así, los barrios poetizados ―en particular el
arrabal, zona preferida del poeta―, que aparecen en un
principio vacíos y desiertos, vienen a ser poblados por
figuras estilizadas como las de compadres y malevos.
Nada. Sólo el
cuchillo de Muraña.
Sólo en la tarde
gris la historia trunca.
No sé por
qué en las tardes me acompaña ese asesino que no he
visto nunca.
Palermo era más
bajo. El amarillo
paredón de la
cárcel dominaba arrabal y barrial. Por esa brava
región anduvo el
sórdido cuchillo.
El cuchillo. La cara se ha
borrado
y de aquel mercenario cuyo
austero oficio era el coraje, no ha quedado
más que une sombra
y un fulgor de acero.
Que el tiempo, que los
mármoles empaña,
salve este firme nombre.
Juan Muraña.
(Borges,
“Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y
tantos,” Antología 31)
Una cultura de
provocaciones, cuchillos y heroísmo se instala en los
barrios de esta ciudad sin historia, sin pasado guerrero o
tradiciones extraordinarias. El pasado que Borges le inventa a
Buenos Aires, inmaterial, legendario, compuesto por turbias
historias y escenas singulares, el arrabal “rosado de
tapias” y a la vez “relampagueando de acero,”
sirve a su turno de molde donde se podrán inscribir los
hechos de un presente material y ordinario. Y, más
allá, forjará el futuro ya que le servirá de
mito. “Esta ciudad que yo creí mi pasado, / es mi
porvenir, mi presente” (Borges, “Arrabal,”
Obra poética I:37).
3. Duelos: el mismo el
otro y el laberinto
Entre el primer Borges y
el posterior se podría decir que existe cierta continuidad.
La preocupación del poeta vanguardista, relativa a la
búsqueda de un pasado y de una identidad nacional no
desaparece, sino que se mezcla con las paradojas y los enigmas
filosóficos, tomando la forma de cuentos. Estos enigmas y
cuestionamientos de valor universal se convierten en un instrumento
más para seguir inventando el pasado, la ciudad y sus
personajes; para seguir reescribiendo la tradición argentina
desde la perspectiva de un pensamiento sin fronteras nacionales.
Los paisajes y personajes que han poblado la ciudad mítica y
los arrabales, fundados por la poesía y los ensayos, siguen
habitando el universo de cuentos como “El fin” (1944) y
“El Sur” (1953). “El fin” es la reescritura
del poema épico nacional Martín Fierro. Este
segundo Borges, el de los cuentos, aunque renuncia e incluso se
arrepiente de toda filiación previa con vanguardias y
manifiestos, no deja de ser innovador de otro modo (un vanguardista
heterodoxo, como lo llama Bernal Herrera) ya que recupera a las
figuras del pasado y las cambia para siempre. El resultado de esta
operación es lo que Beatriz Sarlo llama las “versiones
y perversiones” de la tradición. Y, a propósito de “El fin,” en particular,
Sarlo señala:
By presenting Martin
Fierro’s death in a duel, Borges also kills the most famous
literary character in Argentine culture. He closes the poem that
Hernández had left open: the death of Martín Fierro
is both the death of a character and the end of a literary cycle.
In this way, Borges answers an ideological and aesthetic question:
what should an avant-gard writer do with tradition?
(Sarlo, Borges 42)
En “El arte
narrativo y la magia,” Borges presenta la ficción como
un “juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades,” y
explica las diferencias entre la realidad externa y la literaria
postulando, para cada una de ellas, un diverso orden causal: de un
lado está el vertiginoso e indescifrable que rige “el
asiático desorden del mundo real,” del otro, el
mágico, el de la “peligrosa armonía, la
frenética y precisa causalidad,” que rige la
literatura y los “buenos films.”
En el marco
de las tan temidas simetrías y de las reglas de una
causalidad sin desvíos, el duelo se revela, por un lado,
como un acto heroico, primitivo y tradicional y, por el otro, un
face à face, como el del espejo: una
invitación al desdoblamiento. ¿Quién
matará a quién? y ¿cuál
habría de ser el destino del que sobreviva? Un duelo
¿se puede repetir? Y el acuchillado ¿es el que pierde
o el que gana?
Tanto “El fin”
como “El Sur” dan lugar a este tipo de preguntas que
surgen como el nexo que reúne el cuestionamiento
abstracto-metafísico con el mito de la patria, su
fundación poética y las figuras heroicas que lo
pueblan. Borges considera “El Sur” como su mejor cuento
y es verdad que puede ser leído de maneras diversas. Jaime
Alazraki ve en él una metáfora de toda la historia
argentina que se resumiría en un solo símbolo:
“un pobre duelo a cuchillo” (citado en Gertel
39).
“El Sur”
introduce la cuestión de la búsqueda de identidad en
el Buenos Aires contemporáneo: un laberinto urbano que
disuelve toda identidad. La narración se desarrolla a partir
de un sistema de relaciones binarias y de paralelismos discontinuos
que adquieren una función doble y ambigua. El
desdoblamiento del personaje empieza con su trayectoria a
través de la capital porteña como también a
través de las paginas de un libro (que es otro laberinto,
figurado; otro orden cósmico que se yuxtapone al del mundo
real) y se corona con la transgresión: un accidente,
la intervención médica, pero también la
transgresión de la frontera sur de la ciudad: “Nadie
ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia”
(Borges, Artificios 81).
