El Quijote debió de pasar por todas las fases que a comienzos del Seiscientos eran corrientes para que un libro llegara al lector romancista: el autor escribía a su aire, un amanuense profesional sacaba en limpio el autógrafo, y la copia del amanuense (revisada o no por el escritor) era repasada a su vez por el corrector de la imprenta, quien, a grandes rasgos, marcaba sobre ese «original» o exponía a los operarios las reglas ortográficas que debían aplicar, con la inevitable interferencia de errores, gustos y modalidades lingüísticas propias, que luego él, con mayor o menor diligencia, procuraba subsanar en las pruebas.
*Francisco Rico (edición completa, anotada e ilustrada de Don Quijote de la Mancha)
Mucho antes de la invención de la imprenta, cuando los libros se copiaban a estilete o pluma sobre diversos soportes, ya existían correctores que supervisaban el trabajo de los amanuenses. Es sabido que entre los romanos el cuidado de transcribir y corregir los manuscritos se reservaba principalmente a los esclavos y que los que destacaban en su oficio alcanzaban un gran valor y su suerte era mejor que la de los demás, pues se los contemplaba como un objeto precioso incluso para su posible reventa.
Como los copistas hacían los libros, recibieron en latín el nombre de librarii, libreros, mientras que los comerciantes que vendían su manufactura se conocían como bibliopolae, palabra de origen griego que ha pasado al castellano como «bibliopola», vendedor de libros (casi siempre raros). También es bien sabido que los libros eran caros, un artículo de lujo, porque a veces los copistas y correctores incluso se veían obligados a emprender largos viajes hasta el lugar donde se encontraba el manuscrito que se les había encomendado trascribir. Y no siempre se apreciaba su labor: hay múltiples comentarios recogidos desde la Antigüedad en los que se deploran las torpezas y errores de las copias. Por ejemplo, Cicerón se lamenta en sus cartas de no saber adónde dirigirse para comprar las obras que le pedía su hermano sin que estuvieran repletas de inexactitudes, y Marcial advierte en uno de sus epigramas: «Lector, si te parecen bárbaras algunas frases de este escrito, no me acuses a mí, sino al copista que se apresura demasiado al poner en línea versos para ti».
En el siglo V de nuestra era, Casiodoro (Magnus Aurelius Cassiodorus Senator, c. 485-c. 580), fundador del monasterio de Vivarium, escribió para sus monjes una guía pedagógica en la que se ocupaba en extenso de la labor de los escribas. En ella los instruye para que sean muy rigurosos al contrastar sus copias con los ejemplares más antiguos y para que se aseguren de no cambiar las palabras de inspiración divina de las Escrituras al pretender mejorar la gramática o el estilo de un texto. Sin embargo, en el caso de las obras profanas de la Roma y Grecia clásicas que también incluyó en su biblioteca monástica, anima a los amanuenses a realizar en sus copias las enmiendas gramaticales y de estilo que consideren convenientes.
Superada la Edad Media, cuando los escribientes habían comenzado a abandonar la reclusión y la regla severa del scriptorium monástico, y la imprenta popularizada por Johannes Gutenberg (c. 1398 –1468) los iba arrinconando al generalizarse el empleo del libro en letra de molde, Johannes Trithemius (abad benedictino alemán [1462-1516] más conocido por su obra Steganographia o ciencia para ocultar mensajes), en una carta titulada «De laude scriptorum manualium» («Elogio de los escribas»), se aferra a la antigua usanza e instruye a sus monjes escribas sobre la división del trabajo para confeccionar un libro del mejor modo: «Que uno de vosotros corte las hojas de pergamino; que otro las alise, que otro trace en ellas las líneas debidas con la puntuación; y este otro se ocupe de las pinturas; que aquel pegue las hojas y encuaderne los libros con tablillas de madera. Vosotros, preparad estas tablillas; vosotros aprestad el cuero; finalmente, vosotros, las láminas de metal que deben adornar la encuadernación» (Jules Pizzeta, Historia de un pliego de papel, Imprenta de Gaspar y Roig, 1887). Entre las razones para perseverar en el copiado a mano de manuscritos, el abad Trithemius cita el prestigio histórico de los antiguos escribas y el hecho de que el libro impreso fuera de papel, por lo cual a su entender desaparecería rápidamente, mientras que la obra del escriba, sobre pergamino, perduraría.
