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La sensibilidad flotante

El texto con el que Sergio Chejfec, autor de Modo Linterna, inauguró en Azul el FILBA Nacional 2014.

Bajo este título periodístico voy a describir una experiencia común a muchos de los que estamos aquí. Al llegar a una ciudad que no se conoce, uno observa cosas sueltas y elabora un cuadro preliminar, jerarquizando ciertos detalles a primera vista. (Digo: uno observa cosas sueltas y cosas que parecen sueltas.) Son minutos que pasan muy rápido. Me refiero a esos momentos de recién-llegado que no tienen nombre, llenos de impresiones pero apartados del conocer.
Si se trata de un escritor, esta situación puede ser el embrión del relato potencial: el escritor está alerta a nuevos estímulos y asociaciones; el viaje, por otra parte, ha puesto en primera fila la propia subjetividad. Hay un escenario físico que puede ser organizado visualmente de muchas maneras. Sin embargo, no es todavía el momento de la peripecia. El observador se sumerge en una cadena de pensamientos y asociaciones larvales en la que ninguna historia puede desarrollarse porque aún nada significa nada en concreto.

Va a imponerse entonces una imaginación de tipo especulativa. No la fantasía de intrigas y persecuciones, de premios y conflictos, de causas y efectos, de idiosincrasias y caracteres, sino la sensibilidad flotante de quien no entiende demasiado lo que está viendo, por otra parte sabe poco acerca de ello, y por algún motivo carece de fuerzas para curiosear. Quiere tener una mirada abarcadora, sabe que la realidad funciona siempre de manera concertada, entiende que ese espacio urbano desconocido tiene un sentido y un uso específicos, etc.; pero él, en la medida en que proviene del exterior y no entiende, toma partido por el reino de lo parcial. La rumia del testigo que razona argumentos y trama relaciones a partir de lo que ve y recuerda . De ese modo fragmentario, sabe, la realidad se presenta mucho más material que como suele exhibirse cuando lo hace en bloque; cada pedazo y detalle del mundo efectivo exhibe una hilacha de historia asignada; la exhibe como un prodigio del tiempo, como si a un arqueólogo se le ofrecieran a ras del suelo todas las pruebas que siempre ha buscado.

La observación detenida es silenciosa, y por eso permite escuchar la propia respiración. No es sin embargo lo único que se escucha, porque tiene la sensación de que su respiración, de tan inaudible, permite oír también la respiración de las cosas que mira, o sea, esos fragmentos de ciudad que se están viendo por primera vez.
Observa la plaza, y algunos de sus ánforas inmensas o luminarias vigilantes, tan adustas en su geometría, parecen latir pese a la condición abstracta que hace tanto las acompaña; ve el perfil bajo de la mayoría de los edificios y supone que son piezas de una gigantesca simulación concertada, inverosímilmente baja teniendo en cuenta la altura del cielo. Quiero decir, escucha la respiración de las cosas y no la escucha; lo mismo pasa con los latidos; ve este mundo levantado sobre la llanura como una propuesta de escenario artificial, pero sabe a la vez que se presenta como absolutamente real. Porque si este escenario no hubiera sido real no habría venido hasta aquí. Quiere homenajear esa realidad sencilla y acotada, esta hospitalidad silenciosa. Pero, ¿cómo se homenajea de incógnito?; ¿cómo se agradece en secreto?

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Toma esta palabra: secreto. Recuerda otra: acumulación. Sabe hacia dónde su pensamiento puede ir: murmura ahora la palabra “Cervantes”. También podría haber dicho “Quijote”. Observa las cosas a vuelo de pájaro (la plaza, el teatro, los árboles, la municipalidad, los edificios para él ignotos, las copas de los árboles de más allá) e imagina dos torres de libros, de aproximadamente 150 ejemplares cada una, en equilibrio inestable y que buscan competir en altura. Son los 300 quijotes que, supone, luego de vericuetos de todo tipo consiguieron para esta ciudad el adjetivo de “cervantina”. Piensa en un quijote adaptado a la pampa, en la condición amarga o acriollada que debería arrastrar el personaje sintonizado con el medio físico, y en el obligado atributo con que se acompañaría, una desinencia de sí mismo, el caballo.

