Los textos de Continuación de ideas diversas atraen y abruman, pero no ofrecen consuelo al lector.
Autor: César Aira. Ediciones Universidad Diego Portales Santiago de Chile, 2014.
César Aira actúa según las reglas de una pasión: multiplicar. Decenas de traducciones, más de un centenar de novelas y ficciones diversas —desde los años setenta del siglo XX, dos libros fundamentales que reúnen sus conferencias sobre Alejandra Pizarnik y Copi— e innumerables variaciones editoriales. No sólo interviene sobre la tradición. Su movimiento es también conscientemente institucional. Actúa frente al mercado: publica en grandes monopolios, en firmas con reputación de exquisitas (españolas, chilenas, argentinas importantes o argentinas cartoneras; estas últimas surgieron en este país con la crisis del año 2001). No se puede entender su obra sin advertir que la saturación del espacio es su gesto de vanguardia, su procedimiento, y que éste no se limita a la escritura sino al soporte: libro, folleto, revista. El movimiento perpetuo le permite sobrevolar las mil mesetas en las que se exhibe, como en un inmenso quiosco mil veces reproducido; como en aquellas páginas de Deleuze y Guattari que probablemente iluminaron su juventud, quizá de modo involuntario, pero en absoluto ingenuo.
Es difícil proponer en su obra una pauta evolutiva, aunque una mera cronología permite advertir que, a partir de su madurez, Aira encontró placer en la práctica de los usos laxos de la conferencia y después del ensayo. En uno de ellos, en 1998, defendió la actitud de la vanguardia, como gesto autoconsciente: “Al compartir todas las artes el procedimiento, se comunican entre ellas: se comunican por su origen o su generación. Y, al remontarse a las raíces, el juego empieza de nuevo. El procedimiento en general, sea cual sea, consiste en remontarse a las raíces. De ahí que el arte que no usa un procedimiento, hoy día, no es arte de verdad. Porque lo que distingue al arte auténtico del mero uso de un lenguaje es esa radicalidad”. Pocos años más tarde, en 2001, en El ensayo y su tema, proclamó, tras un elegantísimo recorrido histórico por los hitos del género: “El ensayo es la pieza literaria que se escribe antes de escribirla, cuando se encuentra el tema. Y ese encuentro se da en el seno de la combinatoria: no es el encuentro de un autor con un tema, sino el de dos temas entre sí”. La literatura es una combinatoria de los procedimientos de la ficción; el ensayo lo es de los temas, sólo que los temas entran y salen de la literatura: Copi y Pizarnik, el exotismo, los sueños, la crónica, los mecanismos de la invención.
En las 86 páginas de Continuación de ideas diversas, Aira está más cerca de 1998 que de 2001: pone al lector ante “ocurrencias, recuerdos, anécdotas, chistes y otros mil azares del discurso, materia inagotable de la Asociación” y los convierte en “un volumen facetado, un cadáver exquisito 3D, que también quiere ser un tablero de juego, y un retrato”.
Las ideas diversas, acumuladas y a la vez interruptas poseen un rasgo reconocible en él: multiplicación y recorte van juntos, verosímil y artificio se neutralizan. Su arte recuerda —como en el arcaico Superman del que dice nacer su pulsión literaria— aquella primitiva pantalla de videojuego en el que un muñequito saltaba de meseta en meseta. El juego consiste, precisamente, en no caer al abismo y tener que reanudar el movimiento desde el principio. Esa conciencia atenta a la progresión del argumento —de meseta en meseta— no es lineal, sino que deja visualizar los abismos —los lapsos— en los que proclama, incansable, la radicalidad del arte “auténtico”, que no es otra cosa que alguna forma controlada de la vanguardia. En Continuación de ideas diversas hay sueños, recuerdos de primeras lecturas, observaciones sobre la edad y el olvido, vindicaciones de la libertad de las elecciones de los libros, reiteradas fascinaciones ante las trampas, torpezas y delicias de la ficción.
Se ha observado cien veces: Aira usa los recursos clásicos del relato, pero desplaza su función. No tranquiliza: irrita y hace visible el carácter disruptivo de la narración. Y obliga a aceptar el suplicio de un severo aunque disimulado silicio: el de la tijera de las emociones y la astringencia de la identificación. Aira se niega a consolar al lector. Puede atraerlo, fascinarlo, divertirlo, abrumarlo; jamás consolarlo. No repara nada, desmonta todo. Su conciencia de la máquina literaria es incansable, absorta en los resortes infatigables de las historias que inicia y el registro de los abandonos que promueve: Aira es a la vez narrador y castrador. Se dice de él: “Empieza muy bien y termina muy mal”. Gracias a esa mezcla y no a pesar de ella —y no es el menor de sus méritos— en sus relatos hay un rasgueo de la realidad, un núcleo de representación del mundo. El repertorio es infinito e histórico; usos, costumbres, ciudades, gadgets, modas, gustos. Ésa es una estrategia, cercana —no similar— a la del arte aquejado de horror vacui de los locos que menciona en uno de estos escritos.
Pero la saturación no es caótica ni enigmática. Aquí, en este volumen que combina “el tablero de juego” y “el retrato”, no hay claves ni secretos, sino el ejercicio habilísimo del arte de lo incompleto, ese rasgo que, para Aira, atestigua una cierta verdad de la escritura: esa verdad sólo consiste en la promesa de una continuación.
Fuente: Nora Catelli
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