Sin embargo, el abad se equivocaba. El libro en papel había llegado para quedarse, y se dio la paradoja de que su texto en elogio de los escribas pervivió no como manuscrito sino impreso, pues fue publicado en 1494. Con el auge de la imprenta, los amanuenses como tales desaparecieron, cediendo el paso a los impresores y los correctores, que vivieron su época dorada y consiguieron ganarse bien la vida debido a su escasez en una sociedad donde pocos sabían leer y escribir. Un buen corrector además ahorraba mucho tiempo y dinero en planchas, motivo por el cual su trabajo se apreciaba y era bien remunerado.
Han pasado siglos desde entonces, y en nuestra era de la información, cuando la imprenta que prevaleció hasta las últimas décadas del siglo XX ha quedado obsoleta y los ordenadores parecen capaces de sustituir casi todas las funciones humanas, cuando los libros de papel comienzan a compartir espacio con los digitales, se tiende a menospreciar la labor de los editores y correctores, o incluso a considerarlos prescindibles en la cadena del nuevo paradigma del libro. Así como los niños urbanitas ignoran que la leche sale de la ubre de una vaca cuando se la ordeña y dan por sentado que se fabrica y envasa en una aséptica nave industrial, hay quienes suponen que en el libro que hojean en papel o descargan en su lector digital no hay (ni debe haber) más intermediarios que el ordenador de quien escribe y los instrumentos mecánicos necesarios para su reproducción. Y el resultado de este error de apreciación se percibe dondequiera que se dirija la mirada: proliferan los textos mal redactados y los libros mediocres, repletos de errores. Más ahora que cualquiera que lo desee puede publicar en la red utilizando las múltiples plataformas disponibles.
En la edición tradicional, entre el momento en que un editor acepta un original para su publicación y su salida a la venta como obra ya impresa o digitalizada, el texto pasa por múltiples controles que deberían asegurar su calidad. Varios ojos expertos se dedicarán a leer el original y marcarlo, puliendo descuidos, regularizando criterios, comprobando la ortotipografía, enmendando errores y descifrando sintaxis enrevesadas. Y lo harán siempre de puntillas, respetuosos con el texto que tienen entre manos, sin pretender usurpar las funciones propias del autor.
La tarea del corrector suele ser anónima y ha de estar guiada por el sentido común, un excelente conocimiento de la lengua y una comprensión absoluta del texto que tiene entre manos. Pero ante todo un corrector ha de saber escribir: ¿cómo si no será capaz de evitar las tonterías o barbaridades que aparezcan en un texto, atribuibles a la ignorancia o al despiste de quien lo ha creado? Es imprescindible también el dominio de la escritura para adentrarse en el estilo y la personalidad de un escritor con objeto de corregirlo sin que nadie más que el interesado lo aprecie. Quien lea a continuación el texto corregido y convertido en libro podrá estar de acuerdo o no con las ideas que se exponen, le gustará más o menos el estilo, pero nunca se sentirá defraudado por su mediocridad lingüística ni por groseros fallos argumentales.
Imagino las sonrisas sarcásticas de quienes acaban de leer los párrafos anteriores. ¿Editoriales que cuidan los libros hasta el más mínimo detalle? ¿Correctores capaces de adentrarse en un texto sin dejar más huella que la perfección lograda? Eso, como poco, pertenece al género de la fantasía… Sí, es verdad, en los tiempos que corren las buenas editoriales y los buenos correctores son mirlos blancos. Pero también lo son los buenos escritores. Muchos tienen más ego que mérito y se atreven a publicar desconociendo incluso las mínimas reglas ortográficas y gramaticales. Aun así, algunos venden y se escudan en sus lectores igual de ignorantes para demostrar que valen. Aquí vendría a cuento el conocido ejemplo de la plasta de vaca y las muchas moscas que atrae. Que cada cual saque sus conclusiones y se arrime al árbol que mejor lo cobije.