Naturalmente, al visitante le viene a la mente la existencia de Aballay; y se pregunta si ese héroe reticente y culposo, para todo irresoluto excepto mantener a cualquier precio el pacto de vivir alejado del suelo, se pregunta si Aballay no podría ser considerado como alguno de esos herederos interiores a la misma ficción de la literatura: quiere decir, la literatura reproducida hacia el interior de sí misma.

Imagina la hebra intangible de algún Quijote (¡imposible usar la palabra sueño!) desprendida de la biblioteca del doctor Bartolomé Ronco, viajera del aire como las semillas por la llanura y más allá, hasta alcanzar un recoveco de la mente anti heroica de Antonio Di Benedetto.

Las aventuras de Aballay son tan pedestres, piensa, como las del Quijote verdadero. Sin embargo Aballay carece de imaginación, apenas es un personaje pariente de Kafka; sólo dedica sus fuerzas a no traicionar la promesa que ha hecho. Mientras tanto se convierte en santo y, como el Quijote, se hace real, o sea, se transforma en personaje dentro de su propia historia.

No Aballay, sino el observador recién llegado a la ciudad, piensa en esa historia del indio o gaucho anacoreta, o estilita, que es Aballay como una circunvolución sintética de la idea del Quijote. Al observador lo atrae su condición andante, el sino de santo merodeador que, radicalmente obediente a su decisión penitencial, de tan absorbido en su cumplimiento no tiene espacio para la fantasía. Imagina a Aballay pensando (porque habla poco, ni tiene oportunidad de hablar); pensando: Renuncio a las peripecias de los viajes, el caballo –andadura por definición– es la inmovilidad.

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Antes de que todo esto ocurriera (no me refiero a Aballay, tampoco al doctor Ronco), el visitante busca un libro escrito hace tiempo. Allí lee: “Tras una marcha de pocas horas, entramos en Azul, ciudad de origen reciente que no pasa de ser una simple agrupación de ranchos. En el centro existe un fuerte con algunos cañones; hay también una pequeña iglesia y una tahona movida por mulas. Se estaban construyendo varias casas de ladrillo: entre los trabajadores figuraban hijos del país y algunos ingleses. La población es de unas mil quinientas personas y los indios fronterizos la habían mantenido siempre en estado de alarma. Le estaba reservado al general Rosas, imponerles un verdadero escarmiento con su expedición de 1833.” Enseguida, el autor habla de aproximadamente tres mil indios alineados con el gobierno. Hace el cálculo del costo de cada uno y llega a la conclusión de que el Estado paga un precio increíblemente barato por asegurarse la paz y poseer ese contingente defensivo, más numeroso que la milicia y el ejército. El relato es de 1847. El visitante no se detiene en este párrafo por su importancia documental oideológica. Lo destaca tan sólo como preámbulo a lo que ha llamado su atención, mucho más breve. Dice el relato: “Después de dar una vuelta por la población, fuimos a visitar al Comandante…”

El autor es William Mac Cann, viajero inglés. Uno de los varios cuyas descripciones de viaje inspirarían las hipótesis de Martínez Estrada sobre la argentinidad. El visitante se siente conmovido ante este comentario un poco retórico y dicho al pasar: ese “dar una vuelta” por una población que acaba de ser descripta como una simple agregación de ranchos. Piensa: dar una vuelta es mirar y perder el tiempo; recorrer distraídamente y con la atención alerta, apropiarse de una superficie y someterse a ella. Dar una vuelta es sobre todo una experiencia urbana: estar a la espera del detalle que despierte la atención. El visitante entonces tiembla de emoción, se siente reconocido por la historia entretejida en los libros: cree que pese al tiempo de separación, Mac Cann y él se sometieron a las mismas impresiones al llegar por primera vez a esta ciudad.

Le gusta la idea de asignar a esa frase andariega una atribución especial, piensa que es la prerrogativa que en cierto modo tiene la literatura, en este caso la capacidad de dar por creada una ciudad por la mera narración de unos hechos, que a lo mejor no existieron, pero se mencionaron, y que al haber sido dichos establecen una presencia física tan concreta como la realidad más real.

