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Música para contar: hoy "Happy togheter" de Luis Mey

Inauguramos una nueva sección en el blog, Canciones contadas, donde iremos compartiendo cuentos o novelas donde la música forma parte ineludible de la escritura ya sea porque su autor así lo manifestó en la propia obra o por las resonancias que contribuyeron luego de su lectura a identificarlo con alguna melodía en particular.

En el ciclo "Alta infidelidad" (2012) en La boutique del libro en San Isidro, Luis Mey leyó su cuento de Navidad Happy togheter  como parte de una imposición moral, según sus propias palabras, de escribir todos los años en dicha fecha un cuento de Navidad.
De la ternura y el humor del cuento damos cuenta transcribiéndolo a continuación para que lo disfruten mientras escuchan la canción de The turtles.

Happy togheter - Turtles by 60'S on Grooveshark

Happy togheter 

Aunque ahora lloro un poco –las canciones todavía me hacen mierda–, me acuerdo muy bien, pero muy bien de que la Navidad pasada, a la hora de brindar, pedí, como deseo –¿de dónde saqué que tenía que pedir un deseo?–, dinero. Plata. Alcé la copa y dije plata. Guita. Ni salud ni amor ni pedí por la humanidad. Pedí crédito, billetes o la forma que tuviera el capital.

En esa mesa había una novia que ya no tengo, un suegro que tampoco, y dos cuñados que ahora son amigos. Era una mesa de restaurante. Recuerdo que había un tipo grande en otra mesa que se desnucaba para mirarle el culo a mi novia cada vez que se levantaba.

Yo me levanté para ir al baño un par de veces, una para irme y otra para brindar. Para pedir dinero.

Eso fue el año pasado. El décimo del milenio.

Después de eso, Año Nuevo y todo el año, todos los días, todas las cosas de un año, pero multiplicadas. Viajé a Salta solo: estuvo muy bien. Una persona muy especial ayudó a que pudiera concretar el viaje porque, claro, mi economía –copa en alto: dinero– no lo permitía. Mi segundo libro se agotó rápido. Me puso feliz, pero un poco a la defensiva. Creo que mi reacción natural a todas las cosas es una defensa. No me gusta eso, pero así pasa.

En el mes de marzo, dos cosas el mismo día: se termina la relación con esa novia de años, de idas y vueltas, y rechazan una novela que me parecía muy linda, emotiva, en una editorial importante, la que permitía de una manera más coherente ese pedido poco iluminado de Navidad. Me habían llamado para reunirme en la casa central. Pensé que me dirían que sí. Que era mi momento. Pero era sólo para decirme –la editora– que no le había gustado nada, pero nada de nada, la novela que le dejé. Se llamaba “En verdad quiero verte, pero llevará mucho tiempo”. Todavía se llama así y así seguirá. Me volví con el texto impreso a mi departamento ya sin las cosas de mi novia. Me anoté en el gimnasio esa tarde y me bajé un programa para jugar al ajedrez. También llamé a una chica, pero sólo para cubrir el bache.

Fui a la universidad, pero me fue muy mal ese cuatrimestre. Tuve conjuntivitis, problemas estomacales varios, problemas de espalda que duraron meses y mucho dolor de muelas. En algún momento del año se reedito el segundo libro. Eso fue muy bueno. Justo antes conocí una chica que era muy interesante pero muy nerviosa. A mitad de nuestra relación, me regaló un jamón cocido entero. Me duró mucho, también. Parecía que seríamos novios, pero no pasó de preguntarnos qué queríamos.

Trabajé mucho. Pero ya había empezado a sentir que era un lugar en el que no me querían. Me sobran los motivos, pero cada cual tendrá los suyos. Lo que hice fue lo de siempre: me concentré en los libros. Siempre había alguna maravilla que te volvía el alma al cuerpo, el chico de quince años que se enganchaba con algo en la terraza de su casa. Y volví, también, a canciones viejas, no sólo mías, sino anteriores a mí. Happy Together, de los Turtles, por ejemplo. Temazo. Escúchenlo mientras leen esto.



Lectura en La boutique del Libro

A mitad de año y más, mi madre estuvo un poco mal. Tuvo que hacer reposo. Nos asustamos todos. Nunca me había asustado tanto, de hecho. Con nada. Así que pasé algo de tiempo en la casa de mis padres. Arreglé un poco el jardín, y pensaba hacerlo más, y de hecho lo hice, pero ese resto fue con mi padre como socio. A poco de empezar, lo vi a mis espaldas haciendo cosas con una pala. Así que, en silencio, lo terminamos juntos. Al final, tomamos agua, transpirados, tirados contra una pared, pasándonos la botella. Quedó bien, me dijo. Sí, muy, le dije. Me levanté, le puse la mano y la tomó, tiré y se levantó. Después, miramos un partido del Barcelona, juntos.