Sin duda, una prestigiosa editorial es uno de los mejores árboles para cobijarse, pero como su acceso no es fácil, también puede convertirse en un cobijo excelente un buen corrector cuando se opta por publicar en plataformas de edición libre. ¿Cuántos libros bien concebidos de autores independientes que llaman la atención por su portada dejan de leerse debido a una redacción farragosa o a errores gramaticales que provocan rechazo en quien los hojea? En estos casos, cuando el texto es una selva virgen que se debe desbrozar, el corrector experimentado abandona las zapatillas silenciosas y calza gruesas botas para transitar a golpe de machete por el texto hasta hacerlo habitable o, mejor dicho, legible. Pero, cuidado, el buen corrector no es jamás un talibán: no menosprecia a quien corrige ni impone su criterio a machamartillo haciendo cambios innecesarios por el mero gusto de corregir, por ejemplo, sustituyendo quizá por quizás, por lo tanto por por tanto, influenciar por influir, constatar por comprobar, elucubrar por lucubrar o viceversa. Quienes llevamos años en el sector editorial podemos ilustrar el asunto con múltiples anécdotas, como la que me ocurrió al publicar una de mis primeras novelas ambientada en México: el corrector cambió sistemáticamente rebozo por embozo, creando múltiples sinsentidos, y se dedicó a poner tildes a los demostrativos incluso cuando no eran pronombres (este y aquel seguidos de relativo o sustantivos con el demostrativo pospuesto del tipo la muchacha aquella). Asimismo, en una de mis últimas traducciones, un libro de historia en el que se citaban muchos años, el corrector cambió todas las frases en las que aparecía la palabra década y el año a continuación (por ejemplo, década de 1930) por década, los años en letra y a continuación el siglo (es decir, en el caso citado, década de los años treinta del siglo XX). Sobran las palabras.
Quienes dominan la escritura saben separar el polvo de la paja y dar con los mejores correctores: los que tienen estudios universitarios y conocen a la perfección su oficio, los que no paran de formarse y actualizar sus conocimientos, los que cuando corrigen entregan a quien los ha contratado un texto con las pautas que han seguido para su trabajo y les señalan sus debilidades y fortalezas. Y en esto de la corrección, como en el resto de las actividades de la vida, la experiencia demostrada es un grado. Algunas editoriales ponen a prueba a los correctores antes de contratarlos dándoles a corregir textos con determinados fallos que solo los más expertos detectan: cuestiones de acentuación dudosa, uso de letra cursiva y comillas, gerundios u oraciones de relativo, por citar algunos ejemplos.
Sin embargo, a un lego en la materia le resulta casi imposible apreciar si el corrector contratado ha cumplido su función con propiedad. Acabo de comprobarlo con una novela digital publicada en Amazon que compré atraída por las elogiosas reseñas. La desilusión fue inmediata, a las pocas páginas tras un inicio prometedor, porque el texto está mal maquetado, repleto de erratas y faltas de ortografía, sobran muchísimas páginas de paja que entorpecen el argumento y el abrupto final resulta anodino. Cuanto más leía, más echaba de menos la mano experta de un corrector literario que habría subsanado errores tan de bulto y, sin embargo, al final, en las páginas de agradecimiento, el autor elogiaba la minuciosa labor de revisión llevada a cabo por una persona, al parecer, especializada, además de reconocer la ayuda de otros muchos allegados que habían leído el texto y efectuado recomendaciones. Me cuesta imaginar cómo estaría la novela antes de todo eso.
No todos los ojos que escrutan un texto son capaces de detectar por completo sus errores, eso es evidente. Algunos ojos son excelentes para aislar erratas y corregirlas pero pasan por alto fallos sintácticos o tipográficos de mayor calado porque los desconocen. No se puede corregir lo que se ignora, de igual modo que es imposible escribir bien sin dominar la gramática y la sintaxis. En un mundo ideal, compete al escritor entregar una obra bien acabada, y al corrector, marcarla ortotipográficamente y pulirla de las pequeñas imperfecciones que por descuido se le hayan escapado, trabajando al unísono con él para mejorarla. Bajando de las nubes, en el mundo real, el corrector ha de estar preparado para suplir con su esfuerzo las deficiencias del escritor. Ahora bien, ningún corrector, por sobresaliente que sea, sabe hacer magia; ninguno se sacará de la manga una obra maestra de un original mediocre: lo más que hará será recomponerlo del mejor modo posible, acicalarlo como a la «mona vestida de seda», y puede que incluso lo convierta en un trampantojo que llegue a gustar. Hay muchos ejemplos de éxitos semejantes. O también muchos correctores literarios pueden convertirse en negros o escritores fantasma y reescribir o escribir de nuevas para quien se lo solicite. Eso es más habitual de lo que suele reconocerse, pero se paga (y muy bien a veces).