Piensa: pueden imaginarse varios motivos por los cuales se le ocurre a Mac Cann recordar que dio una vuelta por ese rancherío azuleño, pero esa frase es autónoma, crea un entorno y lo declara cierto, como consecuencia de su propia formulación y con independencia de la realidad efectiva. Sin embargo, es también cierto que nada hay distintivo en Azul, a los ojos de Mac Cann, en lo que valga la pena detenerse, fuera de considerar el lugar como el más exitoso experimento de estabilización de la frontera. Este viajero anda por el poblado como si se tratara de cualquier otro. Entonces, el visitante piensa que se trata de lugares provincianos, difusos por similaridad; nada los destaca fuera de su condición de puntos de concentración en medio de la llanura. Y también piensa que en la medida en que por eso son, en apariencia, permeables a marcas y significados, tienen una extraña, él diría capciosa, proclividad hacia cierto tipo de ficción. Una ficción cuya peripecia fantasmática debe tramarse con momentos de desorientación, también de desconcierto, y, por momentos, de una truculenta confusión.

Como vemos, el visitante se siente otra vez conmovido porque encuentra en este pliegue de la ciudad de Azul otro elemento de identificación. La ciudad reclama una ficción asordinada, de esas que precisan desconfiar de sus propias virtudes. Piensa entonces que si alguien lo escuchara, diría que dio con una regla no escrita de la representación provinciana: las ciudades pequeñas y medianas dicen poco, debido a ello se expresan por las rarezas o caprichos de sus pobladores. Una ley en la que se basan los relatos de Puig, Conti, Briante, Carrera y varios otros.

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Queda rebotando en la cabeza del visitante la palabra capricho; que a su vez, dado que está en la ciudad elegida, le inspira la palabra exabrupto. Cuando habla de “elegida” se refiere a ciudad señalada por el trabajo del gran ingeniero, cabecera del partido de la provincia donde el ingeniero Salamone hizo el mayor número de obras, ocho; y, encima, una casa particular. Aún el visitante no las ha visto, pero se ha informado y se pregunta si más allá de consideraciones sobre estilos arquitectónicos, de cosas como el formato racionalista o las propuestas decó, de la simbología masónica o el influjo futurista, en cualquier caso, de la ambición trascendente, la obra de Salamone no tendrá como inspiración preliminar un deseo básico vinculado con el tamaño, algo que de tan ineludible busca a primera vista un impacto emocional inmediato, algo así como imponer respeto o temor.

Introducir la desproporción según escala a primera vista equivocada, levantar el monumento gigante y el facetado continuo donde las condiciones físicas no lo requieren ni lo suponen. El visitante sostiene que el gran tópico de la ciudad moderna es la desproporción; permite esa experiencia tan urbana y siglo xx de sentirse extraviado y soñarse anónimo. Piensa por lo tanto que en la desproporción extrema de algunas de sus construcciones, Azul, como otras ciudades de la provincia, exhibe una especie de blasón infrecuente, un carácter focalizado y opcional: quién sabe si esos exabruptos de hormigón están allí para cancelar la idea de la eterna condición armónica de la ciudad (o sea, una desmentida de las distintas versiones de “dar una vuelta”), o si son muestras de la misma desmesura que lo exterior inspira –el visitante se refiere a la desmesura de imponer verticalidad y de ese modo crear espacio a partir del vacío y la planicie natural–.

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Mientras Mac Cann se pone a dar una vuelta por Azul, en Toay, La Pampa, un niño cautivo lee en voz alta ante un público de indios. El visitante sabe que en dos años ese joven cautivo va a huir hacia el mundo cristiano. En el momento de la fuga, Avendaño tiene alrededor de 14 años. Los siete primeros años los pasa con su familia, en Santa Fe; los otros siete con Caniú, el cacique a quien pertenece, en Toay, a cuya familia se ha integrado y donde es uno más. Avendaño es un cautivo atípico, porque puede leer, y lo hace en voz alta. Llegan indios de otras tribus para verlo en acción, trayendo presentes para Caniú: mantas, cueros, animales. Aunque casi nadie entiende castellano, es el pago por ver al niño “hablar con el papel”, como dicen.

El único libro que Avendaño posee, para entonces no sabe escribir y naturalmente ni piensa en redactar sus memorias, es de catequesis. Es lo que lee frente a los indios. El visitante recuerda El entenado, la novela de Saer; el relato de un cautivo de los indios Colastiné que una vez retornado aprende a escribir y es capaz de contar su experiencia.