También, durante un tiempo largo, anduve sintiendo a cada paso que necesitaba terapia. Y sigo necesitándola, pero algo pasó, no sé muy bien, en uno de esos pasos. Ni siquiera sé si fue de repente o fue un desborde, pero… ¿es necesario? Bueno, suena de lo más horrible, pero de un segundo a otro, mis cosas pasaron a ser mis cosas y las de los demás, de los demás. Tan simple como eso. Treinta y dos años, ya, pasado agosto. Seguro que no había sido tan simple. Treinta y dos y una Navidad en la que pedí dinero. ¿A quién? Bobazo. Pero ahora las cosas de los demás y las mías no eran en el mundo una sola cosa. De preocuparte por un mensaje de texto pasás a un olor que te recuerda a tu tía rubia y graciosa y llena de palabras de aliento a las personas que quería, y sin pensar ponés una canción y sonreís como loco, solo, acordándote de sus cosas.

Y una cosa más: de repente, con eso, no quise estar con nadie. O sí, pero no por no andar solo. Eso ya hacia fin de año, por octubre y más allá. Anduve mal por otras cosas: justamente, por las mías. Pero las puse ahí, en el baño y frente al espejo a que se sequen. Estuvo buenísimo. Escribí algo, no mucho, pero desde un lugar que no conocía. Un compañero escritor de la librería me había dicho, cuando le pregunté si tenía más poemas de esos que me gustaban: más o menos, ahora estoy en otra cosa; como que a lo otro ya le conozco el truco. Salen si quiero, dijo. Salen, pero no me llenan. Esas fueron sus palabras, o por ahí.

Eso me había pasado todo el año.

Por eso, una nueva sensación con la página y el teclado era interesante. Intensa: saber que lo otro te funciona, pero vas por algo más. Como antes. Como cuando no contabas que escribías. Eso es intenso, para mí. Positivamente. Intenso negativamente es pedir dinero como deseo de Navidad. Seguía latiendo. No había limpiado aquello todavía.

Entretanto vi, por décima vez, El día de la marmota. Y le encontré una nueva mirada. Era justo lo que necesitaba. Ver cosas que no había visto en cosas que ya había visto tantas veces.

En diciembre fui a La Rioja, una provincia de la que desconfiaba. Pero Fernando –porteño, pero ya de La Rioja– y Andrea –porteña, todavía porteña– se encargaron de que fuera, de que me sorprenda y de que las cosas sigan cambiando la mirada. Algunas cosas sí: están mezcladas con las mías. Algunas cosas que no me incumben, de repente, sí lo hacen. Algunas. Temple es seleccionar.

Diciembre fue correr. Cuando no corría por actividades u obligaciones, corría por la calle, por las plazas y más allá. Corrí mucho. Tranquilo, pero lejos. Todo lo lejos que pudiera. Después, por el dolor de piernas, me costaba dormir. Pero estaba un poco más limpio.

El mundo del libro es aburridísimo. Sobre todo las presentaciones. Hasta que la editorial en la que publico hizo una fiesta y todos nos encargamos de echar por tierra el mito. Chinaski y H. S. Thompson hubieran escrito sobre esa fiesta, lo sé. Todo, o casi todo, son cosas. Las importantes no le importan a nadie. No tienen que importarles. En esa fiesta, sin embargo, hubo algo compartido por algunas decenas. Me fui borracho a seguir estudiando, pero me acosté y babeé la almohada, feliz.

Hace poco, nomás, una chica me aceptó un helado. Finalmente, porque se lo había ofrecido durante varios meses. Resultó que congeniamos, aunque tal vez no teníamos nada por qué congeniar. Ella, la academia; yo, lo otro. Ella, preciosa; yo, cara de empleado. Yo, diálogo personal y confrontante con Dios; ella, iglesia. Ella, siempre desbordada de palabras, amor por las palabras, ideas; yo, un par de ojos y un oído mal afinado. Pero cuando ella exageraba, yo me daba cuenta; y ella se daba cuenta de que me daba cuenta. Y lo mismo ella. Nos besamos. Y fue un beso que debería tener premio en alguna institución.

Así fue durante varios días. Besos premio.

Después, una confusión.

Después, otra. Pero a nuestro favor: volvimos a los besos premio. Ya con algo más de honestidad. Más desnudos. Más las personas que éramos, poco y nada perfectas. Y un día antes de Navidad, se fue a su ciudad a pasar enero con los suyos. Yo, ayer, pasé la fiesta con los míos.

Estuvieron mis hermanas, mi hermano, mis cuñados. Mi madre y mi sobrino. Jugué con mi sobrino, abracé a mi madre, hablé con todos. Comimos un asado fabuloso. Hubo un accidente: mi madre se cayó al piso con platos y se lastimó la rodilla. Me partió el alma verla tirada en el piso tomándose la rodilla. Me quedé con ella, agachado. Lloré internamente como ella seguro lloraba internamente cuando nos pasaba algo. Mi hermana le puso una venda y salimos a soltar globos aerostáticos.

Mi hermano se encargó de que vuelen. Mi hermana Vicky Papá Noel llegó corriendo:

–¡Pará, pará! Pará que hay que pedir un deseo…

–¿Dónde? –preguntó mi hermano, con el globo encendido antes de soltarlo.

–Boludo, hay que tocar el globo y pedir un deseo. Es así.

Lo tocó todo el mundo. Parecían convencidos de que sucedería algo. Me acerqué para tocarlo. Se me ocurrieron doscientas cosas.

Pero no lo toqué.

–¡Luis! No lo tocaste…

–No, me olvidé…

Y eso fue un poco todo. Limpio, por fin.

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