*Francisco Rico (edición completa, anotada e ilustrada de Don Quijote de la Mancha)
Mucho antes de la invención de la imprenta, cuando los libros se copiaban a estilete o pluma sobre diversos soportes, ya existían correctores que supervisaban el trabajo de los amanuenses. Es sabido que entre los romanos el cuidado de transcribir y corregir los manuscritos se reservaba principalmente a los esclavos y que los que destacaban en su oficio alcanzaban un gran valor y su suerte era mejor que la de los demás, pues se los contemplaba como un objeto precioso incluso para su posible reventa.
Como los copistas hacían los libros, recibieron en latín el nombre de librarii, libreros, mientras que los comerciantes que vendían su manufactura se conocían como bibliopolae, palabra de origen griego que ha pasado al castellano como «bibliopola», vendedor de libros (casi siempre raros). También es bien sabido que los libros eran caros, un artículo de lujo, porque a veces los copistas y correctores incluso se veían obligados a emprender largos viajes hasta el lugar donde se encontraba el manuscrito que se les había encomendado trascribir. Y no siempre se apreciaba su labor: hay múltiples comentarios recogidos desde la Antigüedad en los que se deploran las torpezas y errores de las copias. Por ejemplo, Cicerón se lamenta en sus cartas de no saber adónde dirigirse para comprar las obras que le pedía su hermano sin que estuvieran repletas de inexactitudes, y Marcial advierte en uno de sus epigramas: «Lector, si te parecen bárbaras algunas frases de este escrito, no me acuses a mí, sino al copista que se apresura demasiado al poner en línea versos para ti».
En el siglo V de nuestra era, Casiodoro (Magnus Aurelius Cassiodorus Senator, c. 485-c. 580), fundador del monasterio de Vivarium, escribió para sus monjes una guía pedagógica en la que se ocupaba en extenso de la labor de los escribas. En ella los instruye para que sean muy rigurosos al contrastar sus copias con los ejemplares más antiguos y para que se aseguren de no cambiar las palabras de inspiración divina de las Escrituras al pretender mejorar la gramática o el estilo de un texto. Sin embargo, en el caso de las obras profanas de la Roma y Grecia clásicas que también incluyó en su biblioteca monástica, anima a los amanuenses a realizar en sus copias las enmiendas gramaticales y de estilo que consideren convenientes.
Superada la Edad Media, cuando los escribientes habían comenzado a abandonar la reclusión y la regla severa del scriptorium monástico, y la imprenta popularizada por Johannes Gutenberg (c. 1398 –1468) los iba arrinconando al generalizarse el empleo del libro en letra de molde, Johannes Trithemius (abad benedictino alemán [1462-1516] más conocido por su obra Steganographia o ciencia para ocultar mensajes), en una carta titulada «De laude scriptorum manualium» («Elogio de los escribas»), se aferra a la antigua usanza e instruye a sus monjes escribas sobre la división del trabajo para confeccionar un libro del mejor modo: «Que uno de vosotros corte las hojas de pergamino; que otro las alise, que otro trace en ellas las líneas debidas con la puntuación; y este otro se ocupe de las pinturas; que aquel pegue las hojas y encuaderne los libros con tablillas de madera. Vosotros, preparad estas tablillas; vosotros aprestad el cuero; finalmente, vosotros, las láminas de metal que deben adornar la encuadernación» (Jules Pizzeta, Historia de un pliego de papel, Imprenta de Gaspar y Roig, 1887). Entre las razones para perseverar en el copiado a mano de manuscritos, el abad Trithemius cita el prestigio histórico de los antiguos escribas y el hecho de que el libro impreso fuera de papel, por lo cual a su entender desaparecería rápidamente, mientras que la obra del escriba, sobre pergamino, perduraría.
