Los relatos perturbadores son los que cargan con la mirada más extraña en torno a lo que nos resulta cotidiano. Es así, es la clave de la literatura, lo poco que nos puede dejar como un modo de conocimiento real: al mundo se lo puede mirar con otros ojos. A través de esa mirada, lo que nos resulta familiar se vuelve extraño, siniestro, digamos, en el sentido psicoanalítico del término, el viejo y conocido unheimleich, lo ominoso que anida en el corazón de lo más conocido. Gabriela Luzzi, en su último libro de relatos (y un poema) El resto de los seres vivos, elige precisamente un modo de la mirada infantil para poder desarmar un universo de datos y acciones cotidianas que se vuelve fantástico, no, mejor, aterrador sólo a partir de este mínimo cambio de anteojos.
Historias como “Cabello de ángel” exhiben con contundencia esto que queremos decir: vemos allí, en primera persona, los detalles de la vida de una niña enviada a una casa de barrio para pasar las tardes, casi a la manera de una colonia precaria, y cómo en ese lugar, muy lentamente, va haciéndose de una amiga-amigo (nunca entendemos muy bien cuál es el sexo de ese “otro”) que la inicia a cierta forma del contacto corporal y que, al mismo tiempo, la introduce al problema radical de la pérdida. En el sopor veraniego de la tarde, estas dos niñas establecen un pacto riesgoso de repercusiones mínimas: en la cama de abajo de una cucheta, juegan a forzarse, alternativamente, a que una le de un beso a la otra, sin que el beso se concrete. ¿Qué hay en ese forcejeo que le resulta tan atractivo a la narradora? ¿No será, precisamente, el descubrimiento infantil del contacto con el cuerpo del otro lo que interesa tanto al lector como a los personajes?
En ese mismo clima debe leerse uno de los últimos relatos del libro, “Porotos”. En un tono que nos recuerda al de los relatos maravillosos infantiles, digamos, al cuento de hadas, una mujer y un gato conforman una familia a partir de un por demás intrigante método reproductivo: que el gato le pase la lengua a la amable señora por una zona que sólo es identificada como lo que está debajo de la pollera. La mujer, temerosa de que el gato cese con su práctica de darle hijos felinos a partir de estas visitas y su consabido lengüeteo, oculta a la descendencia entre las plantas del jardín. Tres líneas, como en una triple hélice, encuentran su punto de contacto: el relato infantil, el erótico y cierto modo del suspenso, todo entremezclado en una prosa concreta que impacta por el final abrupto, por el golpe seco que bien recuerda a un trago amargo por la persistencia del sabor, o sea, del efecto. Esa técnica está en cada uno de los cuentos, como en “Otro camino” o “Lo más rico”, que incluso tiene ese sentido de la vida paradójica del ser humano en un mundo abandonado por dios, casi, que aquí se trabaja bajo la forma de la mala fortuna.
Gabriela Luzzi es, sin lugar a dudas, una de las nuevas escritoras más interesantes de la actualidad. Conocida por su producción poética, estos relatos, sumados a La reina de los duraznitos (2012) y a Garfunkel, una novelita (2014), constituyen incursiones en la prosa que completan el panorama de su universo literario. Allí encontramos seres abandonados, paisajes barriales y hasta rurales, amores desencontrados y una particular forma de erotismo que tiene mucho más que ver con el encanto frente a la posibilidad de traer vida al mundo que al ejercicio del placer. Pasamos así de los ominoso familiar a la familia extraña, a la posibilidad de continuar la especie sin ningún tipo de regla. Será por eso que dos relatos nos presentan, directamente, un mundo alejado de lo paterno, un mundo efectivamente sin ley: “Un punk no entra a clase” y “Papá”. Si en el primero se parte de una anécdota de esas que marcan la niñez, con un gato arrojado en una caldera para evitar entrar a clases; en el segundo, la desobediencia a la norma es radical, o hasta imposible, porque el padre desaparece, la ley no está y lo único que queda es la supervivencia más básica. Mujeres desconocidas van a buscar a la casa del difunto plata para luego dar el pésame y unos albañiles furiosos elevan amenazas si no reciben el pago prometido. ¿Quién era el padre de la pequeña narradora, en última instancia? Nada de eso se explica, y por eso el relato funciona. La incertidumbre, decimos con Luzzi, siempre es convincente, porque nos recuerda cuan niños, muy en el fondo, seguimos siendo.
Fuente: Fernando Bogado para Radar. Página 12
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