A treinta años de la muerte prematura de Foucault (uno de los más graves episodios que habrá que asociar siempre con la epidemia de HIV), corresponde preguntarse qué Foucault recordamos.
No me refiero necesariamente a qué fragmento de pensamiento suyo nos aferramos como a una tabla de flotación en un mar enfurecido, porque para eso habría que responder primero qué relación tenía Foucault con el pensamiento, sino a algo más elemental: qué imagen de Foucault sobrevive en nosotros cada vez que pronunciamos su nombre.
Yo, que no me canso de adherir a su credo, he reivindicado, en varias oportunidades, el Foucault cartógrafo, el que traza mapas estratégicos de investigación, de pensamiento, de escritura: que las traza (que los trazó) quiero decir, para mí, indicándome qué cosas podía yo decir y cuáles no, una vez que me puse a usar esos mapas (por ejemplo: puedo decir matrimonio universal, pero nunca, bajo ningún concepto, “igualitario”).
Me gusta, también, el joven Foucault, que manejaba alocadamente un Jaguar convertible beige por las rutas de Uppsala, donde se había instalado en 1955 como lector de francés por recomendación de Georges Dumézil, uno de sus queridos maestros.
Me fascina el Foucault revoltoso que, vuelto de Túnez, se puso al frente de la reforma universitaria en Vincennes a partir de diciembre de 1968, pese a las reticencias que siempre sostuvo en relación con el Mayo francés (“Lo que vi en Francia en 1968-1969 es exactamente lo contrario de lo que me había interesado en Túnez en marzo de 1968”): la invención filósofica, en esos dos años intensos, pasó no sólo por la forma-libro sino también, y sobre todo, por la forma-institución.
Admiro (y me da miedo) el Foucault polemista, el calvo (cabeza rasurada) de mirada maquiavélica y risa burlona capaz de destruir a cualquier adversario sin perder la elegancia, subrayando apenas los errores de argumentación del otro y repitiendo “yo no dije eso”.
Me dejo llevar por las ensoñaciones y los chismes hacia el Foucault carioca (o bahiano), disfrazado de Carmen Miranda, y me doy cuenta de que las imágenes de Foucault que voy enhebrando no se corresponden propiamente con una “personalidad” o con un “carácter”, por supuesto, tampoco con ninguna “identidad”, sino con poses y maneras de relacionarse con el mundo: suturas.
Hay una cicatriz provocada por la ausencia de un personaje (conceptual) amado y uno recurre a la propia memoria, pero también al propio deseo, para sostener ciertas imágenes como una forma de sobrevida austera, liminar, acaso fantasmática, pero con una potencia de futuro similar a la que se deduce de lo que Foucault escribió, de lo que hizo al escribir, de su risa, de su preocupación por el propio presente y el modo de relacionarse con él.
“Mi Foucault” es un rompecabezas mal armado que nunca entregará una imagen definitiva, completa y plana: es más bien un boceto que se pierde en un pliegue corporal. Ese es el Foucault que yo abrazaría, si pudiera. Contra el mandato arrogante del “yo soy y ésta es mi verdad” prefiero el “existo en este cuerpo que no sé qué es, ni a quién pertenece, ni por cuánto tiempo; existo en relación con tales reglas (que no son proposiciones de verdad, sino indicadores de direccionalidad, forma de vida)”.
Se puede pensar el presente y el mundo de cualquier manera, pero no se puede amar el presente y el mundo sino foucaultianamente.
Fuente: Daniel Link
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