Sin embargo, el abad se equivocaba. El libro en papel había llegado para quedarse, y se dio la paradoja de que su texto en elogio de los escribas pervivió no como manuscrito sino impreso, pues fue publicado en 1494. Con el auge de la imprenta, los amanuenses como tales desaparecieron, cediendo el paso a los impresores y los correctores, que vivieron su época dorada y consiguieron ganarse bien la vida debido a su escasez en una sociedad donde pocos sabían leer y escribir. Un buen corrector además ahorraba mucho tiempo y dinero en planchas, motivo por el cual su trabajo se apreciaba y era bien remunerado.
Han pasado siglos desde entonces, y en nuestra era de la información, cuando la imprenta que prevaleció hasta las últimas décadas del siglo XX ha quedado obsoleta y los ordenadores parecen capaces de sustituir casi todas las funciones humanas, cuando los libros de papel comienzan a compartir espacio con los digitales, se tiende a menospreciar la labor de los editores y correctores, o incluso a considerarlos prescindibles en la cadena del nuevo paradigma del libro. Así como los niños urbanitas ignoran que la leche sale de la ubre de una vaca cuando se la ordeña y dan por sentado que se fabrica y envasa en una aséptica nave industrial, hay quienes suponen que en el libro que hojean en papel o descargan en su lector digital no hay (ni debe haber) más intermediarios que el ordenador de quien escribe y los instrumentos mecánicos necesarios para su reproducción. Y el resultado de este error de apreciación se percibe dondequiera que se dirija la mirada: proliferan los textos mal redactados y los libros mediocres, repletos de errores. Más ahora que cualquiera que lo desee puede publicar en la red utilizando las múltiples plataformas disponibles.
En la edición tradicional, entre el momento en que un editor acepta un original para su publicación y su salida a la venta como obra ya impresa o digitalizada, el texto pasa por múltiples controles que deberían asegurar su calidad. Varios ojos expertos se dedicarán a leer el original y marcarlo, puliendo descuidos, regularizando criterios, comprobando la ortotipografía, enmendando errores y descifrando sintaxis enrevesadas. Y lo harán siempre de puntillas, respetuosos con el texto que tienen entre manos, sin pretender usurpar las funciones propias del autor.
La tarea del corrector suele ser anónima y ha de estar guiada por el sentido común, un excelente conocimiento de la lengua y una comprensión absoluta del texto que tiene entre manos. Pero ante todo un corrector ha de saber escribir: ¿cómo si no será capaz de evitar las tonterías o barbaridades que aparezcan en un texto, atribuibles a la ignorancia o al despiste de quien lo ha creado? Es imprescindible también el dominio de la escritura para adentrarse en el estilo y la personalidad de un escritor con objeto de corregirlo sin que nadie más que el interesado lo aprecie. Quien lea a continuación el texto corregido y convertido en libro podrá estar de acuerdo o no con las ideas que se exponen, le gustará más o menos el estilo, pero nunca se sentirá defraudado por su mediocridad lingüística ni por groseros fallos argumentales.
Imagino las sonrisas sarcásticas de quienes acaban de leer los párrafos anteriores. ¿Editoriales que cuidan los libros hasta el más mínimo detalle? ¿Correctores capaces de adentrarse en un texto sin dejar más huella que la perfección lograda? Eso, como poco, pertenece al género de la fantasía… Sí, es verdad, en los tiempos que corren las buenas editoriales y los buenos correctores son mirlos blancos. Pero también lo son los buenos escritores. Muchos tienen más ego que mérito y se atreven a publicar desconociendo incluso las mínimas reglas ortográficas y gramaticales. Aun así, algunos venden y se escudan en sus lectores igual de ignorantes para demostrar que valen. Aquí vendría a cuento el conocido ejemplo de la plasta de vaca y las muchas moscas que atrae. Que cada cual saque sus conclusiones y se arrime al árbol que mejor lo cobije.