El accidente de Dahlmann
(un golpe de la cabeza contra un batiente recién pinchado
mientras subía las escaleras, apurado como estaba para
examinar un ejemplar recién conseguido de las Mil y una
noches) se desarrolla en circunstancias del todo cotidianas y
marca, no cabe duda, un umbral: él de otra vida
―sueño inconsciente de Dahlmann o bifurcación
del destino. Durante su estadía en el hospital, días
infernales que lo acercan a la muerte, el personaje está
sometido a intervenciones parecidas a rituales de sacrificio:
“[...] lo desvistieron, le raparon la cabeza, lo sujetaron
con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el
vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le
clavó una aguja en el brazo (Borges, Artificios
80).
Dahlmann se vuelve, por
una serie de incidentes incoherentes y dolorosos, objeto de una
duración temporal que no controla. El tiempo se detiene o
adquiere otra dimensión: “Ocho días pasaron
como ocho siglos.” Milagrosamente salvado de la muerte, el
héroe emprende un viaje hacia el Sur, pasando por etapas
diferentes. Es la entrada a un tipo de catarsis que disipa la
angustia y salva al personaje de su destino obscuro; a la vez es
obvio que se trata de la iniciación a un espacio regido por
otras reglas, que Dahlmann reconoce, feliz y al borde del
vértigo:
La ciudad, a las
siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa
vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos
zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con
felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes
de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las
carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz
amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a
él. (Borges, Artificios 81)
Esta última frase
―las cosas que regresaban a él― sugiere la
inversión de la imagen y la percepción
simultánea de la realidad múltiple que rodea al
personaje, otra versión del vértigo. La partida del
tren es la entrada progresiva en el camino iniciático de la
búsqueda. Subir al vagón es sinónimo con la
entrada al laberinto, en el sentido de un trayecto complejo que
simboliza un retorno imposible y en cuyo núcleo se encuentra
la muerte. También lo es en el sentido de una pesadilla: las
simetrías y los espejos, que multiplican las paradojas. Y
mientras el héroe atraviesa la ciudad, aparecen de nuevo las
Mil y una noches, otro conjunto de caminos enredados. El
libro contiene la palabra de Dios, o más bien todos los
secretos de la ciencia: cerrado es un enigma, abierto es la
revelación.
Mises en
abyme, historias de espejos y de
dobles, duelos y dualidades, caminos iniciáticos hacia el
otro yo, Dahlmann cambia de lugar (va hacia el Sur) y de tiempo (va
hacia el pasado), y con esto cambia también el universo de
los objetos y personajes que lo rodean: el almacén, los
caballos, “la vincha, el poncho de bayeta, el largo
chiripá y la bota de potro,” cosas de gauchos que,
como se dice el personaje, “ya no quedan más que en el
Sur” (Borges, Artificios 85). Dahlmann crea así
su propia muerte soñada, igual que Borges ha creado el
pasado y la memoria: morirá no como el humilde bibliotecario
de la calle Córdoba, sino como su ancestro Francisco Flores:
“de muerte romántica.” Dejará
atrás su yo intelectual, moderno, cosmopolita y
morirá, de manera heroica, en la frontera indefinida entre
ciudad y pampa, eligiendo la fatalidad y el inútil coraje
del destino argentino (Gertel 43-47). De esta manera
recobrará su identidad (el Mismo) en el mito de un pasado
legendario, dejando atrás al Otro, el encarcelado del
sanatorio, el habitante de la ciudad, el experto de la
biblioteca.
Obras
citadas
Bergson,Henri.
Matière et mémoire. Paris: PUF, 1993
[1939].
Borges, Jorge
Luis. Discusión. Madrid: Alianza Emecé, 1964
[1932].
---.
Textos recobrados 1919-1929. Buenos Aires: Emecé,
1997.
---. El
tamaño de mi esperanza. Barcelona: Seix Barral,
1993.
---.
Antología poética 1923-1977. Madrid: Alianza
Emecé, 1993.
---. El
idioma de los argentinos. Madrid: Alianza, 1995.
---.
Fervor de Buenos Aires. Obra poética. Buenos Aires:
Emecé, 1995.
---.
Artificios. Madrid: Alianza Cien, 1995.
---.
Obra
poética. 2 vols.
Madrid: Alianza, 2000, 2003.
Gertel,
Zuñidla. “‘El Sur’ de Borges;
búsqueda de identidad en el laberinto.” Nueva
Narrativa Hispanoamericana 2 (1971): 35-55.
Herrera,
Bernal. Borges, Arlt & Cía: Narrativa rioplatense de
vanguardia. San José: Editorial de la Universidad de
Costa Rica, 1997.
Olea Franco,
Rafael. El otro Borges, el primer Borges. Buenos Aires: FCE,
1993.
Ricoeur, Paul.
La mémoire, l’histoire, l’oublie. Seuil,
Paris, 2000.
Sarlo, Beatriz.
Una modernidad periférica: Buenos Aires, 1920 y 1930.
Buenos Aires: Nueva Visión, 1988.
---.
Borges: A Writer on the
Edge. London: Verso, 1993.
Wilson, Jason.
“Borges and Buenos Aires.” Donaire
13(1999),
Zito, Carlos
Alberto. El Buenos Aires de Borges. Buenos Aires: Aguilar,
1998.
Fuente: Christina Komi-Kallinikos
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