Ya como cautivo Avendaño conoce Azul de oídas, porque es de donde llegan las novedades políticas y los envíos del gobierno. Los indios establecen sus alianzas pensando en Azul. Esta ciudad resultará decisiva para el futuro de Avendaño. Aquí será intérprete del gobierno y luego Intendente de Indios. Intervendrá en pactos y componendas, más tarde será factor mitrista y socio de un cacique. Su final es un epílogo de la Revolución de 1874: acaba lanceado en Olavarría junto a Cipriano Catriel. El cuerpo de Avendaño queda, según dicen, en Olavarría, pero su cabeza viaja hasta Azul; una vez en su casa es arrojada desde la ventana hacia la calle, acaso con propósito ejemplarizante, o como eslabón de un hoy olvidado ritual.

El Azul, como se le decía antes, se ha convertido para el observador en un sitio de referencias dispersas e historias borrosas; allí habitan acontecimientos menores, secundarios, y por lo mismo imprecisos, también erráticos y sobre todo inasibles. Pero el visitante cree que en cualquier momento todos esos indicios podrían convertirse en fundamentales y decisivos. Para eso bastaría un simple cambio de las coordenadas históricas, que un día la historia local se revele crucial y así los hechos menores proyecten una grandiosidad oculta hasta ese momento. El visitante cree encontrar allí la estrategia de seducción de la ciudad: no busca impresionar ni imponerse, por eso esconde sus secretos como tesoros inadvertidos, pequeñas cartas robadas que se deslizan ante la vista de todos sin ser descubiertas. Como las luminarias de la plaza principal, que vistas desde abajo parecen observar con cuatro ojos lo que ocurre en la tierra.

Justamente, leyó el relato del cautivo Avendaño no hace mucho y le agrada vincularlo con la ciudad de Azul en una suerte de convergencia de medianías. Porque le gusta pensar en Avendaño como un héroe acotado, medio anónimo, al igual que Aballay y el Quijote, como si uno dijera de poco vuelo, aunque esencial. Un individuo de heroísmo intrascendente, un punto movedizo entre fronteras, que atraviesa y es atravesado, tal como su cuerpo termina encontrando la muerte. El visitante piensa en Avendaño como un héroe cultural pero no literario. Incluso piensa que hace tiempo se acabó la buena época para los héroes literarios, y que son los héroes culturales los que tienen mejores posibilidades como sujetos novelísticos –cree, un momento propicio para el Avendaño heroico–.

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Pero de los misterios de Azul, si es que existe un grupo de cosas que pueda recibir ese nombre, para el visitante no se destacan en primer lugar las obras afiebradas de Salamone, tampoco el raid exterminador de Mateo Banks, ni la originalidad azuleña durante la expansión fronteriza; lo que atrae más su curiosidad es algo a primera vista trivial como los juguetes de Bartolomé Ronco.

El visitante sabe que fueron de madera y que los hacía para los niños pobres. ¿Habrá quedado alguno en la Casa Ronco? ¿Estará su taller de carpintero? De toda su colección de Quijotes, a los que imagina ordenados en dos pilas que compiten por alcanzar el cielo antes de derrumbarse, de los viejos números de la Revista Azul, donde escribió Xul Solar, Borges, Gerchunoff y varios otros, de sus propios artículos sobre materias morales o gauchescas, muchas de ellas lexicales, como el vocabulario vinculado con la carreta, al visitante le interesan sobre todo esos juguetes mencionados a veces pero en apariencia perdidos, como si fueran el trazo de una letra secreta. ¿Puede pensar que esos juguetes vayan a revelar algo esencial? Probablemente no, aunque los busca porque se trata de los únicos objetos que le inspiran esa pregunta.

El visitante cree que a veces no se eligen las cosas por lo que ofrecen sino por las preguntas que las rodean. Y cuando se habla de preguntas, muchas veces se habla de lo que no se sabe, o se sabe a medias. El escritor pone en escena un saber a medias; si lo supiera todo no escribiría. El visitante entiende que el escritor sabe poco, y también sabe poco, o ejecuta un saber selectivo, ese ambiguo representante del escritor que es quien escribe. Por eso, desde su punto de vista, Azul se recorta como una ciudad ideal. Porque aun cuando crea haberse informado lo suficiente (sin embargo, ¿qué es lo suficiente?, ¿existe una marca o tope que lo señale?), todo dato o elemento recopilado establece un vínculo conflictivo con el significado. Lo cual podría ser una especie de lección para el visitante: cuanto más sabe un escritor, y cuanto más pone en escena ese saber, crece el enigma sobre lo que conoce. Porque una cosa es saber y otra conocer. Un posible malentendido que está en la base de la literatura.

Fuente: Editorial Entropía

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