María Negroni imagina cartas, destinatarios, amores y mundos para los autores favoritos de su infancia
A veces los poetas nos convencen de que -a diferencia del cuento, la novela o el ensayo- la poesía no pertenece por completo a la literatura. Mallarmé fantaseó sus vínculos con el teatro, Valéry con la danza. María Negroni ha escrito un libro en prosa narrativa, aunque podría afirmar, como en el poema de Emily Dickinson que cita: "Me encierran en la Prosa/ -Como cuando de niña/ me encerraban en el baño/ para tenerme quieta". En su notable Pequeño mundo ilustrado (2012), Negroni mencionaba el vínculo entre poesía e infancia: decía que la felicidad infantil proviene en parte de la aglomeración azarosa en cajones y rincones de sus atesorados objetos -arsenales, zoológicos, juguetes-. Así también el poeta guarda sus "imágenes y retazos de lenguaje". Ambos participan del mismo gesto: habitar un tiempo perdido. "La poesía -escribió- es la continuación de la infancia por otros medios." Ese gesto poético gobierna Cartas extraordinarias.
En el prólogo, María Negroni relata su procedimiento, que parece la regla de un juego. Tomó el catálogo de aquellos famosos libros de tapas amarillas de la colección Robin Hood y eligió a muchos de aquellos autores que "para tantos niños y jóvenes argentinos constituyeron la primera biblioteca" y que a ella también la fascinaron. En sus preferencias están los venerados e incesantes Jules Verne, Emilio Salgari y R. L. Stevenson; los creadores de esos arquetipos llamados Peter Pan, Alicia o Pinocho (J. M. Barrie, Lewis Carroll y Carlo Collodi); los memorialistas del cuento legendario (Hans Christian Andersen y los hermanos Grimm); los grandes narradores americanos de la vida exterior (Mark Twain, Herman Melville, Jack London) o las miniaturistas de la vida doméstica (Louisa M. Alcott, Johanna Spyri y Jean Webster); irresistibles narradores de la verde Inglaterra (Daniel Defoe, Emily Brontë, Charles Dickens, Rudyard Kipling) y el satírico mayor: Jonathan Swift. A esa lista agregó tres moradores de la inquietud: Mary Shelley, Edgar Allan Poe y J. D. Salinger.
Desde esos nombres Negroni asumió las máscaras de los autores y compuso cartas atribuidas a cada uno de ellos, en primera persona. Recreó sus destinatarios y sus mundos, su escritura y sus obsesiones. A veces los planos se entrecruzan con atribuciones ficticias: Heidi le escribe a Spyri y Barrie a Peter Pan y los niños; Alcott a Emily Dickinson, Collodi a Paul Auster, Andersen a Joseph Cornell. Otras, las misivas responden a veraces registros biográficos: Salinger le escribe a su ex novia Oona O'Neill, que se casó con Chaplin; Poe, a su controvertido padrastro, John Allan; Kipling, a su hermana Trix; Stevenson, a su esposa Fanny. Así las cartas, que mutan su estilo según el autor con un notable virtuosismo que Negroni prodiga, presuponen un relato y una experiencia, como el indicio de una totalidad que el lector reconstruye. En dos páginas dirigidas a sus hijos, Emilio Salgari alza un desgarramiento elocuente para la austeridad del dolor. Es la primera carta y marca un tema central en la poética de María Negroni: los horrores o claudicaciones de la biografía, los desconciertos del error o los extravíos de la pasión, las derrotas y las vacancias ¿son el oscuro alimento del arte o bien el arte es la gracia y la forma de su olvido? ¿cuál es la "relación onerosa, incluso imposible, entre arte y vida"? Este breve resumen no hace justicia, sin embargo, a un texto riquísimo, tornasolado de sentidos.
Cartas extraordinarias se ahonda con las ilustraciones de Fidel Sclavo, que trabaja con la técnica del collage en mínimos retratos de los autores a los que levísimos trazos del todo infantiles sumen en un súbito dinamismo, como si la línea fuera un camino de retorno a esa infancia de la lectura que requiere, para tornarse mítica, perder la vida entera.
En el prólogo, María Negroni relata su procedimiento, que parece la regla de un juego. Tomó el catálogo de aquellos famosos libros de tapas amarillas de la colección Robin Hood y eligió a muchos de aquellos autores que "para tantos niños y jóvenes argentinos constituyeron la primera biblioteca" y que a ella también la fascinaron. En sus preferencias están los venerados e incesantes Jules Verne, Emilio Salgari y R. L. Stevenson; los creadores de esos arquetipos llamados Peter Pan, Alicia o Pinocho (J. M. Barrie, Lewis Carroll y Carlo Collodi); los memorialistas del cuento legendario (Hans Christian Andersen y los hermanos Grimm); los grandes narradores americanos de la vida exterior (Mark Twain, Herman Melville, Jack London) o las miniaturistas de la vida doméstica (Louisa M. Alcott, Johanna Spyri y Jean Webster); irresistibles narradores de la verde Inglaterra (Daniel Defoe, Emily Brontë, Charles Dickens, Rudyard Kipling) y el satírico mayor: Jonathan Swift. A esa lista agregó tres moradores de la inquietud: Mary Shelley, Edgar Allan Poe y J. D. Salinger.
Desde esos nombres Negroni asumió las máscaras de los autores y compuso cartas atribuidas a cada uno de ellos, en primera persona. Recreó sus destinatarios y sus mundos, su escritura y sus obsesiones. A veces los planos se entrecruzan con atribuciones ficticias: Heidi le escribe a Spyri y Barrie a Peter Pan y los niños; Alcott a Emily Dickinson, Collodi a Paul Auster, Andersen a Joseph Cornell. Otras, las misivas responden a veraces registros biográficos: Salinger le escribe a su ex novia Oona O'Neill, que se casó con Chaplin; Poe, a su controvertido padrastro, John Allan; Kipling, a su hermana Trix; Stevenson, a su esposa Fanny. Así las cartas, que mutan su estilo según el autor con un notable virtuosismo que Negroni prodiga, presuponen un relato y una experiencia, como el indicio de una totalidad que el lector reconstruye. En dos páginas dirigidas a sus hijos, Emilio Salgari alza un desgarramiento elocuente para la austeridad del dolor. Es la primera carta y marca un tema central en la poética de María Negroni: los horrores o claudicaciones de la biografía, los desconciertos del error o los extravíos de la pasión, las derrotas y las vacancias ¿son el oscuro alimento del arte o bien el arte es la gracia y la forma de su olvido? ¿cuál es la "relación onerosa, incluso imposible, entre arte y vida"? Este breve resumen no hace justicia, sin embargo, a un texto riquísimo, tornasolado de sentidos.
Cartas extraordinarias se ahonda con las ilustraciones de Fidel Sclavo, que trabaja con la técnica del collage en mínimos retratos de los autores a los que levísimos trazos del todo infantiles sumen en un súbito dinamismo, como si la línea fuera un camino de retorno a esa infancia de la lectura que requiere, para tornarse mítica, perder la vida entera.
Fuente: Jorge Monteleone para ADN Cultura, La Nación
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