Narrativa argentina. El tema del doble, los laberintos de la subjetividad y lo onírico pueblan el tercer libro de cuentos de Gustavo Di Pace.
¿Pueden entrecruzarse los sucesos de la vida real y los del mundo onírico? ¿Es posible vivir sin recuerdo ni registro de los sueños? Con estas preguntas juegan las historias de El chico del ataúd , tercer libro de cuentos de Gustavo Di Pace. Porque en estos relatos, el límite entre la llamada “realidad” y lo que los personajes nombran “lo otro” se vuelve al extremo borroso: los cuentos transcurren en un territorio que abarca no sólo el estado de vigilia, sino también el dormir y sus matices, la ensoñación. Y este territorio –que se extiende a la dimensión del misterio o lo sobrenatural– cuando la historia alcanza su desenlace, cobra valor de metáfora, redime, celebra.
En “El chico del ataúd”, cuento que da nombre al volumen, los escenarios de los sueños de dos amigos –una ciudad fantástica, Wilde– se revelan permeables a la visita del otro, posibles de ser compartidos. El duelo por la pérdida del padre, la nostalgia de un mundo donde se cumplen los deseos prohibidos o la madurez que conlleva la propia paternidad pueden suceder y hasta alcanzar su epifanía en esta imaginaria convivencia onírica.
Para el protagonista de Aquiles Manzi en busca de una pesadilla, quien no puede recordar lo que sueña, sin sueños no hay descanso. “Nada despejaba la molestia de sentirme siempre de este lado del mundo”, “Supe que necesitaba el sueño o, mejor dicho, la evocación de un sueño” se dice el personaje. Como si el desgaste vital se limpiara al acceder al contenido de los sueños; como si la capacidad de soñar le diera a la vida la necesaria levedad a la que se refiere Calvino en sus célebres propuestas.
La escritura de Di Pace sostiene la tensión, se caracteriza por el ritmo, la intensidad. Variaciones del tema del doble, distorsiones que acusan la relatividad del tiempo, laberintos de la subjetividad, aún en sus resonancias borgeanas adquieren una impronta personal.
En “Delfines del Plata”, los rumores acerca de una rebelión que se fragua en la clandestinidad de la jabonería de Vieytes son el indicio de que los protagonistas, uno español y otro mestizo, pueden estar inmersos en dos “realidades” diferentes. Así, hasta la verdad de los hechos de la historia argentina –relato al fin y al cabo– es puesta en cuestión.
El conjunto que integra El chico del ataúd convida al lector a zambullirse en la incertidumbre de la percepción, en los meandros de la conciencia. Con habilidad, los cuentos insisten en explorar las manifestaciones de lo real, logran asir sus pliegues inesperados y transforman historias tramadas en el devenir cotidiano para elevarlas al goce literario. Porque una vida sin misterio, parece querer decirnos el autor, una vida sin el aire de los sueños, acaso no merece ser vivida.
Fuente: María José Eyras
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