Sin duda, una prestigiosa editorial es uno de los mejores árboles para cobijarse, pero como su acceso no es fácil, también puede convertirse en un cobijo excelente un buen corrector cuando se opta por publicar en plataformas de edición libre. ¿Cuántos libros bien concebidos de autores independientes que llaman la atención por su portada dejan de leerse debido a una redacción farragosa o a errores gramaticales que provocan rechazo en quien los hojea? En estos casos, cuando el texto es una selva virgen que se debe desbrozar, el corrector experimentado abandona las zapatillas silenciosas y calza gruesas botas para transitar a golpe de machete por el texto hasta hacerlo habitable o, mejor dicho, legible. Pero, cuidado, el buen corrector no es jamás un talibán: no menosprecia a quien corrige ni impone su criterio a machamartillo haciendo cambios innecesarios por el mero gusto de corregir, por ejemplo, sustituyendo quizá por quizás, por lo tanto por por tanto, influenciar por influir, constatar por comprobar, elucubrar por lucubrar o viceversa. Quienes llevamos años en el sector editorial podemos ilustrar el asunto con múltiples anécdotas, como la que me ocurrió al publicar una de mis primeras novelas ambientada en México: el corrector cambió sistemáticamente rebozo por embozo, creando múltiples sinsentidos, y se dedicó a poner tildes a los demostrativos incluso cuando no eran pronombres (este y aquel seguidos de relativo o sustantivos con el demostrativo pospuesto del tipo la muchacha aquella). Asimismo, en una de mis últimas traducciones, un libro de historia en el que se citaban muchos años, el corrector cambió todas las frases en las que aparecía la palabra década y el año a continuación (por ejemplo, década de 1930) por década, los años en letra y a continuación el siglo (es decir, en el caso citado, década de los años treinta del siglo XX). Sobran las palabras.
Quienes dominan la escritura saben separar el polvo de la paja y dar con los mejores correctores: los que tienen estudios universitarios y conocen a la perfección su oficio, los que no paran de formarse y actualizar sus conocimientos, los que cuando corrigen entregan a quien los ha contratado un texto con las pautas que han seguido para su trabajo y les señalan sus debilidades y fortalezas. Y en esto de la corrección, como en el resto de las actividades de la vida, la experiencia demostrada es un grado. Algunas editoriales ponen a prueba a los correctores antes de contratarlos dándoles a corregir textos con determinados fallos que solo los más expertos detectan: cuestiones de acentuación dudosa, uso de letra cursiva y comillas, gerundios u oraciones de relativo, por citar algunos ejemplos.
Sin embargo, a un lego en la materia le resulta casi imposible apreciar si el corrector contratado ha cumplido su función con propiedad. Acabo de comprobarlo con una novela digital publicada en Amazon que compré atraída por las elogiosas reseñas. La desilusión fue inmediata, a las pocas páginas tras un inicio prometedor, porque el texto está mal maquetado, repleto de erratas y faltas de ortografía, sobran muchísimas páginas de paja que entorpecen el argumento y el abrupto final resulta anodino. Cuanto más leía, más echaba de menos la mano experta de un corrector literario que habría subsanado errores tan de bulto y, sin embargo, al final, en las páginas de agradecimiento, el autor elogiaba la minuciosa labor de revisión llevada a cabo por una persona, al parecer, especializada, además de reconocer la ayuda de otros muchos allegados que habían leído el texto y efectuado recomendaciones. Me cuesta imaginar cómo estaría la novela antes de todo eso.
No todos los ojos que escrutan un texto son capaces de detectar por completo sus errores, eso es evidente. Algunos ojos son excelentes para aislar erratas y corregirlas pero pasan por alto fallos sintácticos o tipográficos de mayor calado porque los desconocen. No se puede corregir lo que se ignora, de igual modo que es imposible escribir bien sin dominar la gramática y la sintaxis. En un mundo ideal, compete al escritor entregar una obra bien acabada, y al corrector, marcarla ortotipográficamente y pulirla de las pequeñas imperfecciones que por descuido se le hayan escapado, trabajando al unísono con él para mejorarla. Bajando de las nubes, en el mundo real, el corrector ha de estar preparado para suplir con su esfuerzo las deficiencias del escritor. Ahora bien, ningún corrector, por sobresaliente que sea, sabe hacer magia; ninguno se sacará de la manga una obra maestra de un original mediocre: lo más que hará será recomponerlo del mejor modo posible, acicalarlo como a la «mona vestida de seda», y puede que incluso lo convierta en un trampantojo que llegue a gustar. Hay muchos ejemplos de éxitos semejantes. O también muchos correctores literarios pueden convertirse en negros o escritores fantasma y reescribir o escribir de nuevas para quien se lo solicite. Eso es más habitual de lo que suele reconocerse, pero se paga (y muy bien a veces).
Fuente: Carmen Martínez Gimeno, Sin borrones
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